Por Daniel Tomasini.
La obra de Joaquín Lalanne, joven artista uruguayo nacido en Buenos Aires y actualmente residente en España, es de un remarcable virtuosismo. Continuando con la propuesta surrealista-metafísica de los grandes clásicos como Salvador Dalí, Giorgio de Chirico y René Magritte, entre otros –a los que el artista refiere con múltiples indicios visuales como tributo–, Lalanne logra una formulación de alto quilate creativo.
Para ello recurre a una técnica depurada en el sentido de la representación clásica y sobre todo en el ajuste exacto de las luces y sombras. Otros elementos del lenguaje sobre el que construye su propuesta están centrados en la caja perspectiva y en el cambio de escala. Obvia- mente estos son elementos técnicos y habría que mencionar la fértil imaginación con la que elartistaensamblaapartirdeaquellosunsistema de signos que, en definitiva, constituye el contenido o el mensaje visual con características de lenguaje iconoclasta, a menudo nostálgico, aderezado con una sutil ironía sobre la condición humana desde el punto de vista antropológico y cultural. La inteligencia de Lalanne como comunicador se expresa en sus óleos desde sus espacios, construidos a menudo con materiales endebles como el cartón, hasta el fuerte signo de la imagen pegada con cinta adhesiva. Su imaginación le permite transitar el espacio-tiempo sin fronteras, en el que la cultura clásica, la cultura moderna y la posmoderna conviven en clave de interrogación, y donde el sentido del humor nunca falta. Analizando estos ingredientes por separado, deberíamos contar con la receta para llegar a una formulación como la que presenta Lalanne. No obstante, el vir tuosismo no tiene explicación, así surja como consecuencia del frío análisis constitutivo de los procesos creativos. La creación misma es un misterio y si bien se apoya como en este caso, en sólidos conocimientos académicos, se nos plantea como un evento elusivo, dilema que se resuelve en la percepción del observador, apelando a su experiencia, a su gusto, a su poder de observación.
La obra de Joaquín Lalanne es impecable en tanto propuesta de pintura con valores determinados, pero también se inscribe en la fase de la penumbra ontológica. En tanto ar tista, su narración queda atrapada en las leyes de la plástica y de la visualidad; es a par tir de aquí, del momento plástico, que aquella adquiere todo su significado y su fuerza, de tal manera que el artista nos hace recomponer en alguna medida nuestra mirada de la Antigüedad, de la modernidad con sus vanguardias y del pop, todos hitos culturales que han determinado un modus vivendi característico de nuestras culturas.
Como si se tratara de un gran jugador de ajedrez (la constante alusión al damero en las obras de este artista me sugiere la idea), Lalanne mueve sus piezas con gran sabiduría y toca el nervio sensible y exquisito de la imagen metafórica a niveles de gran convencimiento en tanto mensaje como consecuencia de su situación de relación. El problema del Otro está confrontado aquí, de lo cual deriva la esencia metafísica de su obra. Con una gran intuición sobre el poder de la representación cuando la escenografía se hace convincente, como en su caso, sus personajes desarrollan su drama y su comedia basados en la libertad que les confiere la exacta medida de su condición visual, traída a la vida por su gran condición de pintor y dibujante. Es extraor- dinariamente eficaz como constructor de espacios ilusorios, un arquitecto que sabe evaluar el peso del aire en cada habitación. Como en los sueños, las posibilidades de situación y de interrelación se hacen infinitas y cada una de ellas es por tadora de un mensaje par ticular, habida cuenta de la fuerza icónica con que se han investido. Lalanne crea sus propias reglas de juego y se atiene a ellas con una rigurosidad matemática y con una inventiva que le permite proyectarse más allá de la imagen. La partida se torna inquietante.
Desde este punto de vista, su obra en conjunto puede ser considerada no sólo original sino renovadora y profunda.