La dimensión desconocida
Javiel Raúl Cabrera, Cabrerita, es un artista uruguayo que trabajó entre las décadas de 1940 y de 1980 y es, a nuestro criterio, tan particular en su obra como en su persona. Vivió muchos años recluido en clínicas psiquiátricas, donde la pintura le posibilitó el nexo con la propia existencia y con la gente. Acaso haya una conexión entre sus deficiencias mentales y su arte, en tanto no sólo desde el punto de vista estético ‒de las categorías estéticas‒, sino desde el propio punto de vista artístico, su obra es un profundo misterio. Para Cabrerita, los términos del lenguaje usual del arte no significaban lo mismo que para un académico o un crítico. Tenía –y posiblemente no tenía en muchos casos‒ una idea particular de lo que en la jerga artística se denomina representación, figuración, abstracción, etcétera. Incluso su propia idea de la geometría en el arte era particular, como lo era su idea de estilo, entre otras. Posiblemente, es a raíz de esta divergencia conceptual que Cabrerita hace lo que hace. Y lo que hace –que se puede apreciar en la magnífica retrospectiva organizada por el Museo Nacional de Artes Visuales– es algo que no se puede explicar ni siquiera en los términos arriba mencionados.
Es interesante subrayar que el maestro Torres García lo había calificado de “enigma” y, sobre todo, destacó su condición de pintor en función de su factura plástica. Nosotros diríamos que es un gran pintor y, posiblemente –término que no agrada en general porque se considera elitista–, un genio en su arte. Aunque las comparaciones son odiosas, nos tomamos la libertad de comparar desde el punto de vista del discurso a este artista con Pablo Picasso. El maestro español ha declarado públicamente que nunca había pensado cómo hacer una pintura y que, puesto a trabajar, el propio desarrollo de la obra le indicaba los pasos a seguir. Recién finalizada la pintura podía verla y comenzar a estudiarla. Este procedimiento, particular de los grandes artistas, sugiere una actitud intuitiva casi mediúmnica, donde el artista sería un vehículo de su propia inspiración, que obviamente no surge de una especulación racional lógico-procedimental.
Nos imaginamos a Cabrerita en la misma situación. Y lo notable es que lo logra a partir de una particular forma de accionar (de pintar), en la que la técnica surge de las necesidades comunicativas. Nos referimos a la pincelada, el tratamiento del color, los planos, etcétera. Lo que queremos decir –un poco intentando despejar lo que Torres García denominó “enigma”– es que este pintor no puede encasillarse en ningún lugar específico dentro de la pintura, descontando los lugares comunes de pintor figurativo, con tratamiento de color abstracto, de contenido icónico, etcétera, porque se trata de un artista, como pocos, que deja abierto un camino hacia la percepción de lo desconocido. Este lugar se encuentra fuera de la obra, pero ella indica el camino. Este razonamiento no es fácil de explicar, pero el observador sensible lo entenderá perfectamente.
Toda la especulación sobre sus “niñas virginales” (que los comentaristas, desde una perspectiva religiosa seguramente, asocian a la pureza, como si fueran impuras las mujeres que no son vírgenes) se diluye ante el impacto directo de la mirada, mientras que el propio Cabrerita había dicho que sólo se trata de poesía. Y es verdad. La pintura de Cabrerita son versos de la más alta pureza estética –si se puede hablar así en esta contemporaneidad–. Esto indica que es un pintor que accede a demostrar en forma de pintura ciertos conceptos que son indefinibles por la latitud gnoseológica que contienen. La vida y la muerte son conceptos indecibles en este mismo sentido. La pureza, la inocencia, la claridad del alma o del espíritu participan en esta naturaleza, y Cabrerita –despojado de doctrinas escolásticas, ideológicas y estéticas– logra abrir una dimensión hacia lo desconocido que es posiblemente de la que nos hablan los grandes místicos. Esto no quiere decir que Cabrerita sea un místico, aunque tal vez lo sea en tanto pintor, lo que confirmaría su ejemplo como sui generis.
Hay que considerar sobre todas las cosas –porque la pintura se hace con materia–, la propia forma de pintar de este artista. Obviamente liberado de todo tipo de influencia –podría detectarse una ligera obsesión con cierto hieratismo egipcio en el tratamiento de brazos y manos–, el artista coloca el color de una manera tan sorprendente como efectiva, a la vez audaz y profundamente sutil.
En lo personal, nos hace recordar por analogía ciertos versos del Tao de Lao Tsé, donde las paradojas y las contradicciones son tan herméticas como iluminadoras. Se dirá que volvemos a conectar a Cabrerita con la filosofía y con el misticismo; no obstante, no encontramos otra manera de transmitir la impresión visual de su obra con palabras. Lo que realmente importa es que estamos ante la presencia de una personalidad única que produce una obra única.
Un observador desprevenido dirá: “Bueno, siempre representa las niñas, que con alguna variación podría ser siempre la misma”. Esta observación no es válida porque, en realidad, como hemos dicho, la figura de la niña en Cabrerita, elegida como ícono, es el velo o el ardid que recubre un concepto mucho más profundo, como hemos explicado. Por lo demás, cada una de sus niñas es irrepetible, es nueva y se debe inaugurar con cada pintura. El observador ante esta condición inaugural se encuentra interpelado –casi atravesado– por la mirada de esas niñas, que escapa a cualquier definición. Por este motivo, decimos que Cabrerita nos abre el camino a la percepción de una dimensión desconocida, más allá del tiempo y del espacio, más allá de la condición etérea y fisiológica de la vida y más allá, tal vez, de la muerte.