El artista en el sendero
Por Daniel Tomasini
Son muchas las aproximaciones hermenéuticas posibles a la obra de Diego Villalba. Desde la propia constructividad de su pintura a partir de elementos geométricos cuya clave de repetición le otorga una característica casi cinematográfica, hasta la creación de espacios en perspectiva con un remate de cadenas montañosas y la presencia de un curso de agua inalterable.
Desde este punto se vista se podría asimilar a un paisaje, aunque con características especialísimas en las que la imagen parece haber sido capturada en una fracción de segundo en el que la idea de la quietud extrema se hace evidente, como una sensación de vida que repentinamente –una fracción de segundo antes– dejó de existir. Son muchos, desde su lenguaje plástico, los puntos que conectan el arte de Villalba con lo místico. La quietud hierática de la que hablamos, reforzada por los trazos negros de la carbonilla, que conecta indefectiblemente el carbón con la idea de lo quemado, un agua-hielo absolutamente inconmovible, las lejanas montañas nevadas, pintadas a brochazos exactos. Por otra parte, se encuentran elementos simbólicos como la papa, alimento de las comunidades religiosas, que Villalba supo visitar sobre todo en Cataluña. La papa desestructurada, pelada en prolijos gajos que semejan costillares de barcos u otras ingenierías similares, la idea de lo escurridizo, del goteado inexorable, de la materia que se derrite y las sutilísimas variaciones de sus dibujos, basados en la papa-estructura-armadura-costillar, donde con infinita paciencia el artista repite una base cromática y de dibujo que se mueve a milímetros por hora. Sin embargo, se mueve. La atmósfera irreal de un mundo posdiluviano o post hecatombe de algún tipo se transforma en un paisaje que no tiene nada de acogedor; sin embargo, hipnóticamente, se abre ante el espectador como una gran interrogante: ¿qué pasará después?
Todo surge del recuerdo de una antigua vajilla en su época de niño. En su casa materna, un plato con un dibujo azul sobre blanco representando una pagoda china –probablemente legado de sus abuelos– hechiza al artista que la recompone desde sus recuerdos, centrando en este objeto un cúmulo de momentos en los que posiblemente encontró la felicidad en sus tiempos infantiles.
El artista es ahora un investigador del objeto y ya detectó su origen y la cantidad de copias que existen y que ha registrado. Esta investigación casi antropológica lo conecta con otro tipo de culturas, de tal manera que, nacido en Uruguay, su destino trashumante –primero con sus padres y luego de adulto– lo ha llevado a fraguar mundos –es mejor que hablar de paisajes– que podrían tener, ante una lectura superficial, una conexión con las culturas orientales. Esta pieza, con sus variaciones –cual si se tratara de una obra musical– es la clave en la pintura de Villalba.
Todo, sin embargo, forma parte de la búsqueda, del hallazgo. Las conexiones místicas son ineludibles y se podría decir que la obra de Villalba constituye una gran escenografía para abrirse paso a través de lo intangible. Todos sus recursos plásticos, su concepción pictórica y técnica, son proclives a indicar un camino hacia lugares inexplorados, áridos, deshabitados, misteriosos, tal vez propios de otras dimensiones.
Es el camino que hay que desbrozar, posiblemente, hacia uno mismo. El artista tiene el gran mérito de ofrecernos una visión que podrá no parecernos reconfortante, en la que la sensualidad está ausente, incluso el color en su variada expresión. Sin embargo, es un espacio bello, aunque intransigente. Tal vez un eco o una reminiscencia de la vida, donde la metáfora debe ser interpretada posiblemente en función del talante con que nos despertamos cada día. Hablar de plástica exclusivamente no parece ser lo importante. Centrarnos en el objetivo estético ideológico a partir del examen de esta exposición de la Alianza Francesa es aceptar el generoso dispositivo creativo de Diego Villalba, que desde una perspectiva geométrica –matemática hierática– es altamente movilizador y nos transforma, por momentos, en peregrinos.