Por Matías Castro.
La capacidad y voluntad de autopromocionarse que tenga un autor o artista repercute, muchas veces, sobre la magnitud con la que se percibe su éxito. En el caso del ilustrador, autor y realizador Alfredo Soderguit (Rocha, 1973) la explosión mundial de su último libro pasó casi desapercibida en Uruguay debido a su bajo perfil.
Los carpinchos es un libro-álbum que en dos años se tradujo a trece idiomas y tuvo gran reconocimiento de la crítica. Para empezar, se incluyó como uno de los mejores libros del año en la lista llamada White Ravens, que elabora la Biblioteca Juvenil de Múnich. “Es un reconocimiento muy prestigioso en el mundo de la literatura infantil y juvenil”, explica Soderguit. El libro también fue distinguido entre los mejores del año por la biblioteca pública de Nueva York y destacado por la revista Babelia, de El País de España.
Los carpinchos es una narración que cuenta, con pocas palabras y arte simple pero meditado, cómo los animales del título irrumpen en un gallinero. Ellos huyen de los cazadores y las gallinas se enfrentan al dilema de si refugiarlos o dejarlos aparte.
El motivo de su bajo perfil está, tal vez, en que Soderguit se ha concentrado en seguir trabajando. Con Palermo, el estudio de animación que mantiene con los ilustradores Claudia Prezioso y Alejo Schettini, realizaron una serie de animación llamada Dos pajaritos, que se puede ver en Colombia y un puñado de otros países.
Antes de esto, había logrado un éxito algo menor con Soy un animal, traducido también a varios idiomas. Este libro álbum no cuenta una historia, sino que, página a página, recorre características de los animales que suelen ser vistas como negativas, para ellos mismos y, por analogía, para los seres humanos. La fluidez se la otorga la cadencia que produce pasar de página en página, entre frases simples e ilustraciones, hasta completar un sentido que se redondea en las últimas dos páginas.
El camino de Soderguit ha sido largo, desde que hace casi dos décadas irrumpió como ilustrador de libros infantiles e integrante de una generación que marcó nuevos estándares artísticos en el medio editorial. Continuó como animador, en Palermo, desde donde dirigió y produjo la película animada Anina, adaptada, a su vez, del libro Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, que había ilustrado el mismo Soderguit.
En 2016 recibió el Premio Nacional de Ilustración y eso le abrió un nuevo camino en el mundo editorial fuera de fronteras como autor integral. El premio le permitió viajar a la Feria del Libro Infantil de Bologna, donde pudo vender los derechos de Soy un animal y ganar experiencia a la hora de buscar editores y mostrar proyectos. Y así, con otros viajes de por medio, le llegó el turno a Los carpinchos, que fue comprado por la editorial venezolano-española Ekaré como primer paso de su carrera meteórica.
¿Qué tan difícil es la autogestión como autor en una feria del libro europea?
Cuando llevé a Bologna el libro Soy un animal le tomé el pulso al mercado. Esa primera vez que fui a la feria pedí setenta citas con editores, la mayoría de las cuales fueron inconducentes. Por eso, cuando fui por segunda vez con el proyecto de Los carpinchos, pedí siete u ocho reuniones, entre las que estaba la de Ekaré, que se interesó de primera. Lo bueno para un autor es que esta trabaja su fondo editorial durante varios años y hace una especie de curaduría. Para los autores son un estímulo, ya que se toman un tiempo para los libros y para vos. Ellos no solo hicieron la primera publicación, sino que se convirtieron en agentes del libro. Para las editoriales chicas, ser agencia es una parte importante en su negocio.
¿A qué le atribuís esa explosión de Los carpinchos?
Trato de adjudicarle el reconocimiento al prestigio de la editorial. Ellos tienen una identidad fuerte en la que este libro calza bastante bien, sostienen una filosofía muy humanista, dicen que les gustan las historias locales que se proyectan hacia lo universal. Y, por otro lado, creo que el libro gustó porque tiene una narrativa muy simple, con un enfoque cinematográfico. Porque, para mí, hacer un libro de este tipo es como hacer un storyboard.
Literalmente, tiene algunas páginas en formato de historieta o storyboard que rompen con las ilustraciones a página completa.
La historieta tiene muchas formas, pero la base es la secuencialidad. En este caso algunas reseñas han destacado la mezcla de lenguajes. Y mis referencias están más en el storyboard, por mi trabajo como animador, que en la historieta. Por eso las secuencias que rompen con las ilustraciones grandes presentan series de viñetas del mismo tamaño. Si bien me interesa lo pictórico, la composición y lo estático, entiendo que cuando querés darle un ritmo es necesario representar bien la acción.
¿Cómo es tu proceso de trabajo?
Para el caso de Soy un animal, empecé dibujando una especie de cartas de tarot con animales, en las que ilustraba con humor las características supuestamente negativas. Por eso, por ejemplo, el perro aparece rompiendo una pelota. Cuando mi hija vio eso, dibujó un mono. Como ya le había hablado de la teoría de Darwin, me dijo: “Esto es como cuando éramos monos, porque yo también soy un animal”. Ahí se me ocurrió la idea de convertir esas ilustraciones en algo infantil y con el tiempo llegué a darle forma de libro.
¿Con Los carpinchos hiciste algo similar?
Suelo empezar con un boceto de portada para anclar el clima, el enfoque y la mirada, aunque no sepa de qué se tratará el libro. Tengo una carpeta entera de falsas portadas de libros. Lo primero que hice fue una tapa con el título y el dibujo de carpinchos con ropa y unas viviendas al fondo. En Rocha se le llamaba carpinchos a la gente pobre o de aspecto pobre. En el complejo de viviendas de mi abuela había una familia a la que se la llamaba así; era como una discriminación absurda de gente modesta hacia gente más pobre. En sucesivas versiones del mismo dibujo, a los carpinchos de la tapa falsa les fui sacando la humanización, les saqué la ropa, quité las viviendas que estaban al fondo. Así que cuando empecé a escribir lo llevé hacia una fábula de animales que son solamente animales.
El texto es simple y justo. ¿Hubo un proceso de depuración?
Trabajé por un lado el texto de corrido y sin imágenes. Incluso me animé a dejar cosas abiertas que se concretan en el dibujo, como para que se complementen entre sí. El proyecto empezó por la imagen. Pero el texto apunta a muchos abordajes, las migraciones, la colaboración, las relaciones humanas, pero sin hacer una bajada de línea. Traté de que el valor estuviera en la historia y no en el mensaje directo.
Soy un animal tiene un mensaje mucho más claro.
Los lectores de los que recibí devoluciones estuvieron mucho más interesados en buscar un mensaje en Los carpinchos que en el otro. Los animales que se escapan de la cacería pueden ser libaneses que se escapan de la guerra, pueden ser migrantes que llegan a un lugar donde se les imponen otras reglas. Esa es una lectura bastante lineal y común. En el caso de Soy un animal lo enfoqué en la libertad de ser lo que se quiera ser.
Ambos libros te llevan a pensar en el especismo y el veganismo.
Hubo una reseña que etiquetó el libro como una obra para niños veganos. La compañera de Adolfo Córdoba, que es uno de los principales críticos latinoamericanos, lo leyó en ese sentido y él también lo señaló así. La gente que tiene esa sensibilidad o inquietud entiende esa referencia. Para mí es una fábula y si bien eso está presente, lo humano es una cosa extra, porque se trata de la sociedad del control y el castigo. La granja y el gallinero representan un sistema al estilo Orwell, aunque en Rebelión en la granja cada animal representa un tipo de humano. Acá el humano, el granjero, representa al sistema. Y los carpinchos representan la otredad, las disidencias, aunque en este caso vienen de otro lado, porque viven en un lugar que una vez al año es invadido. ¿Por quién es invadido? Por los cazadores humanos; otra vez, el sistema. Y al llegar al gallinero se quedan como en una especie de gueto, aunque los niños quieren jugar.
¿Esa lectura es universal entonces?
Las reseñas hechas en occidentes ponen el foco en el migrante, en el carpincho. Suelen empatizar y ponerse en el lugar del migrante. Europa y Estados Unidos tienen muy presente el tema de la migración como una temática compleja y viva. Entonces, aparece un poco la autocrítica en esas lecturas. Sin embargo, me volaron la cabeza las reseñas de China y Corea, porque ponen el foco en las gallinas. Les interesaba mucho más el sistema, el encierro y el control, y leían que los carpinchos representaban para las gallinas una oportunidad de libertad.
En estos dos libros y en la serie de animación Dos pajaritos hay un tema en común: la convivencia.
En esa serie la convivencia es el tema central, aunque los capítulos apuestan más al humor, porque se trata de dos idiotas que viven en el mismo árbol. Claramente hay un interés en lo que elegimos con el estudio Palermo, de que la obra tuviera que ver con el punto de vista humano. Capaz que es un factor heredado de Anina, el primer proyecto grande que hicimos, en el que buscamos desarrollar mucho el punto de vista de la niña protagonista. En el libro original de Dos pajaritos no hay texto, solo imagen y plantea una idea sobre el consumo.
¿Cómo desarrollaste el proyecto de esa serie?
Cuando hicimos parte de la posproducción de Anina, en Colombia, hablé con el autor Dipacho y él me contó que quería hacer un corto con su propio libro. Cuando llegué, le conté a mi socio Alejo Schettini y él vio en seguida que era una muy buena oportunidad para hacer una serie, ya que tenía a los dos personajes y un solo escenario, el árbol, con el que se podía hacer lo que fuera. Después, cuando Dipacho vino a Uruguay, empezó a tirar ideas de qué podía pasar con el escenario. Y con esas ideas y otros elementos nos presentamos a un fondo. Seguimos procesando y lo llevamos a una lógica más de cartoon. Después apareció el estudio argentino Can Can Club, que hace mucha animación stop motion. En un viaje a Buenos Aires, íbamos en el auto con uno de los directores, le dibujé el concepto de la serie en el vidrio empañado: el árbol al centro y los pájaros. Y le encantó. Después se sumó Señal Colombia, que es el canal público colombiano, y fue la parte decisiva para terminar la primera temporada.
¿Qué te permitió abrir Palermo Estudio?
Se dio naturalmente y, de hecho, no funciona como empresa estable. Somos tres socios, Alejo Schettini, Claudia Prezioso y yo. Con Dos pajaritos llegamos a ser siete u ocho integrantes y cuando hicimos Anina tuvimos a unos treinta. Todo empezó cuando era ilustrador y agarré trabajo para la productora Coyote, limpiando animaciones, que era un proceso muy mecánico, gracias al que afiné el pulso. Después, en Bellas Artes, gracias al área de lenguajes digitales, que dirigía Daniel Argente, me encontré experimentando con animaciones. A Alejo lo conocí como parte de la familia de mi expareja, cuando él trabajaba en el estudio de Tunda. Más o menos en 2002 me encargaron hacer la animación de un videojuego, así que le propuse a Alejo hacer equipo para resolver ese trabajo. Nuestra oficina era mi apartamento, que estaba en Palermo. Por eso la familia y los amigos decían que iban a Palermo cuando iban a casa y, por defecto, se convirtió en nombre del estudio. A partir de ahí nos empezaron a salir trabajos, como unos encargos desde Estados Unidos para hacer animatics comerciales. Ese proceso nos permitió llamar animadores para reclutar equipo. Así conocimos a Claudia Prezioso, la tercera pata del estudio. En un momento nos propusieron trabajar veinticuatro horas con el mismo cliente, toda la semana. Y nos pareció demasiado, porque decidimos no hacer publicidad sino trabajar en proyectos. Entonces surgió la posibilidad de hacer Anina.
¿Cómo se gestó esa película?
Primero me dieron el libro para ilustrar. Me quedé con la historia en la cabeza, con la idea de que se podía hacer algo más allá del libro. Un día [el escritor] Federico Ivanier consiguió mi teléfono y se presentó, me dijo que había estudiado guion y que como sabía que hacíamos dibujos animados quería ofrecerse para escribir un guion. Le pregunté si se animaría a trabajar sobre un libro que no fuera suyo. En ese momento no teníamos un peso. Sin embargo, lo estudió y se enganchó. Así empezamos de a poco, porque él me hizo una devolución con ideas que me permitieron ver que era el compañero adecuado. Trabajamos en equipo unos dos años junto a los chicos de la productora Rain Dogs, a quienes había conocido cuando hice el arte para su corto de egreso de la Escuela de Cine. Así se subieron; ellos lo presentaron a concursos y empezó el proceso largo.
¿Cómo te sentías en Rocha de chico, soñando con dibujar? ¿Te podías proyectar como autor, animador y hasta dueño de una empresa?
Dentro de Rocha es muy difícil proyectarse. La dictadura había detenido muchos procesos y por eso nuestros referentes culturales eran gente veterana. Pero había una nostalgia muy fuerte y sentía que toda esa idea melancólica de Uruguay se acentuaba mucho en Rocha. Las canciones que hablaban de los pescadores hablaban de sacrificio, o de una clase trabajadora esforzada. No veo eso negativamente. Mis padres no son profesionales y era una familia económicamente no muy favorecida. Fui a una escuela de contexto humilde. Sin embargo, en casa teníamos otras referencias y sobre todo en la familia de mi madre había una idea clara de que teníamos un camino claro hacia la educación terciaria. Mis padres no tenían plata, pero nos cuidaron en ese aspecto, en proteger la burbuja educativa. También ayudaba que yo fuera muy malo para los deportes como el fútbol, prefería nadar solo en la playa porque no tenía que competir. Igual, te confieso que a los ocho años dejé de ir a clases de dibujo para ver Sankuokai. Dibujaba, sin educación artística, pero con habilidad motriz. Entonces, en la escuela, en lugar de hacer una redacción sobre lo que nos había pasado, contaba lo mismo pero con dibujos. Para mí dibujar era un lugar seguro, era donde yo era fuerte.