Por Sofía O’Neill.
Alejandra González Soca recibió a Dossier con una sonrisa y la tranquilidad que la caracteriza en su nueva casa-taller en el balneario Ocean Park, Maldonado. El lugar es muy amplio e iluminado, está rodeado de bosques y a pocas cuadras del mar. Se percibe amor, cuidado y dedicación. Cada rincón y cada objeto tienen su historia. Se puede sentir la presencia del arte y la cultura, la mística, las plantas y el aroma de la naturaleza combinada con la brisa marina.
¿Tenés claro cuándo decidiste ser artista, cómo surgió tu vocación? ¿Contás con algún familiar o referente cercano vinculado al arte?
Siempre me resultó complejo discriminar cuál era mi vocación. Continuamente estuve en un estado de búsqueda, lo único que tenía claro era que iba a irme de Maldonado, que iba a estudiar y a vivir en un espacio que para mí era desconocido. En 1991, cuando fui a inscribirme a la facultad, la Universidad de la República estaba en uno de esos paros gigantescos que duró muchos años. A través de un contacto conocí la Universidad Católica y pedí una beca de financiación. En principio iba a hacer algo vinculado a las Ciencias Sociales, quería trabajar con otros y en el ámbito de lo social, pero terminé estudiando Psicología. Este no es un detalle menor, después veremos la vuelta.
Vengo de una familia materna que vivía en el campo profundo. No era un campo romantizado, era un campo de sustento, que demandaba mucho trabajo. Para mí, mi abuelo paterno era un personaje divino, que sin tener estudios terminó siendo –entre otras cosas– uno de los primeros radioaficionados de Maldonado. Siempre me estimularon a estudiar, la biblioteca era un lugar importante, muy variado. Fue un gran esfuerzo familiar que yo estudiara en Montevideo. Antes de irme sólo había ido dos veces a la capital. Obviamente el primer día me perdí y el segundo día me robaron [risas]. Era un ser de otro planeta, daba lo mismo que hubiera ido a estudiar a otro país. Igualmente fue una experiencia increíble estar ahí, arrancar mi viaje personal a los dieciocho años.
¿Cómo llegaste a la Escuela Bellas Artes?
Durante mi estancia en Montevideo me quedé en una residencia de monjas en Benito Blanco, donde me encontré con personajes interesantes, una de ellos fue Rita Fisher. Vivíamos en el mismo pasillo y teníamos un grupete. Yo dibujaba y escribía con lo que tenía a mano, sobre todo en los bordes de las cuadernolas o en alguna libretita, nada muy organizado. Un día apareció Rita por el cuarto y me dijo que tenía que ir a Bellas Artes y yo ni siquiera sabía qué era. Me llevó a un galpón gigante. Le decían La bombonera, era como estar en un lugar mágico y con cierta épica. En ese momento me dije: “Yo voy a venir a acá”, y así fue.
¿Tu familia te apoyó en la elección por las artes?
En 1992, junté todos los papeles y me inscribí sin decirles nada a mis padres. Después de haber cursado un año en Bellas Artes y en Psicología simultáneamente y que todo funcionara, se los conté. Terminé primero Psicología y comencé mis prácticas en la docencia, dentro de la materia Entrevista. Siempre me intrigó el tema de la escucha y lo que sucedía con relación a ella. En paralelo, comencé a trabajar en proyectos como becaria de Bellas Artes en extensión universitaria en el Cerro. A partir de entonces empecé a trabajar en la comunidad. También abordé estrategias que provenían de áreas afines y a aplicarlas con relación al trabajo con los materiales, sus cualidades, su potencial. Era un trabajo de laboratorio que implicaba mucha sistematización. Estas búsquedas me conectaron con las prácticas artísticas contemporáneas y los procesos que implican. Estas formas y métodos para trabajar desde el arte con otros me proporcionaron indicios para ir dándole forma a mis propias prácticas.
¿De qué forma se vincula la psicología con tu trabajo?
La psicología y todas las áreas que he explorado son parte de mí y es difícil separarlas de mis prácticas artísticas. La psicología clínica nunca fue mi foco de interés, siempre me interesaron las materias vinculadas a la educación y a los procesos de aprendizaje en los que vas atravesando distintas etapas, te vas construyendo en relación con vos y con los otros y viceversa. Es una retroalimentación constante que me resulta fascinante y nos vuelve personas con una potencia increíble. En este momento, lo que estudié, los proyectos en arte y en educación, las experiencias se van integrando, confluyendo hacia una cierta comprensión del sentido de mi trabajo que se toca también con esta etapa de la vida y este nuevo lugar que habito.
De cierta forma y desde otro lugar terminaste encontrando un espacio de trabajo con otros, lo que querías desde el comienzo.
Sí, totalmente. En 1999, organicé mi taller, que en un principio se llamó La Casa de Berro, porque estaba ubicado en la calle Presidente Berro. A lo largo de más de veinte años en ese espacio, el nombre y la propuesta se fueron enfocando y sintetizando y el nombre mutó a Casa B. Es un espacio de investigación propio y abierto al intercambio. He trabajado en él con muchos artistas, de diversas disciplinas y formas. Es también un conector, una plataforma para generar encuentros y acciones. En 2023 obtuve un Fondo Regional para la Cultura para generar un primer aterrizaje y se dio “Conecta, laboratorio de prácticas participativas y comunidad”. Está la idea, en proceso de desarrollo, de implementar micro residencias y abrir diálogos, invitar a artistas que conozco que están en otros lugares del país y en el exterior. El taller está diseñado como un espacio independiente para recibir, trabajar y residir.
¿Cuáles fueron tus primeros trabajos?
Uno de mis primeros trabajos fue quieroquemeveas, una pieza en la que trabajé a partir del molde de una vulva que surgió en un taller sobre salud sexual y reproductiva. Observar el impacto que tenía mirar de cerca una vulva y manipularla me llevó a reflexionar sobre las connotaciones que tiene esta parte del cuerpo femenino. La presentación de esta pieza tuvo lugar en el vestíbulo de un teatro donde se realizaba la obra teatral Monólogos de la vagina. Esta obra y, posteriormente, Ficciones artiguistas en colaboración con Aldo Baroffio y con la curaduría de Alfredo Torres, fueron trabajos iniciáticos en muchos sentidos. El mismo año, con El vestido, quedé seleccionada por primera vez en el Premio Nacional de Artes Visuales. Así comencé a ser parte del campo del arte local. Más adelante, vendrían las primeras residencias dentro y fuera del país.
La obra que expusiste en la Bienal de Salto fue el molde de zapatos germinando.
Esa pieza, que se llama Germinal, es de 2011. Estaba investigando en hormas inútiles, moldes efímeros. En esas pruebas comencé a germinar una de las hormas y a registrar el proceso de vida y muerte de los brotes. La instalación para la Bienal de Salto integraba el registro fotográfico de las transformaciones y una horma de zapato en tierra viva.
Tus obras son cíclicas, después de determinado tiempo las volvés a retomar, ¿por qué?
Por eso la banda de Moebius es un concepto con el que me conecto como metáfora, una superficie con una sola cara y un solo borde, que surge de matemáticos, pero que se relaciona con la idea del infinito y la serpiente que muerde su cola. Esa cinta sin fin que la artista brasilera Lygia Clark transforma en su obra Caminando se desdobla en muchas direcciones. Si en vez de pensar tu vida o tu trabajo como una línea recta, hacia adelante, retomás esta banda sin fin, podés contactar con otras temporalidades. Se va armando lo que, para mí, si lo llevo a las prácticas artísticas, es un cuerpo de obra, que está conectado y al mismo tiempo en una expansión que remite a sus antecedentes y se proyecta. Esto se vincula con mi interés por el tema de la memoria –activa, individual y colectiva–, que hace que no sea una memoria que se regodea en el pasado, sino que todo el tiempo nos está abriendo campo para seguir investigando. No es algo rígido y estático, es muy activa, muy viva.
Una misma historia puede ser contada desde distintos puntos de vista.
Por eso me interesa mucho la historia como relato. Todas las historias son recortes que a veces tienen conexiones y otras veces no, depende de quién la cuente. Lo vemos en nuestra cotidianeidad, en nuestras familias, pero también lo vemos en lo social, político y cultural, ni que hablar en el arte. Trabajar con esos recortes es una posibilidad de reeditar otras memorias. Esto tiene que ver con una de las tantas estrategias del arte contemporáneo, que permite múltiples relecturas. Es el caso de la pieza Moebius, que integra la reproducción de mi rostro que hice en 2012 para una intervención en el Islote Curupí, en Paraná, Argentina, y una videoperformance de 2022. Esta reproducción ha aparecido infiltrada en varias obras en estos diez años, pero paradójicamente no preservo ninguna copia. Sólo tengo el molde.
Los vestidos de novia forman parte de muchas de tus obras. ¿Qué te llevó a trabajar con ellos?
Un día me levanté con una imagen-sensación que quería plasmar. Vislumbré temas que aún hoy están presentes en mi trabajo, como la posibilidad de deconstruir a partir de relocalizar y transformar objetos como una acción que habla desde una atemporalidad. Son ideas subyacentes, mediadas por objetos que podría describir como transpersonales, que atraviesan experiencias universales, ritualidades, tradiciones, normas, afectos. Va más allá de si tuviste o no un vestido. Hay una afectación tanto por tener como por no tener. Estos objetos tienen una carga que exceden lo particular, social e histórico. Pienso en el libro A la salud de los muertos, de la filósofa belga Vinciane Despret. Ella establece un paralelismo diciendo que las obras están allí, esperando que les demos su lugar, al igual que los muertos. Si no estamos atentos y disponibles, difícilmente podamos encontrarlas. Ellas, sin nosotros, no pueden ser, pero nosotros, sin ellas, no logramos descubrir hacia dónde queremos ir desde un sentido que nos trascienda. Con esa pieza sucedió eso. Fui al taller, construí un bastidor de más de dos metros, que no sé cómo pude manejarlo sola. No lograba parar, me embargó una sensación de que hubo un canal por donde fluyó. No hablo de cosas mágicas, sino de estar abierta a explorar, a registrar lo que va sucediendo, así es como transcurre mi proceso.
Esa obra es el antecedente de Hilo partido, que realizaste en 2014 en la Capilla Susana Soca y retomaste en 2023 para la quinta Bienal de Montevideo, en el Palacio Legislativo.
Podría decirse que hay un antecedente en este vestido que derivó en múltiples variaciones. Una de ellas fue Hilo partido. La principal diferencia radica en que para esta pieza, en ambas ediciones (2014 y 2023), realicé una convocatoria abierta para contar con vestidos vividos. A través de las redes pedí que me prestaran vestidos de boda y en la segunda edición también vestidos de quinceañera. Las indumentarias llegaban no sólo de quienes los usaron, a veces eran sobrinas, madres, hijas o hijos quienes custodiaban estas prendas.
¿Cuánto duró y cómo afectó tu trabajo el montaje de la obra en la Capilla Susana Soca?
Fue un acontecimiento de sólo dos días, sin embargo, marcó mucho mi trabajo, tanto en el aspecto de la autogestión como desde la intervención en espacios no museales que aportan su propia carga simbólica y visual. Ese trabajo conecta casi diez años después, en 2023, con una invitación a ser parte de la Bienal de Montevideo, en otro espacio no museal y con otra carga simbólica, el Salón de los Pasos Perdidos, del Palacio Legislativo. La obra integró 62 vestidos, con una estructura de más de cinco metros de altura y tres metros y medio de base. Esto le dio presencia en ese espacio muy cargado conceptual y visualmente.
¿Cómo montaste Hilo partido en el Palacio Legislativo?
Primero actualicé el plano de la estructura de la pieza al espacio y lo revisamos con el equipo de montaje de la bienal. El montaje es fundamental en este tipo de piezas, es donde se compone la obra. Se armó la estructura y se desplegaron todos los vestidos que habían sido previamente clasificados por volumen, tamaño y color. El proceso invisible pero esencial fue la convocatoria, los contactos, las historias, la recolección, catalogación y por último devolver los vestidos. Prestar algo que fue importante habla también de lo colectivo y de esa generosidad de ser parte de algo que te trasciende, cuando en el inicio fue algo particular y personal.
El vestido es una obra con un elemento que reaparece en varias otras. ¿Cómo se origina esta obra?
La obra surge a partir de la llegada dentro de una bolsa negra de un vestido que pertenecía a la madre de mi exesposo. La prenda ya había cumplido su ciclo y estuvo mucho tiempo en mi taller, en un maniquí. La gente que visitaba el taller comentaba qué les producía ese atuendo en penumbra, en una esquina: desde la admiración, a sensaciones más subjetivas como nostalgia, temor y, a veces, preguntas. Comencé a tomar nota de estas impresiones.
En varias ocasiones trabajás con otros, donde los procesos de construcción implican diálogos de ida y vuelta.
Plantear una obra que depende de la participación implica un cierto salto al vacío. El núcleo de la propia obra es la potencia de la posibilidad. Las estructuras se vuelven abiertas, esto a la vez genera cierta incertidumbre: la materia que hace la obra no existe sin los otros. Esto también significa poner el cuerpo en el diálogo. La participación, a su vez, permite conexiones y la apropiación de las obras de las que sos parte. Realmente creo que cuando esas redes se activan, la energía transita con una fuerza que atraviesa los cuerpos.
Utilizás elementos de la naturaleza en tus obras como plantas medicinales, semillas y lo aplicás también en tu diario vivir.
Sí, mi conexión con la tierra y con las plantas se hizo más patente a partir del proceso del proyecto Cultivar el vacío que formó parte de mi trabajo final dentro de la Maestría en Arte y Cultura Visual. Este ejercicio dio lugar a Códice herbolario. Son dos páginas que siguen un diseño de libro de botánica, pero la escritura está hecha con plantas medicinales que simulan una ilustración. Se entiende lo que es, pero no lo que dice literalmente, no sabés cómo descifrarlo. En la instalación Dar vuelta la pisada, en el Campo Artfest 2024, en Garzón, trabajé sobre ese cambio de perspectiva. Intervine una tapera con un gran cuerpo con plantas medicinales recolectadas de mi casa y del propio lugar. Escuchar a las plantas y las grabaciones, recostados e inmersos en una tapera en ruinas, fue una invitación a reflexionar cómo habitamos los espacios y lo que nos rodea.
Trabajás con la memoria también en relación con el presente.
Buscaba historias afuera y me di cuenta de que estaban más cerca y que me interesa activar las memorias propias. La pieza Vademécum afectivo se propone reconectar desde lo olfativo con la familiaridad que tenemos con las plantas medicinales. Esta pieza participativa integraba doce plantas que estaban en unos contenedores de cerámica con tapa y sin nombre. Cada persona los abría y sin mirar usaba el olfato para conectar con alguno de ellos y luego escribía un texto. Trato de preservar las huellas de los procesos, por eso también intento tener el mejor registro posible de cada pieza, anotar todos los detalles en mi página web, que es tan viva como mi práctica. Tengo cargadas más obras de las que aparecen visibles, es una forma de ir haciendo lecturas transversales de mi trabajo.
¿Qué significado tiene involucrar el cuerpo en la obra?
Poner el cuerpo es un devenir, el volumen siempre me atrajo, del volumen pasé a la instalación y a las intervenciones en sitios específicos, se fue ampliando y ahora el cuerpo se está integrando. Por ahora trabajo más en videoperformance, fotoperformance. La acción performática es algo que está llegando desde otro lugar, percibo que cada vez estoy más presente. Es como una necesidad de decir también con el cuerpo. La videoperformance que integró la instalación Un lugar otro surgió colateralmente. Estaba buscando el lugar para hacerla y empecé a caminar arrastrando una pala, descalza por un campo que no conocía y Manuel Gianoni, que estaba registrando, me empezó a seguir. Cuando vi esos registros me impactaron mucho, porque veía un cuerpo que no parecía el mío, parecía el de mi abuela materna y en otros momentos el de una niña. Es la primera vez que pongo mi voz superpuesta al sonido ambiente.
Recuadro
Alejandra González Soca (1973) es una artista multidisciplinaria nacida y radicada en Maldonado. Tiene una maestría en Arte y Cultura Visual, además de una licenciatura en Artes Visuales, por la Universidad de la República y es licenciada en Psicología por la Universidad Católica, donde se desempeña como profesora de Artes Visuales y Educación.
Su labor artística entrelaza prácticas participativas, curadurías colectivas y una búsqueda constante de formas de construir conocimiento a través del arte contemporáneo. La obra de Alejandra González se ha expuesto en el Museo Nacional de Artes Visuales, el Espacio de Arte Contemporáneo, el Centro Cultural Banco do Brasil, de ese país; el Centro Cultural Cabildo, de Paraguay; el Museo Casa del Risco, de México; el Museo Qorikancha, de Perú; las bienales Bienalsur, de Montevideo (2023) y de Asunción (2017). En 2019, la Universidad de Coimbra, Portugal, le encargó intervenir artísticamente las ruinas romanas de San Cucufate.
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Sofía O’Neill.
Auxiliar técnico en Comunicación Social y Diseño Gráfico.
Fotógrafa.