Obras de la colección de Juan Sartori
Transcurrencias invisibles por Daniel Tomasini
En la Fundación Unión se pueden apreciar obras de la colección de Juan Sartori, fundador y presidente de Unión Group. Se trata de nueve obras de gran calidad, de artistas de estéticas muy diferentes. Dos de ellas pueden considerarse históricas, están datadas en 1983 (Jorge Páez) y en los lejanos años sesenta (Washington Barcala). El resto corresponde a artistas cuya obra es reciente o relativamente reciente. Haremos una rápida recorrida por esta muestra, ampliamente recomendable.
‘Caballo’, de J. J. Núñez, es de 2007 y consiste en un ensamblaje en madera que, siguiendo la máxima de Mies van der Rohe “menos es más”, constituye una fina y expresiva representación con medios exiguos y limitados. Núñez logra mucho con poco. Su puntería plástica es muy alta y puede captar la esencia de su motivo con espectacular sobriedad de medios.
‘Perro’, de Marcelo Urtiaga, del año 2010, es una potente pintura típicamente expresionista, con reminiscencias del arte bruto, gestual y densamente matérica, muy bien resuelta en forma y color, con excelente ponderación de las tintas y del alto contraste. Una pintura sentida y de gran impacto.
Ernesto Vila, representado con una obra de 2013 con base en su técnica de collage intervenido con pintura y otros materiales, presenta su lenguaje de un lirismo particular, delicado y fuerte a la vez. Es una pintura con la presencia de las características y misteriosas siluetas creadas por este maestro en un espacio absolutamente indefinido, lo que le confiere rasgos casi metafísicos.
Alejandro Turell presenta una acuarela sobre un papel que corresponde a un mapa de Uruguay donde, partiendo de su interés de vincular mediante el arte ciertos presupuestos surgidos de la biología, de la zoología y –como en este caso– de la paleontología, presenta un gliptodonte sobre territorio uruguayo. Se trata de una figura sutilmente descrita en términos de manchas que siguen un ordenamiento natural, no obstante, finamente estilizadas. En tanto el artista concibe el nexo entre la ciencia y el arte, o entre la objetividad y la subjetividad (en términos relativos), su enunciado plástico, dirigido a la comunicación específica de una información, podría inscribirse en el arte del póster o del cartel, incluso a pesar de su críptico mensaje evidenciado por el mapa vuelto al revés, detalle que le concede un costado para reflexionar sobre un tema que específicamente aparece no titulado en la obra.
Álvaro Bustelo presenta una obra de excelente contenido cromático, y el color le permite incursionar en el sentido de la búsqueda de espacios no concretos poblados por criaturas que se asumen como animales, aunque permanecen indeterminadas, en cierta medida, mediante un trazo que los coloca en el límite de la visibilidad o de la descripción.
Ian Lester tiene un tríptico del año 2010, con una buena paleta cromática, basado en una representación de cabezas femeninas. Un toque expresivo en la pincelada lo aleja un tanto de la estética pop y dulcifica el lenguaje de esta corriente, que no se permitía irrupciones emocionales. Lester aplica, en un estilo más impresionista que expresionista, ciertos toques que caracterizan a estos personajes desde una óptica en la que la sensibilidad se cuela en el dibujo y se busca decididamente la expresión de lo representado.
La obra de Javier Abdala, de 2008, es muy interesante. Todos los relojes en su imaginaria estación marcan horas diferentes (obviamente) de la de Montevideo, que concuerda con el título de la obra, ‘Las dos de la tarde’. Se trata de la hora de algunas de las principales ciudades del mundo, y los relojes están andando. Una figura tallada en madera –presumiblemente un autorretrato– aparece en el medio del panel que representa una estación vidriada, de tal manera que los nombres se leen al revés, ya que nuestra mirada es desde el interior. Abdala es un artista que convoca a lecturas múltiples, en algunos casos hasta psicológicas, y sus tallas y ensamblajes poseen la virtud de provocar intensas reflexiones, ya sea respecto de los personajes o de los contextos. Es un artista de gran profundidad conceptual, que aúna la técnica y el conocimiento de sus materiales –madera, principalmente– con un fino sentido del volumen y del color, y que ha encontrado una expresión particular. En su repertorio –quizá desprendiéndose de él– se percibe una clave irónica, satírica o divertida que, en más de una oportunidad, constituye una verdadera toma de posición crítica.
Jorge Páez está representado por un retrato de Carlos Gardel con su típica y resuelta paleta expresionista. Un color sombrío, paradójicamente luminoso desde su misma oscuridad. El talento de Páez ha sido ampliamente reconocido y se lo considera un pintor de gran inteligencia plástica, de color profundo y decidido, verdadero cronista de la expresión humana, de sus alegrías y de sus pesares.
Washington Barcala presenta una obra de los años sesenta, probablemente de la vanguardia de esos años, momento álgido y crucial para el arte nacional, cuando había gran tendencia hacia la abstracción. Justamente esta obra de Barcala es abstracta, monocroma, fuertemente empastada y contiene una gran carga expresiva con el austero juego de negros, grises y blancos. Su título es ‘Chatarra’, aunque el vértigo de la masa oleosa difícilmente pueda transmitir fácilmente este concepto, sobre todo por el logro estético de lo bello –si se puede hablar de esta manera–, aunque es innegable que en ciertos casos esta cualidad (la belleza, si existe) se puede encontrar en cualquier cosa material, y la clave de la conversión de –como en este caso– un montón de desperdicios en obra de arte depende únicamente de la sensibilidad y del talento del artista: de su mirada. Porque cuando un artista mira, ya está creando.