LO FRÁGIL AGUANTA LO FUERTE
Águeda Dicancro comienza a hablar con una voz melodiosa, como si recitara poesía. A poco de conversar con ella, nos damos cuenta de que estamos en presencia de una personalidad tan particular como descollante. Nos recibe en su taller de la calle Minas, flanqueada por altos guardianes de vidrio. Son sus últimas obras. Gigantes, impresionantes, montadas en hierro o gruesos tablones de madera patinados de negro. Estas siluetas simbolizan y confirman el deseo de la artista por alcanzar grandes dimensiones para que sus esculturas puedan convivir con la gente.
Su obra se encuentra en los grandes museos nacionales y en importantes sedes estatales, pero también es disfrutada por los habitantes de edificios de apartamentos y por coleccionistas en todo el mundo. A propósito de los lugares en que están ubicadas sus obras, la artista comenta que “una escultura no es como una pintura, que puede ir en cualquier pared; hay que considerar toda su situación espacial y arquitectónica”. Águeda Dicancro se siente agradecida por los arquitectos que la han apoyado: “Son muchos”, nos dice, y recuerda con especial afecto a César Barañano, fallecido en el año 1994, quien era el responsable del montaje de sus exposiciones. Al trabajar en conjunto con estos profesionales, reconoce haber aprendido mucho de ellos.
Toda esta experiencia en arquitectura la recogerá para su siguiente etapa: las instalaciones. Mientras tanto, comenta lo difícil que fue alcanzar la autonomía en relación a la escultura y cuánto esfuerzo tuvo que realizar para imponer su obra, ganando concursos y trabajando incansablemente en el sentido de que su lenguaje adquiriera el reconocimiento que hoy tiene. Refiere también su preocupación por las instalaciones, de las cuales se ocupa en detalle. Nos cuenta sobre el trabajo en equipo, con el montajista y el iluminador persiguiendo siempre la perfección de sus presentaciones, a menudo trabajando toda una noche antes de una inauguración.
De amplia formación plástica, cuenta entre sus maestros a Eduardo Díaz Yepes. Su acercamiento al lenguaje escultórico a través de la cerámica, el hormigón, el yeso, etcétera, data de su juventud; “quería que mis manos se acostumbraran al material”, explica al respecto. Luego viene el proceso que se destapa “cuando uno menos lo espera”. La artista entiende la creación como una suma de experiencias que, finalmente, conforman una sola obra.
Su formación en la escuela de Diseño Industrial de México, así como el estudio de orfebrería y esmalte sobre metal en aquel país, le ampliaron su horizonte creativo. Tuvo mucho éxito en joyería sobre todo con base en una innovación sobre el milenario cloisonné. Sin embargo, no se dejó seducir por las brillantes perspectivas económicas que le estaban ofreciendo, sobre todo en Nueva York, donde ya había comenzado a cosechar premios. A raíz de su vinculación con la empresa de iluminación Artesanos Unidos se le despierta el interés hacia el vidrio, lo que luego será su pasión.
En Montevideo se sumergió plenamente en una investigación sobre este material, que le insume de quince a veinte horas de trabajo diarias. “Vengo al taller todos los días, como si fuera un trabajo; aquí concibo y diseño mis proyectos”.
El viaje a Estados Unidos, donde conoció a Alan Kaprov y Georges Segal, entre otros, precipitó su pensamiento hacia nuevas formas creativas. Allí surgió un replanteo de su posición como artista: comenzó a elaborar ideas con relación al arte vinculado a la gente. Siente que como artista puede y debe recoger ciertas silenciosas solicitudes surgidas de lo más íntimo del ser humano. Muy pronto comprobó que su obra no sólo emite una energía estetizante, sino que la propia gente le devuelve, emocionada, este impacto.
Águeda recordará siempre aquel visitante de la Bienal de Venecia al que le dijo quedamente: “Señor, no se puede tocar”. La respuesta fue: “No estoy tocando, estoy sintiendo”. Se ha cumplido el alto destino de su arte, el de llegar a todos, al que sabe y al que no sabe. Particularmente, estas últimas son las personas que más le interesan. En ellas verifica que el fenómeno artístico constituye un lenguaje universal, cuya clave está en poder emocionar.
Ella piensa que el artista debe estar sólidamente formado. La técnica es absolutamente imprescindible, dado que a través de ella la idea se hará realidad. La artista puede decir que “no es casualidad” que sus piezas lleguen a tener perfección técnica. Sabe cómo hacerlo porque ha experimentado muy intensamente para ello.
“El tiempo no me da para todo lo que tengo que hacer”. Por eso escribe sus experiencias y sus proyectos como paliativo de no poder enseñar de manera directa. “Admiro mucho a la gente que tiene real creatividad en la docencia”. Recuerda a Yepes, que “siempre daba mucha libertad, y sobre todo, sugería. Cuando hacías una cosa bien, venía a tu lado”. Águeda considera que la formación del artista también debería consistir en informarse sobre lo que otros están haciendo, leer sobre todas las tendencias, ver lo que se hace fuera del país, enterarse de cómo está cambiando el mundo, porque “todos estamos cambiando”.
Hablando sobre las innumerables propuestas que ha tenido para trabajar en otros países nos comenta: “Yo estoy muy feliz acá, quiero a este país; cuando fui a la Bienal de Venecia sólo me importaba Uruguay, no me importaba cómo me llamaba”. “Somos pequeños, pero cuando salimos nos agrandamos”, asegura.
También se refiere con emoción sobre los tiempos pasados, cuando “una mujer artista tenía que trabajar por cinco hombres para estar a la par. Una época de discriminaciones, que felizmente ya no existe. Su voz modula una frase paradójicamente bella: “Lo débil aguanta lo fuerte”. Y agrega “a menudo la gente que parece débil es más fuerte de lo que parece”. Su propia vida confirma esta frase y su enorme tenacidad demuestra lo positivo que ha sido “pensar en grande”. Cada vez más piensa en hacer obras monumentales. Ahora el vidrio no tiene secretos para ella.
La verdadera dimensión de su trabajo se percibe cuando se recorren sus instalaciones. Es aquí donde el observador recibe una serie de impresiones no sólo del material sino del interjuego de estímulos espaciales. La artista trabaja en el sentido de su pensamiento, para lo cual ha metamorfoseado el material, simbólica y metafóricamente. Un extraordinario trabajo de paciente planificación y de excelencia técnica hace posible que la metáfora se viva, desde el espectador, como una cautivante experiencia. La verticalidad, lo oblicuo, lo horizontal, concebidos como ejes de ubicación espacial y de orientación, se proponen en una compleja trama de recorridos y texturas que deben necesariamente ser vivenciados, constatados, comparados.
El vidrio, material de antiquísima historia y de múltiples usos en la vida doméstica, es dotado en las obras de Águeda de una capacidad de lenguaje sobrecogedor. Espesores inconcebibles para la concepción común y doméstica son coloreados en masas rojas bermellón, azul cobalto y negro, y en otros casos dejados transparentes o salpicados de óxido. Pareciera que estas masas que sufrieron la acción extrema del fuego aún conservan su calor. Sus formas sensuales impregnadas de los reflejos distorsionados del entorno parecen surgir desde su más profunda intimidad. Es un espectáculo que cambia a medida que se completa el trayecto.
Luego de mucha experimentación en el proceso técnico, la artista está en condiciones de crear un espacio cuya dimensión psicológica adviene como un acontecimiento. Águeda Dicancro demuestra que imaginar es crear. No obstante, esta capacidad imaginativa es sustentada por el saber.
Cuando abandonó la joyería, decidió crear un arte para que la gente pudiera convivir con él. Descubrió que puede ingresar en planos de comunicación a niveles más universales, ya que en un sentido altamente simbólico todas sus formas tienen un significado. Su preocupación toca lo profundamente humano. Y lo trae a la superficie –como los arquetipos en los sueños– para que se pueda tocar. Sucesivas bienales la encuentran en la actitud de hacer converger un mensaje a través de la belleza de sus trabajos con el problema del hombre.
El vidrio impone una presencia plástica de diseño ‘orgánico’ tan potente como sugestiva. Desde aquí se proyecta la estética de la artista. Cabe señalar el extraordinario talento para configurar un mundo de formas que no pueden ser trabajadas a posteriori. Todo debe estar perfectamente calculado, desde todos los puntos de vista, desde todos los detalles.
Los ensamblajes enormes, cual tarea de arquitecto o ingeniero, deben planificarse al máximo para que el resultado esperado pueda comunicar los estados que ella provoca. Imaginación e intuición, ardua y continuada práctica en la investigación espacial, profundo conocimiento del material, depuración absoluta para llegar a lo esencial con un íntimo diálogo con la materia son los no pocos recursos que esta artista utiliza en una concepción de “obra que se continúa durante toda la vida”.
La recompensa surge desde la sensibilidad personal del espectador, habitante o transeúnte, la cual restablece el circuito creado por la artista, por haber sido tocado y movido, casi sin saber por qué, en su más profunda sustancia. La obra aguardará en puntos suspensivos hasta la próxima idea, que germinará en el lápiz incansable de Águeda Dicancro, con el imperioso destino de subvertir el aire de algún lugar, transformándolo en una exquisita experiencia de enriquecimiento espiritual.
La artista reconoce el desafío del crear en pos de una idea. Ella habla de la necesidad de comunicar este “deseo” a través del trabajo. Hay una determinación muy fuerte de transmitir este deseo en lo que refiere al desafío que el material le plantea. El trabajo con vidrio en gran escala es uno de ellos. Necesita contar con una serie de herramientas (entre ellas grandes hornos) y un manejo de gran conocimiento y escrupulosidad, porque las piezas, profundamente alteradas por el calor, se vuelven muy inestables ante las operaciones que no están absolutamente controladas en la práctica. Sin embargo, aún es necesaria otra realización previa. Se trata de un molde en cerámica que sostendrá la gruesa placa de vidrio que, bajo la acción del calor, ‘calcará’ la pieza. Ésta es la labor precisamente escultórica del proceso.
Trabajo artístico: metáfora de continuo y permeable flujo de pensamientos y formas, desde donde el artista elabora su lenguaje. Comprender el símbolo es comprender su significado. El vocabulario será más o menos profuso. Águeda incluye en él los espacios positivos y negativos, aquéllos contienen formas y éstos los ‘huecos’ que –como silencios– son los responsables de las resonancias de la materia.
“Las espirales –sostiene– para mí son un símbolo de vida y las utilizo como parte de lo que quiero transmitir”. Las bases de madera o de hierro están generalmente patinadas de negro y desde este color también acusan una simbología particular, incluso dramática. Sus obras, a pesar de tener color vivo, no son ‘coloridas’. Transmiten una gran sobriedad no exenta de vitalidad. Tal vez porque el color del vidrio está íntimamente consustanciado con la materia vítrea y no se manifiesta como un recubrimiento superficial. Desde esta profunda ligazón entre el pigmento y la materia se llega a analogías orgánicas, y es natural que las interrogantes se despierten. La inteligencia creadora de la artista abre un abanico de reflexiones que por vía del impacto visual se insertan sin intermediarios en nuestra sensibilidad.
Es notable una crucifixión –que ella tiene en su taller– de más de tres metros de altura, donde la figura de Cristo está resumida a una pequeña cabeza de forma cónica, de vidrio moldeado y parcialmente enrollado. Clavos y un enorme parante vertical encierran visualmente un drama de hermosa, sintética y metafísica universalidad. Este sentido de la síntesis, clave para entender la obra de Águeda Dicancro, hace que lleguemos de inmediato al corazón de su propuesta y permite admirar toda la profundidad y latitud de su mensaje en la acertada sintaxis de sus formas.
“Toda mi obra –dice la artista– es una metáfora sobre la vida y sobre la gente, sobre las angustias de la gente, no desde el punto de vista local, sino universal. He escrito palabras como ‘paz’, ‘justicia’ o ‘tolerancia’ en mi obra en la Bienal de Venecia”. Observamos que la artista necesita a veces de la palabra. Palabras de profunda significación filosófica y humana.
Ampliando su gramática, ha incorporado espejos para incitar un desenlace más provocador. Entre cien personajes de vidrio, aparece un espejo, donde el observador se ve a sí mismo, sorprendido. “Uno se ve como uno más de ellos”, nos dice. La artista quiere que su obra quede abierta. De allí que en Europa esta propuesta fue calificada de ‘Holocausto’ y en América Latina se la llamó ‘Los desaparecidos’.
“Nunca pensé, por ejemplo, voy a volverme una escultora, sino que siempre pensé en prepararme, sobre todo intelectualmente”. Paralelamente a su formación en la técnica, la adquisición de un amplio conocimiento cultural hace que Águeda Dicancro haya ido elaborando gradualmente un pensamiento cuya evolución evidencian sus metas plásticas. Apuesta, naturalmente, a la formación integral por el estudio, el disfrute y el conocimiento de otros lenguajes artísticos, como la danza, la literatura, etcétera.
El Hombre y su sentido de libertad se inscribe entre sus preocupaciones filosóficas. No puede ser de otra manera, habida cuenta de las dolorosas vivencias en América Latina, que en décadas pasadas ella misma ha sufrido. Su obra en vidrio y metal ‘Ataduras’ –un tendedero de ropa atada con palillos– constituye un emblema de este sentido de libertad, de austeridad, de universalidad. Es una pieza de seis metros de largo que fue expuesta en la Bienal de San Pablo. Una obra polisémica, que reúne conceptualismo con plasticidad. Un alegato silencioso que despierta múltiples lecturas, todas centradas en la dignidad humana.
Águeda Dicancro seguirá incansablemente imaginando obras monumentales para hacer pensar y sobre todo para hacer sentir. Como ella misma nos confía: “A veces me quedo toda la noche pensando”. Esos pensamientos transformados en escultura mirarán desde el ágora de esta posmodernidad cuyo signo es el cambio perpetuo. El vidrio en sí mismo –y curiosamente– siempre está en silencioso movimiento.