Por Ángel Kalenberg.
El rostro concentra la presencia de cada persona. Tanto que en las sociedades occidentales, el carozo de la identidad (todavía) se ubica más que nada en el rostro. Y el rostro es también el que hace patente la ligazón social, y la del individuo con su mundo. Según el filósofo francés Emmanuel Lévinas, la propia palabra rostro hace referencia a la presencia. Pero, advierte, no debemos confundir presencia con representación. En la representación del humano por el rostro se ha querido ver una suerte de texto jeroglífico cuya decodificación permitiría alcanzar la verdad que debía anidar detrás de la expresión y alcanzar también lo que la individualiza. Sobre ese texto, desde Leonardo (“los rastros del rostro muestran en parte los rasgos de la naturaleza de los hombres, sus vicios, su complexión”) a las efigies cortesanas de Le Brun, los artistas habrían tratado de decodificarlo aplicando una fisiognomía de las pasiones y otros.
Un ejemplo de esta postura lo brinda el pastor suizo Lavater, quien sostuvo en sus ‘Fragmentos fisiognómicos’ (escritos entre 1775 y 1778, ellos se beneficiaron de la contribución de su amigo Goethe y del grabador Chodowiecki), que “el lenguaje original de la naturaleza, escrito en el rostro del Hombre” podía ser descifrado por la fisiognomía, la que se convertiría en una segura aproximación a los secretos del alma, pues “consiste en deducir las costumbres del carácter de la forma del rostro, de la línea del cuerpo y del aspecto general” (Aulo Gelio, Noches áticas). Claro que en la actualidad, y a partir de las alteraciones faciales y corporales resultantes de la cirugía estética, tales correspondencias dejaron de ser certeras, si es que hay motivos para pensar que alguna vez lo fueron.
Además, el hombre que se interroga por su identidad se aleja más y más de toda certeza porque el rostro que contempla en el espejo es el ejemplo de la fragilidad, dada esa metamorfosis que es la vida que corre pareja con el tiempo.
A pesar de todo, el rostro humano, sostendría Antonin Artaud hacia 1947, “todavía no ha encontrado su cara […], lo que quiere decir que la cara humana, tal como ella es, se sigue buscando aún en unos ojos, una nariz, una boca y dos cavidades oculares, y también, en el pelo, que es o que ya fue”.
El rostro: línea, plano, color
En los dibujos de Sábat primero fue el rostro, y sólo tiempo después aparecerán presencias de cuerpo entero. Pero el rostro concentrado en las cari- caturas, esa variante del retrato que general- mente se centró en el rostro, y que Sábat, generalmente también, exagera, desarrollando lo grotesco hasta los límites de lo fantástico.
La caricatura es la vía que intenta abrir la naturaleza esencial, dice qué (y cómo) debe verse en lo visible de otro, intenta revelar al verdadero hombre detrás de la máscara y mostrar lo ‘esencial’, que para la caricatura suele ser del orden de lo oscuro del ser. Según Ernst Kris, el caricaturista busca y redondea la perfecta deformidad y así delata, cree él, cómo el alma del hombre estaría expresada en su cuerpo, lo que sería cierto solamente si la materia fuera plegable a las intenciones del artista.
Bien se podría sostener que los trabajos caricaturescos de Sábat ponen en marcha lo que Gombrich ha deno- minado la falacia patética, y que ella le induce a buscar, a enfrentarse a todo cuanto lo rodea, escudriñando, desnudando e interrogándose constantemente con la única pregunta vital: ¿eres algo favorable u hostil, una “cosa buena” o “una mala”? Y lo que encuentra lo pone a la vista del espectador.
A diferencia de otros caricaturistas, a Sábat caricaturista no le preocupa estudiar las posibilidades de metamorfosis del cuerpo humano (pese al notable retrato que le dedicó a Kafka, autor de La metamorfosis), ni confundir lo vivo con lo inanimado, ni convertir el cuerpo humano en planta o animal, ni someterlo a los reflejos mecánicos de un espejo deformante, los cuales conforman el repertorio convencional de los rasgos que integran la caricatura. Tampoco le preocupa componer sus figuras a partir de elementos sueltos, a la manera arcimboldesca, y de ese modo evitar la escisión entre naturaleza y ego. Colocado en la vereda de enfrente, Sábat asume que la caricatura toma como centro el ego de los personajes que menta, en tanto los otros lenguajes artísticos le son excéntricos. Y por este camino, pareciera sostener que la caricatura no menoscaba la universalidad.
En tren de buscar paralelos, las figuras de Sábat son cerradas y tienden a indepen- dizarse del blanco del papel, mientras las fi- guras opuestas de George Grosz se afian- zan, valorizan, modu- lan el blanco del papel, al cual este artista le otorga considerable importancia. Son dos maneras de expresar plásticamente la rea- lidad.
Además de seguir dibujando, lenguaje que no abandonará nunca, en la década de los sesenta Sábat comenzó a pintar. Sus pinturas de entonces estuvieron dedicadas a personajes notables y notorios, de las artes visuales, de la literatura, de la música, de la política: su amigo, el caricaturista Al Hirschfeld; el pope de la crítica de arte de Argentina, Jorge Romero Brest, fumando un habano infinito (El Profesor Ego); Borges, Paco Espínola, Lezama Lima, Louis Armstrong, George Gershwin y Carlos Gardel –el Troesma–, Domingo Arena y Marylin Monroe y hasta el Dr. Sigmund Freud, entre otros muchos, a los cuales primero había cultivado en sus caricaturas.
Pinta retratos, y su focalidad puede ponerse lado a lado con la de Carlos Federico Sáez, el retratista por antonomasia del arte uruguayo, y el único, antes de Sábat, en adoptar este punto de vista que concentra todo en el rostro del personaje, cuyo radio de acción es decreciente y tiene menor peso perceptual a medida que se aleja del rostro. Pero mientras la superficie de los retratos de Sáez se resuelve mediante una factura de materia densa y pinceladas largas, cuya textura hace a la expresividad de la obra, los recursos de Sábat suelen rehuir a la materialidad de los pigmentos, a pesar de que en el ‘Retrato de Al Hirschfeld’, por ejemplo, la use, apelando al dripping, el chorreado característico de Jackson Pollock.
Luego, a comienzos de la década de los ochenta, Sábat deja de lado a los personajes notables y notorios que hasta entonces había instalado en sus lienzos, para ocuparse de seres inidentificables, en la serie de pinturas dedicada a los desaparecidos bajo las dictaduras latinoamericanas, ingresando a través de ellos en un proceso de progresiva abstracción. Antes, la materia, el empaste, le servía para individualizar rasgos de sus modelos; ahora, despersonaliza pictóricamente. Antes le interesaba el rostro como expresión de cada ser humano. Ahora le interesa el rostro como terreno del lenguaje plástico. Trata los rostros de sus retratados de un modo que no desdeñaría un Willem de Kooning para encarar el desnudo: lo desintegra, lo deshace, y luego lo recompone plásticamente. Si bien se libera respecto a los significados implícitos en cada uno de los notables retratados otrora, el instinto del caricaturista está presente y ya el mero hecho de poner el foco en los rostros es toda una definición.
Por otro lado, las torsiones, la manera de conformar, la fragmentación, el juego de planos y la fantasmagoría que alienta en sus figuras revelan, alternativamente, su confesa admiración por Francis Bacon.
En estas telas en las que evoca a los desaparecidos, si bien aplica las herramientas de individuación propias de la caricatura, Sábat se encamina por las generalizaciones que conducen al anonimato. Mientras el grabador Antonio Frasconi, para evitar el retrato, elige como tema personajes encapuchados, Sábat busca lo mismo por la descomposición analítica.
Además, cuando consuma la serie de los desaparecidos, Sábat les aplica un procedimiento que luego utilizará para el paisaje, volcando sobre ellos una fuerza atomizante que pareciera desintegrar la forma (una solución cara a Van Gogh).
A fin de cuentas, la caricatura siempre exhibe un criterio organicista y ello habilita, por ejemplo, a que en irónicas mutaciones sucesivas el rey Luis Felipe de Francia, dibujado en 1832 por Charles Philipon, pueda transformarse en una pera. Pero el tema de los desaparecidos no se presta para la ironía, y es la violencia la que le impone una estructura facetada, alejada de la caricatura. Así Sábat encara sus figuras como si fueran objetos escultóricos (y viene a la memoria que las esculturas de Honoré Daumier son caricaturas).
El carácter secuencial de las telas dedicadas a los desaparecidos suplanta lo que Sábat, antes, lograba apresar y transmitir sintéticamente en una figura sola. La secuencia pareciera capturar las gesticulaciones, una por cuadro, como si éstas se desarrollaran morosamente en el tiempo. En la secuencia es posible mantener la identidad de algo que no lo tiene, porque cada una de estas telas actúa por comparación con las inmediatas. De ese modo el conjunto patentiza la paradoja de un excepcional caricaturista que se ha propuesto pintar personajes anónimos y sin carácter, abandonando los medios hirientes, para dar paso a los que concitan lo imaginario.
Parece justificado contraponer las figuras de Sábat con las de Antonio Seguí ateniéndonos a este criterio. Advertiríamos que en tanto las figuras de Sábat reclaman un paisaje conceptual, anticiudadano y amorfo, las figuras que Seguí implanta en sus telas al estar desvinculadas de la fisiognomía, admiten su integración en un paisaje ciudadano (entre la Tour Eiffel de París y el Obelisco de Buenos Aires, por ejemplo, o están inmersos en paisajes de casas, esto es, vinculados siempre a puntos de referencia que guardan relación proporcional con la figura humana).
En este mismo sentido, al analizar las obras de Sábat (dibujos, caricaturas, pinturas), notamos que la abrumadora mayoría tiene como eje el retrato: el rostro y el cuerpo humano. El tercero en discordia es aquí el paisaje, que Sábat recién abordará a mediados de la década de los ochenta, dando curso a la necesidad del creador de alejarse centrífugamente del centro del egocentrismo fisiognómico, del antropomorfismo y de volcarse a la naturaleza. Y lo hace de una manera radical, pues estos paisajes son, temáticamente, abstractos, ya que no refieren a ningún lugar ni uruguayo ni argentino ni de geografía alguna, son paisajes de su invención, que tampoco parecen suscitados por algún recuerdo. Empero, una lectura que tuviera en cuenta lo formal, advertiría que Sábat consuma la representación de la naturaleza con un lenguaje visual que oblitera toda la superficie del lienzo (lenguaje al que Clement Greenberg bautizó all over), mediante el cual lleva al extremo este distanciamiento, evitando ingresar en la total abstracción de las formas.
En estas pinturas, Sábat acude a la materia (casi informal) y, también, al dibujo neto de la silueta, del contorno de las formas que pueblan estos paisajes, y de allí emerge una tensión de opuestos que dota a las obras de gran fuerza expresiva.
Aquí se le abre a Sábat la posibilidad de conciliar el panteísmo de Figari con la visión cósmica de Torres García, valiéndose de su microcosmos. Como si experimentara el cosmos en sí mismo, una suerte de Torres García introvertido.
El sintetismo casi abstraccionista de Sábat, apoyado en la materia, lleva a reconocerle un lejano antecedente en la mancha de Carlos Federico Sáez, así como en la forma de manejar la línea gobernada por la mancha.
Significativamente, la obra titulada Pareja pareciera proponernos el contrapunto de una pareja humana que pone de manifiesto una tensión por individualizarse de ese fondo amorfo de naturaleza que los amenaza. ¿Una suerte de Adán y Eva en el momento de ser expulsados del Paraíso? En definitiva, diluyendo sus figuras en el paisaje, Sábat alcanza una dimensión panteísta, dejando de lado todo aquello de lo humano que no tiene dimensión cósmica.
Sábat y los procedimientos y técnicas artísticas
En este curso desplegado por las obras plásticas de Sábat, y en paralelo con el dualismo de los géneros tensionados entre sí (retrato/paisaje), se encuentra una tensión equivalente en los procedimientos: el lápiz, la pluma, por un lado y el pincel, por otro.
‘Joaquín Torres García’, 1995.
En este mismo sentido, al analizar las obras de Sábat (dibujos, caricaturas, pinturas), notamos que la abrumadora mayoría tiene como eje el retrato: el rostro y el cuerpo humano. El tercero en discordia es aquí el paisaje, que Sábat recién abordará a mediados de la década de los ochenta, dando curso a la necesidad del creador de alejarse centrífugamente del centro del egocentrismo fisiognómico, del antropomorfismo y de volcarse a la naturaleza. Y lo hace de una manera radical, pues estos paisajes son, temáticamente, abstractos, ya que no refieren a ningún lugar ni uruguayo ni argentino ni de geografía alguna, son paisajes de su invención, que tampoco parecen suscitados por algún recuerdo. Empero, una lectura que tuviera en cuenta lo formal, advertiría que Sábat consuma la representación de la naturaleza con un lenguaje visual que oblitera toda la superficie del lienzo (lenguaje al que Clement Greenberg bautizó all over), mediante el cual lleva al extremo este distanciamiento, evitando ingresar en la total abstracción de las formas.
En estas pinturas, Sábat acude a la materia (casi informal) y, también, al dibujo neto de la silueta, del contorno de las formas que pueblan estos paisajes, y de allí emerge una tensión de opuestos que dota a las obras de gran fuerza expresiva.
Aquí se le abre a Sábat la posibilidad de conciliar el panteísmo de Figari con la visión cósmica de Torres García, valiéndose de su microcosmos. Como si experimentara el cosmos en sí mismo, una suerte de Torres García introvertido.
El sintetismo casi abstraccionista de Sábat, apoyado en la materia, lleva a reconocerle un lejano antecedente en la mancha de Carlos Federico Sáez, así como en la forma de manejar la línea gobernada por la mancha.
Significativamente, la obra titulada Pareja pareciera proponernos el contrapunto de una pareja humana que pone de manifiesto una tensión por individualizarse de ese fondo amorfo de naturaleza que los amenaza. ¿Una suerte de Adán y Eva en el momento de ser expulsados del Paraíso? En definitiva, diluyendo sus figuras en el paisaje, Sábat alcanza una dimensión panteísta, dejando de lado todo aquello de lo humano que no tiene dimensión cósmica.
Sábat y los procedimientos y técnicas artísticas
En este curso desplegado por las obras plásticas de Sábat, y en paralelo con el dualismo de los géneros tensionados entre sí (retrato/paisaje), se encuentra una tensión equivalente en los procedimientos: el lápiz, la pluma, por un lado y el pincel, por otro.
En la obra de Sábat coexisten aquellas categorías que inventara Wölfflin: el Renacimiento lineal y el Barroco pictórico. Respecto de lo lineal, el filo del lápiz o de la pluma actúa incisivamente, como podría hacerlo un bisturí, y diseña una línea neta de un modo que se acerca a la que instaura Saúl Steinberg, acaso su mayor exponente contemporáneo, autor de depurados dibujos no fisiognómicos, para quien “dibujar es una manera de razonar sobre el papel”.
En cambio, en lo pictórico Sábat recupera eso que Gombrich llama la fantasmagoría, la que le permite una conexión onírica (que podría pensarse como paralela a la que plantea Freud con el chiste verbal), la utilización de un bestiario universal (alejado del que formaba parte del pandaemonium mundi integral de los medievales, y próximo al de Jorge Luis Borges, más familiar a la sensibilidad rioplatense) y una huida del sistema proporcional clásico, que Sábat elude también en el paisaje, ya que prescinde de cualquier sistema de referencias.
En la serie de pinturas (casi) abstractas, Sábat ciñe sus formas a una trama, consistente en un tejido alveolado, vecino del cloisonismo, trama inscripta en una tradición que viene de Gauguin y Edvard Munch. Éste, por ejemplo, encapsula sus formas, para potenciar su capacidad de expresión de la angustia: en ‘El grito’, la boca –de la cual se desprende el grito– está subrayada, encerrada por un poderoso trazo que la siluetea (y predomina sobre la cabeza que, a su vez, predomina sobre el cuerpo). Esta es la vertiente expresionista de Munch y también se insertan en ella los uruguayos Carlos González y Hermenegildo Sábat.
En la obra de Sábat, donde más cuenta el color es en sus paisajes. No lo emplea en el sentido compositivo tra- dicional, evitando caer en la tonalidad; lo atomiza a tal punto que pareciera hacer una suerte de puntillismo. Tiende al uso del color expresionista y a semejanza de Dubuffet, da el color a través de la materia: en sus pinturas importa más la textura que el color mismo. El color de Sábat es emblemático, heráldico.
¿Pintor, dibujante, caricaturista? En el caso de Sábat es claro que se trata de imposibles opciones.
Ya en Algunos caricaturistas extranjeros, Baudelaire hablaba repetidamente de la fabulosa energía, la es- pontaneidad, libertad y la inagotable abundancia del grotesco en Hogarth, Cruickshank, Goya y Brueghel. En efecto, fue en los siglos XVIII y XIX que comenzó a asociarse lo grotesco (pero no lo fantástico) a la caricatura, en las discusiones de las obras de artistas tales como Rowlandson, Hogarth, Goya, Gavarny, Grandville, Tenniel y Daumier.
La misma necesidad de plantear opciones se dio respecto a Daumier, el que recién fue revalorizado como pintor y como escultor (además de formidable caricaturista) al final de su vida. La posteridad le ha hecho justicia con- siderándolo gran dibujante, gran pintor, gran escultor.
De igual forma, en el caso de Hermenegildo Sábat no caben opciones: participa de los dominios de la pintura, del dibujo, de la caricatura, de la fotografía, de las artes gráficas (y de la música, y de la escritura). Y también del dominio de la opinión, territorio en el que confirma a un ácido y lúcido mirador de su entorno.
Marilyn Monroe de Sábat
Por Juan Carlos Onetti
Como comprenderá en seguida cualquier lector con paciencia, no pretendemos, y Dios con mayúscula nos lo impida, invadir territorios ajenos. El balance arroja el triste resultado de un deficiente con regular en todo tema, en toda empresa que intentemos. La ignorancia, años atrás, estaba parcialmente compensada por la simpatía y la buena fe. Algo entendíamos, algo podíamos transmitir, quedaba; nos permitía discutir.
Al parecer, la sabiduría, el amor y el respeto sobran. Si usted coloca una tela en el piso, se trepa a una escalera y emplea el secreto que nos fue revelado por Perelló, tal vez resulte un buen pintor tachista. Dependerá de su sensibilidad y de la mezcla adecuada de la receta.
Si usted se resuelve a contar una historia cualquiera –mucho mejor si es triangular– y mantiene férrea la voluntad de no dar opiniones e impedir que las den, piensen, tengan, los personajes elegidos, puede escribir una novela –corregimos: libro– inscripta en el neoobjetivismo.
Respecto a la música, la noche de San Juan está demasiado próxima y es de consejo callarse y esperar. Todo esto, que acaso nos resulte útil en el futuro, va como prólogo a lo que vimos en la exposición de Hermenegildo Sábat, poseedor de varias patentes respetables para comprobar ante las autoridades legalmente constituidas que está, fue siempre un poquito más excitado que los nobles pur-sang que corren en el Derby. Pero, simultáneamente, la veintena de retratos desparejos que nos muestra están o estaban exhibiendo con su ya vieja, proverbial grosería, que Sábat tiene talento y que ha sido elegido por el destino para terminar en el Museo Nacional de Bellas Artes. Tendremos un clásico más para colmar la dicha de una o dos parejas que escalan diariamente en el Parque Rodó.
Pero Sábat… ¿Se hará buenito y respetuoso para coronarse con nuestros flacos laureles académicos? ¿Continuará –como deseamos y prevemos– aislado y furioso? Hay muchas preguntas. Una, al pasar, refiere a los prominentes compradores de retratos que cobran por semana lo que el artista gana en un mes de trabajo verdadero, escrupuloso, con responsabilidades que no pueden transferirse, solitario, sin voluntad para hacer demagogia.
Ya confesamos la placentera conciencia de nuestro alfabetismo. No hablaremos pues de cuadros de una exposición. Otros lo harán para contribuir a que las horas transcurran con mayor alegría.
Sólo queremos aconsejarle a Sábat que se muera de hambre, rodeado por el apetito y afecto de sus deudos, antes de vender el retrato de Marilyn Monroe. Que tenga, también él, paciencia y ensaye el mate, el café, el monótono mascar de hojas de coca. Dicen que todo eso ayuda. Pero esa cara inefable, esa cabeza que logra la ubicuidad de un cabaret, un encuentro de amor, un fracaso resuelto con pastillas, una ignorada expectativa en el mármol de la morgue, llegará a valer muchos dólares. Pronóstico. Esa cabeza, ese gesto de mujer usada de mala manera, se escapa del marco, del casual Sábat, invade el salón. Y, como de costumbre, nadie tiene la culpa. La retratada era neurótica o, más simple y triste, infeliz. El autor es un joven pintor compatriota que promete. Y así termina, por ahora, la historia.
Tiene de malo, moraleja, que Marilyn continúe empe- ñosamente muerta y que Sábat moleste a los colegas por el inquerido defecto de ser distinto. Dijimos que el retrato pluvial de Marilyn Monroe invadía –aquella tarde– el salón de exposiciones. Pero las exposiciones tienen término y el autor, si no malvende antes el cuadro, terminará llevándoselo a casa.
Admitiendo que Sábat tenga casa, ¿dónde colocará la expresión lacerante de Marilyn Monroe, dónde podrá hacerla caber y sofrenar su inevitable, fantástico crecimiento? Aconsejamos anular la tela con un paño mortuorio y olvidarla. Esperar que Miller se entere, la pague y se la lleve. Pero desconfiamos de esa raza, la de los intelectuales, esparcida desde siempre y demasiado por el vasto mundo. Carecen, cuando saben pensar y escribir, de toda ternura retrospectiva. Nos merece más esperanza Joe Di Maggio; es el enemigo. Y, finalmente, la copiosa erudición. Bernard Shaw dijo que el premio Nobel era un salvavidas que se arrojaba a los náufragos luego de haber alcanzado la orilla. Cyril Connolly defendió su idea: “¿Cuándo dirá el Estado: aquí tienes estas mil libras, joven, vete adonde se te antoje por seis meses y tráeme a tu vuelta algo hermoso?”.
En todo caso, como algunos nacemos asmáticos, tuertos o cansados, Hermenegildo Sábat nació para pintar. Casi, casi exclusivamente para eso. ¿Y entonces qué? Cuando aparece un pintor como Sábat, y suponiendo que tuviéramos gobierno, ¿por qué no gastar dinero en él? Todas las inversiones son riesgosas, claro. Pero si se piensa con calma, el riesgo mayor lo corre el artista.
Si el supuesto lector no conoce a Sábat, le aconsejamos que intente acercársele. Es casi seguro que el visitante recogerá de la eventual experiencia mucho menos que lo conseguido por nosotros durante años de amistad. Y es seguro que el pintor cosechará una crisis nerviosa o un verdadero ataque hepático. Pero esto no debe amargar ninguna conciencia ni detener ningún impulso, porque Sábat, en definitiva, descubrirá que la bilis expulsa tonalidades adecuadas para el cuadro en marcha o para el que está a punto de imaginar.
Ya se habló en demasía de que el amor y el odio se mezclan, se confunden y se necesitan. Ambos sentimientos, en Sábat –o, si ustedes prefieren, en los retratos de esta exposición– no llegan, y nunca, a fusionarse. Hay casos en que odio y amor han sido trabajados con deleite y larga, sincera paciencia.
Como es de costumbre y cómodo se puede hablar del famoso inconsciente que delata o de la confesión no buscada por el artista. Pero el diablo sabe por diablo. En todos los retratos son visibles, y deliberadas, proporciones de atracción y rechazo.
Acaso Sábat necesite y aguarde un modelo totalmente puro, un Lucifer o un san Francisco. Entretanto, qué podemos hacer, la gente es así, como él la ve y como él la pinta.
“Marilyn Monroe” se publicó en el diario Acción, de Montevideo, el 26 de julio de 1964.
Nota originalmente publicada en la edición Número 3 de Revista Dossier.