Por Daniela Bluth.
De la amplia gama de ruidos que encontramos en las calles montevideanas, podría decirse que en la esquina de Luis Alberto de Herrera y Vaz Ferreira conviven todos. El rugir de los ómnibus y las motos, el golpeteo de los martillos neumáticos, los gritos de algún vecino y el roce de las hojas de los árboles. Allí, en esa misma esquina, está la iglesia de la Sagrada Familia (antigua capilla Jackson). Solemne y silenciosa, esta construcción de estilo neogótico alberga en su interior dos gratas sorpresas. La primera está relacionada, justamente, con los sonidos; y es que cuando no hay actividad, en su nave central sólo se escucha el canto de los pájaros. Y la segunda es que sus paredes reúnen una serie de vitrales imponentes por su belleza y complejidad, seguramente de los más atractivos de Montevideo.
Aunque el entorno no es muy luminoso, las imágenes lucen por sí mismas. Los colores de los vidrios, la expresividad de los rostros y el nivel de detalle en ropas y gestos hace de estas piezas verdaderas obras de arte. La iglesia se construyó entre 1869 y 1870 y sus catorce vitrales fueron traídos de Francia.
Este dato le agrega otra particularidad a esta iglesia, puesto que la mayoría de los vitrales que hay en Uruguay tienen influencia italiana o directamente fueron traídos de allí. La diferencia entre franceses e italianos radica en quién hacía y pintaba los vitrales: mientras que en Francia (al igual que en el norte de Europa) eran los vidrieros, en Italia se los encargaban a los pintores.
En ese sentido, en nuestro país jugó un papel importante Arturo Marchetti, un italiano que llegó a Uruguay en la década de 1930 y fue uno de los impulsores y artífices de los vitrales tanto en edificios públicos como privados. En las casas particulares, Marchetti era capaz que encontrar lugar para un vitral hasta en el baño, pero estampaba su firma sólo en uno: el más importante de la residencia.
Trabajando en Vidrierías Unidas, Marchetti conoció al uruguayo Ruben Freire, y juntos se especializaron en materia de vitrales. Hicieron los grandes vitrales del Palacio Legislativo, el Palacio Santos y la actual Sala Zitarrosa, entre otros. Freire, a su vez, legó el oficio a sus dos hijos, quienes aún lo ejercen.
Otro extranjero, también italiano, que dejó su legado de vitrales en Uruguay es Lino Dinetto (Padua, 1927). Artista plástico de gran trayectoria (ver Dossier No 10), Dinetto llegó a nuestro país en 1950 contratado para cubrir con frescos la totalidad de la catedral de San José, y regresó a Italia recién diez años más tarde. Durante su estadía en Uruguay dictó clases en el Instituto de Bellas Artes, trabajó por encargo para iglesias, investigó en el constructivismo de Joaquín Torres García y ganó dos veces el primer premio del Salón Nacional de Montevideo. Recientemente, Dinetto volvió a Uruguay para realizar los vitrales de la iglesia San José del Manga, en Jacksonville (Zonamérica), donde hace más de cinco décadas ya había realizado las pinturas del altar y el viacrucis. La serie de vitrales de colores vibrantes y trazos picasianos se colocó en 2009 en sustitución de los ventanales de cristales traslúcidos que hasta ese momento lucía la iglesia.
Dinetto trabajó en los vitrales entre seis y ocho meses y Zonamérica pagó por ellos unos doscientos mil dólares. Fueron fabricados por la firma italiana Gibo y se trasladaron a Uruguay divididos en tres partes cada uno. Una vez aquí, un equipo de técnicos los instaló. Además de dos cristales de protección, la obra de Dinetto cuenta con un sistema de iluminación exterior único en el país. “Por fuera, cada vitral tiene una cortina de un plástico especial y un foco que lo ilumina hacia el interior de la iglesia para que todos luzcan en la noche”, explica Carlos Mari, encargado cultural de Zonamérica; la idea, agrega Mari, fue del director, Orlando Dovat.
Dinetto tiene una extensa obra en materia de arte sacro, en la que se destacan tanto sus óleos, como frescos y vitrales. En este último rubro, llaman especialmente la atención los que creó en Italia para la Santa Basílica de San Antonio de Padua, la Abadía de Monte Oliveto Maggiore y la Iglesia del Principado de Mónaco.
Contacto con la historia
Grandes vidrios y pequeños fragmentos de colores. Cintas de plomo. Un horno. Una mesa de trabajo. Plantillas, modelos, maquetas. Ésos son sólo algunos de los elementos que utilizan los restauradores para llevar a cabo su trabajo. Hace pocos meses que Ruben Freire hijo se instaló en un nuevo taller sobre la calle Isla de Flores. Todavía está en obra, aclara, pero eso no impide que sea el lugar donde pasa varias horas al día trabajando en los vitrales. Si bien a veces le encargan obras nuevas, lo que Freire más disfruta son las restauraciones: “Porque uno está en contacto con la historia, es mantener algo, es que siga vigente algo viejo”.
Para Freire, que convive con los vitrales desde que tiene 15 años, el proceso de restauración es simple. El vitral se desmonta, se limpia –sólo con agua porque los productos de limpieza los pueden dañar– y se comienza a trabajar sobre las piezas rotas. Para conseguir los vidrios de colores, Freire corre con ventaja, pues ha conservado muchos trozos de vitrales de los años veinte y treinta. “Si no se consigue algo parecido, entonces se hace nuevo y se hornea hasta llegar al color”, explica. La restauración de vitrales también implica trabajo de pintura, sobre todo en los rostros y sombras de las imágenes religiosas. Una vez que el vidrio está listo, hay que volver a soldar. El color del plomo nuevo, dicen los especialistas, siempre queda distinto y es sólo con el paso del tiempo que los tonos se van emparejando. “Para soldar uso vela, es antiguo, pero yo sigo trabajando como lo hice siempre”, dice Freire consciente de que su comentario llama la atención. Y pasa a explicar: “En la unión de los plomos se suelda con estaño y hay que ponerle algo para que corra el estaño. Yo para eso uso vela común y el estaño corre sobre el cebo”.
Gabriella Siccardi también heredó la pasión de los vitrales, pero en su caso de su abuelo. En su taller de la calle Bulevar España muestra con orgullo su caja de vidrios de colores, las cintas de plomo, las herramientas y los cientos de fotos de todos los trabajos de restauración que tiene en su haber. El del rosetón de la iglesia del Juan XXIII es uno de los que más recuerda. Siccardi y su equipo restauraron toda la iglesia –techo, muros, dorados a la hoja– y sólo el rosetón implicó dos meses de trabajo. “Para conservar los vitrales lo fundamental es que la estructura esté en equilibrio”, resume Siccardi. “En general están colocados en estructuras de hierro, y eso se oxida y se expande, y puede quebrar los vidrios”, explica. También es importante que tengan un vidrio de protección, ya que los vitrales se pueden aglobar con el viento o el calor. Si el vitral es mediano, un vidrio de tres milímetros es suficiente; para los de gran tamaño lo ideal es uno de cuatro milímetros.
Los vitrales que están ubicados en la altura pueden tener un problema extra: los pájaros. Como los cristales suelen reflejar la imagen del cielo, es frecuente que las aves los golpeen, provocando rajaduras o quebraduras. En la Sagrada Familia, sin embargo, no fueron los pájaros los que ocasionaron roturas en los vitrales, sino las pedradas. Walter, quien se encarga del cuidado y mantenimiento de la iglesia por las mañanas, todavía recuerda cómo reconstruyó una de las piezas “pescando con un alam- brecito” los pedacitos de vidrio –que fueron más de veinte– y pegándolos con La Gotita.
Como ésa, las restauraciones siempre traen consigo más de una anécdota. Para Freire los mayores nervios siempre están relacionados con el factor tiempo. Cuando Julio María Sanguinetti asumió como presidente el 1 de marzo de 1985, le había tocado a Freire restaurar el plafón de la Cámara de Representantes donde se haría la ceremonia abierta al público. El trabajo estuvo listo en la mañana, pero cuando todo parecía terminado se dieron cuenta de que el Escudo Nacional había quedado al revés. Cuando el imprevisto estuvo solucionado, la sala ya estaba repleta de gente.
La cenicienta del arte
Mientras que la demanda de restauraciones se ha mantenido en el tiempo, los pedidos de vitrales nuevos no abundan, coinciden los especialistas. La razón parece clara: los costos. Tanto los vidrios como el plomo son caros, por lo que el precio de tener un vitral en casa puede equipararse al de comprar una pintura. Algunos vidrios de origen alemán que se consiguen en Argentina valen entre 180 y 400 dólares el metro cuadrado. Según los restauradores, los mejores vidrios siguen siendo los europeos, cuyas texturas son superiores al resto. En Uruguay, los vidrios antiguos se pueden conseguir en el mercado de demoliciones o directamente del remanente de restauraciones anteriores.
El arquitecto Diego Neri, del estudio Collet-Neri, coincide en que “en otra época había otra oferta y demanda y otro mercado para los vitrales” y de ahí la escasez de vidrios que hay hoy en el medio local. De todos modos, y pese a que los pedidos de vitrales “no abundan”, con su estudio ha hecho algunos diseños nuevos –sobre todo abstractos y deco- rativos– para residencias en Carrasco.
“Lo que más condiciona el precio de un vitral es el tamaño y la complejidad del diseño. Si es pintado, eso es lo más caro”, dice Freire. Un vitral sencillo (rombos o cuadrícula) puede costar unos diez mil pesos, mientras que un diseño complejo ronda los treinta mil. Cuando son vitrales nuevos, lo más frecuente es que el diseño lo haga un estudio de arquitectos o el propio cliente.
“Hoy por hoy el vitral no se considera, está devaluado, no se le da el valor que le corresponde… No se considera un arte, se considera una manualidad, nadie lo hace como arte, pero nadie lo hace así porque da mucho trabajo. Y al considerarse como una artesanía no se le da valor. Por ejemplo, los vitrales firmados por Marchetti, que era de los pocos que firmaba, pueden valer más, pero tampoco hay mercado”, opina Siccardi. Y agrega: “Pero ya se va a revalorizar, hay que darle tiempo a la gente”.
Con la fe como aliada. La historia de los vitrales tal cual los conocemos nació de la mano de las iglesias: cuantas más se construían, más vitrales eran necesarios para decorar sus ventanas. En la Europa de los siglos IX y X los vitrales ya se utilizaban, pero los colores de los cristales aún eran bastante restringidos. En sus figuras predominaban los cristales rojos y azules, generalmente rodeados de cristal blanco. La producción se disparó hacia el siglo XIII, unida a la llegada del estilo gótico, que permitió aumentar el número y el tamaño de los ventanales. Los cristales de colores comenzaron a utilizarse para narrar eventos bíblicos en secuencias. El azul, el rojo y el blanco siguieron siendo los colores predominantes hasta un siglo más tarde, cuando se introdujo una sal metálica que cocida da como resultado el color dorado. A mediados del siglo XV se comenzaron a utilizar los esmaltes y a partir de XVI los vitrales también incluyeron motivos civiles y profanos para decorar edificios tanto públicos como privados. Durante la Reforma, la creación de imágenes religiosas se prohibió y a lo largo y ancho de Europa muchas iglesias fueron destruidas, desapareciendo con ellas sus vitrales. En el siglo XIX el vitral reapareció con fuerza, sobre todo por dos razones: la llegada del Art Nouveau y que muchos artistas comenzaron a hacer sus propios diseños. Además, los vitrales cruzaron el océano Atlántico y llegaron a Estados Unidos, donde Louis Tiffany creó un nuevo estilo de vitral que perdura hasta hoy. En Europa, artistas modernos como Marc Chagall y Georges Rouault también contribuyeron a que el vitral se adaptara a los nuevos cánones artísticos y siguiera vigente. En Uruguay, la mayoría de los vitrales se encuentran ubicados en iglesias y capillas. Sin embargo, ya a fines del siglo XIX se comenzaron a usar para decorar ventanales y plafones de edificios públicos. De esa época datan los más llamativos y conocidos por los mon- tevideanos: el Palacio Santos (1886), el Museo Pedagógico (1889) y el Palacio Legislativo (1925).
Opacidades y transparencias de su origen ‘‘El origen del vitral es bastante oscuro y antiguo, tan antiguo que puede datar desde la invención del vidrio. Se mencionan las ventanas egipcias, que datan del año 2000 antes de Cristo, como primer indicio de ventana traslúcida, que podría tener relación con el vitral. Estas ventanas estaban hechas de yeso con incrustaciones de vidrio. Es muy posible que el vitral se haya extendido primeramente a Italia, donde Venecia pudo haber sido el centro en el siglo X. A propósito de esto, existe en el museo Victoria y Alberto de Londres un panel italiano atribuido al siglo XIII, en el que se advierte un perfecto estilo italiano o románico, que sugiere una larga tradición nativa. De todas maneras, se cree que el arte del vitral debe de provenir del siglo IX, pues es dudoso que antes de esa época el vidrio se fabricara en variedad de colores. El documento escrito más antiguo sobre la existencia del vitral, realizado de acuerdo con la técnica total –es decir, vidrios de color pintados y unidos con plomo–, proviene de un manuscrito del siglo X en el que hace referencia al uso del vitral en la decoración, con motivo de la reconstrucción de la Catedral de Reims entre los años 969 y 988. Otra referencia al vitral, y más concretamente al uso del plomo de unión, la hace Mâle, refiriéndose a Los milagros de San Benito, en donde se relata que en los últimos años del siglo X, la iglesia de Fleury-sur-Loire se incendió, temiéndose que los plomos de las vidrieras se fundieran. Sobre cuáles son los primeros o más antiguos vitrales que se han realizado, y que aún se conservan, no se puede asegurar nada, aunque cuentan con alguna ventaja los de la Catedral de Augsburg (Alemania), que representan cinco figuras de profetas de pie sobre fondos blancos, que pueden datar de mediados del siglo XI a principios del siglo XII. Existen también otros trabajos del siglo XI en Le Mans (Francia), donde se describe la Ascensión. Estos vitrales tienen una reminiscencia del majestuoso arte religioso bizantino. De cualquier forma, el arte del vidrio pintado se desarrolla bastante más tarde y en los países del Norte, principalmente en Francia’’. Fragmento tomado del libro El vitral, de Febo Martí (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1968).