Por Daniela Bluth.
Pinturas españolas, muebles franceses, mármoles y porcelanas de la mejor calidad y una veintena de niños corriendo por salas y salones, patinando, jugando a las escondidas. Así era el Palacio Taranco, edificio que hace cien años construyeron los hermanos Ortiz de Taranco, sin imaginar que un siglo después sería un punto emblemático de Montevideo, un lugar que tiene como protagonista a una familia cuya historia se remonta a la Edad Media. Actual sede del Museo de Artes Decorativas, traspasar sus puertas es revivir el esplendor de la época que lo vio brillar.
Fotos Rodrigo López.
“Siempre me llamó la atención que dijeran ‘el palacio’, porque si uno mira el Palacio Legislativo o el Palacio Salvo, son edificios que tienen otras características, esto más que un palacio era una mansión”, opinó Elena Zumarán Ortiz de Taranco con respecto al gran edificio de la Ciudad Vieja donde nació y pasó los primeros once años de su vida. Es que el Palacio Taranco no fue construido con afán de lujo, sino con el objetivo de convertirse en el lugar de residencia de los hermanos Ortiz de Taranco.
Por eso la historia de este palacio hoy convertido en museo no tiene que ver con reyes y princesas sino con la vida de tres jóvenes inmigrantes españoles que llegaron con unas pocas pesetas en los bolsillos y supieron aprovechar los años de auge económico del Uruguay de comienzos del siglo XX.
José Ortiz de Taranco fue el primero de los hermanos en llegar a Uruguay, luego vino Félix y años más tarde Hermenegildo (ver recuadro). Progresivamente, los tres hermanos se emplearon en la firma importadora de artículos de almacén Seijo & Díaz. Vivían en el local y trabajaban todos los días, salvo una tarde de domingo al mes. Rápidamente hicieron carrera dentro de la empresa y alrededor de 1885, junto con el sobrino de uno de los accionistas de la firma original crearon Taranco & Cía. “Hicieron una fortuna”, recordó José Ortiz de Taranco, nieto de Félix. “Multiplicaron por 40 todo lo que había sido Seijo & Díaz, tenían más de seis mil clientes que iban desde Curitiba, en Brasil, hasta Punta Arenas, en Chile”.
Para vivir y trabajar, los hermanos Taranco compraron una casa en la esquina de 25 de Mayo y Zabala hecha por el ingeniero Luis Andreoni (autor también de la Estación de Central de AFE y el Hospital Italiano). Vivían en la planta alta, tenían el comercio en la planta baja y el depósito en el sótano. Pero en 1903 el Banco Español les ofreció una fortuna por esa casa y decidieron vender. Para el negocio, edificaron en la calle Cerrito entre Treinta y Tres y Misiones. Y ellos, mientras buscaban casa, se fueron a vivir a lo que es hoy la Facultad de Veterinaria, que era la Chacra del Buceo, también de su propiedad.
El proceso de búsqueda les llevó un tiempo, hasta que finalmente decidieron comprar la manzana comprendida por 1o de Mayo, 25 de Mayo, Solís y la Plaza Zabala, donde estaban las ruinas del Teatro San Felipe y había estado emplazado el primer teatro de Montevideo, la Casa de las Comedias.
“Llamaron a varios arquitectos de Montevideo, pero todos les proyectaron una cosa que no les satisfacía. Por la irregularidad del terreno, les hicieron el proyecto de un edificio central rodeado de jardín, pero quedaba muy estrecho”, explicó José Ortiz de Taranco a Dossier. “Como comerciantes que eran, tenían contacto por correspondencia con todo el mundo. Entonces les escribieron a sus corresponsales en París para que los pusieran en contacto con algún buen arquitecto allí. Así se contactaron con Charles Girault. Él les hizo un proyecto notable porque resuelve la irregularidad del terreno con un pozo de luz irregular del que saca paralelas para todos lados, por lo que en el interior de la casa no te das cuenta de la irregularidad de la manzana”. Para proyectar el Palacio Taranco, Girault –que entre sus obras tiene el Petit Palais de París– contó con la ayuda de un joven arquitecto, Jules Chifflot, que estaba haciendo sus primeras armas en su estudio.
Según documentan decenas de cartas, Girault les mandó un primer proyecto arquitectónico que los hermanos Taranco consideraron que “era demasiado”. Ante la solicitud de que hicieran “algo más modesto”, los arquitectos franceses elaboraron la propuesta que finalmente se edificó. Las obras, que comenzaron en 1907 y terminaron en 1910, estuvieron a cargo de la empresa constructora del inglés John Adams (Hospital Británico, Embajada Británica, London París, entre otros). Incluyendo el terreno, el edificio que costó 300 mil pesos de la época.
La pinacoteca y el mobiliario
La correspondencia jugó un papel fundamental en la obra de arte en sí misma que se convirtió en el palacio y su ornamentación. Así como para la construcción del edificio los arquitectos mandaron por correo una colección de 72 planos manuscritos, también enviaron una serie de 29 acuarelas que fueron “el gran indicador de la orna- mentación”. Aunque los hermanos Taranco no siguieron las sugerencias al pie de la letra, sí las tomaron en cuenta a la hora de comprar el mobiliario, los adornos y las obras de arte, cosa que hicieron en distintas casas de París y de otros lugares de Europa.
El proceso de alhajamiento del palacio se disparó a partir de 1918 –una vez terminada la Primera Guerra Mundial–, cuando los hermanos Taranco, sobre todo Félix y Hermenegildo, comenzaron a viajar a Europa. José había sufrido una hemiplejía que lo dejó con dificultades para caminar, por lo que no participó en los viajes.
Dos de las piezas más emblemáticas que incluye la colección de pintura son las de Ignacio Zuluaga y Joaquín Sorolla, de los pintores españoles más relevantes de comienzo del siglo XX. “En España se armó una discusión sobre cuál de los dos pintores interpretaba con mayor fidelidad la identidad del país. En esa discusión queda en evidencia que Zuluaga pinta la España del Norte, la austera, la enjuta, la dura, la España católica… y Sorolla pinta la España del Sur, la de la luz, las flores, la playa, la alegría. El viejo Taranco le compra un cuadro a cada uno y los pone uno frente al otro”, explicó José, quien también es autor del libro Historia del Palacio Taranco (2004).
Otra de las piezas imperdibles del palacio es la bailaora de Mariano Benlliure, ahora ubicada en la rotonda de la entrada, pero originalmente pensada para decorar el salón de baile. Entre sus papeles, José guarda un texto que el mismo Benlliure escribió, narrando el origen de su escultura, surgida al observar a una bailadora jovencísima, La Pinrelitos, que bailaba en compañía de su madre en un tablado flamenco de Cádiz. “Toda la noche me la pasé tomando apuntes de su baile, intentando aprisionar el giro rápido de su falda, el ritmo ondulante de los flecos del mantón, agoté todo un cuaderno. […] Era el propio instinto de la danza”.
La colección de pinturas está conformada por un amplio abanico de autores españoles: José Ribera, Vicente López Portaña, José López Mezquita, Fernando Álvarez de Sotomayor, Francisco Pradilla Ortiz, José Llaneces, José Benlliure y Eugenio Lucas Velázquez, entre otros. También hay pintura antigua europea con firmas como las de Michiel van Mierevelt y Bartholomeus Van der Helst; esculturas de Henri Bouchard, Paul Landowski y André-César Vermare y tapicería flamenca y Aubusson.
Justamente, para José Ortiz de Taranco otra de las piezas valiosas es un tapiz que no está colgado porque está raído, que es una reproducción en tapicería de las lanzas de Diego Velázquez. Mide cinco por tres metros y fue hecho por la Real Fábrica de Tapices de Madrid, la misma que confeccionó los tapices sobre los dibujos de Goya para El Escorial. “Vino un especialista de la fábrica y dijo que se puede restaurar, pero vale 25 mil euros”, se lamentó.
La vida real
Es difícil imaginar que en esa casa llena de objetos tan valiosos se llevara una vida normal, incluso con niños que jugaban a las escondidas en el sótano o patinaban en el salón. De los tres hermanos, el único que tuvo descendencia fue Félix. Casado con Elisa García de Zúñiga, tuvo nueve hijos y su familia ocupaba la planta alta del palacio (las habitaciones no fueron restauradas y por tanto no están habilitadas para la visita). En tanto, los hermanos solteros, José y Hermenegildo, vivían en un ala lateral con entrada independiente por la calle Solís y acceso al gran sótano donde estaba la bodega, la sala de gimnasia, los baños turcos y las salas de máquinas.
Elena Zumarán es una de las nietas de Félix que vivió más años en el palacio, hasta que cuando tenía once años se mudó junto con sus padres y su abuela a una casa en Bulevar Artigas casi Agraciada. Para ella el palacio era “grande pero acogedor”. Tampoco recuerda restricciones o zonas prohibidas, salvo la sala, a la que casi no entraban los niños porque había “un piano fabuloso”. No era el caso del salón de baile, donde los hermanos pasaban sus ratos de juego más agitado. “En el salón de baile, alrededor de la bailaora de Benlliure, nos deslizábamos con patines y el piso era tan bueno que nunca hubo ni una rayita. Íbamos con una sábana extendida alrededor de la bailaora y nadie se inmutaba porque nada se rompía. Todo era de la mejor calidad”, recuerda aún entre risas.
Eso sí, casi cada integrante de la familia tenía personal de servicio a su disposición. Había mucamas, caseros, cocineras, niñeras y un portero que se llamaba Domingo. Cada día, Domingo era el encargado de abrir y cerrar los postigos de las ventanas del palacio, tarea que le llevaba aproximadamente tres horas, y eso que no las abría todas.
Al ala de servicio los niños la llamaban “la loma del diablo”, porque había que subir una escalera empinada que llevaba hasta las más de seis habitaciones de servicio. Junto a los recuerdos de su casa, Elena guarda también los de sus abuelos. “Mi abuelo nos daba a todos los nietos la moneda del puma y nos poníamos locos. Era la moneda de la época, mejor que la de diez pesos de ahora, si te portabas bien te regalaba la moneda del puma. Nos adoraba”, dijo.
Su abuela Elisa, por su parte, era la encargada de organizar el té de los sábados que reunía a todos los nietos en su casa. Nunca faltaba la merienda y la sesión de cine: Chaplin, el Gordo y el Flaco y algún dibujito. “A la tarde, un té o leche y después relajo”, resumió Felipe Ortiz de Taranco, quien cuando era pequeño también vivió en el palacio durante un año. “Una vez tiramos un pelotazo y se rompió el vidrio que estaba atrás de una especie de jarrones para poner flores altas. Se armó un lío grande, pero la abuela era bastante condescendiente. Se enojaba a veces, pero se le pasaba enseguida”, contó.
Más allá de esa cotidianeidad, el palacio siempre fue un referente para fiestas, eventos protocolares y visitas ilustres. Fue así que en 1925 el gobierno de José Serrato le pidió a don Félix que se lo cediera para hospedar al príncipe de Inglaterra, Eduardo VIII, y su comitiva, a lo cual el propietario accedió. Al finalizar su visita y a modo de agradecimiento, el príncipe dejó arriba de la mesa del hall un retrato suyo autografiado en un marco de plata con el escudo de los Windsor grabado. Cuenta la leyenda que unos años después, cuando el entonces rey Eduardo abdicó al trono para casarse con la americana Wallis Simpson, la esposa de don Félix no toleró que el portarretrato siguiera luciéndose en su casa. “Que un rey inglés se casara con una americana divorciada era un escándalo en el mundo entero. Entonces mi abuela, católica al cien por ciento, no lo podía permitir y agarró el marco, sacó el retrato, le mandó pulir el escudo Windsor y puso el retrato de una tía. Cincuenta años después, mi hermana Susana encuentra el retrato en un cajón y hoy en día se puede ver en el Palacio”, contó José. Claro que el escudo de los Windsor nunca se recuperó.
Una donación excepcional
En 1940, al morir Félix, su esposa decidió mudarse a una casa más pequeña que construyó en Bulevar Artigas casi Agraciada. Tres años más tarde la familia le vendió el palacio al Estado por 260 mil pesos, incluyendo el mobiliario, y donó las obras de arte.
“En 1946 el Estado cometió la inconsciencia de instalar allí el Ministerio de Instrucción Pública [actual Ministerio de Educación y Cultura]. Los funcionarios limpiaban las lapiceras de tinta en las cortinas, ponían las pilas de expedientes encima de los tapices, las alfombras se arruinaron… Pivel Devoto vio ese desastre y lo vació. Mandó cosas al Ministerio de Relaciones Exteriores, a Suárez, al Museo Nacional de Artes Visuales, desparramó todo en una dispersión espantosa pero que salvó cosas”, explicó José.
Finalmente, en 1972 quedó conformado el Museo de Artes Decorativas y tres años más tarde el edificio fue declarado Monumento Histórico Nacional. En 1997 se realizó una profunda restauración del edificio y de sus obras de arte que estuvo a cargo del estudio Lezica-Ferrari.
Hoy, cuando nietos y bisnietos de los hermanos Ortiz de Taranco visitan el palacio experimentan sensaciones encontradas, el orgullo y la resignación se mezclan al ver el estado en que se encuentran algunos objetos o al confirmar la ausencia de piezas emblemáticas en la decoración de la casa. En las idas y vueltas entre los años cuarenta y fines de los setenta muchas obras de arte se perdieron o dañaron y a algunos muebles se les perdió el rastro.
El palacio sigue siendo un paseo válido en sí mismo y amerita una visita. Quienes traspasen su entrada podrán confirmar que, aun en los días grises, este edificio brilla con luz propia.
Del Valle de Mena a Montevideo
La familia Ortiz de Taranco es originaria del Valle de Mena, en el norte de Burgos, una zona que está muy cerca y muy vinculada a Bilbao y Santander. Allí, hace 1.200 años se fundó el Monasterio de Taranco, que aún perdura. El primer Ortiz de Taranco que abandonó el Valle de Mena fue don José Domingo Ortiz de Taranco, quien se fue en las Guerras Napoleónicas que comenzaron en 1808. Pero en una de las batallas don José fue herido y perdió un ojo, por lo que emigró a Galicia. Allí se radicó con su mujer y tuvo cinco hijos. Hermenegildo, el menor, es el bisabuelo del montevideano José Ortiz de Taranco, y en buena medida el responsable de la llegada del apellido Ortiz de Taranco a Uruguay. Cuando alrededor de 1870 España se vio sumida en una fuerte crisis, Hermenegildo decidió instruir a sus tres hijos varones para que salieran en busca de oportunidades. “En medio de esa crisis y en función de la existencia de un sorteo por el cual uno de cada cinco chicos que habían cumplido quince años iba a la leva militar y a alguna guerra, Hermenegildo padre les enseñó historia, geografía, inglés, literatura… Les dio cultura, y cuando cumplieron los catorce años los puso en un barco y los mandó para acá”, recordó José. El primero en llegar fue José Ortiz de Taranco, a los catorce años y de casualidad. Su destino era Buenos Aires, pero el barco en el que cruzó el Atlántico nunca llegó. Con diagnóstico de fiebre amarilla, todos los pasajeros debieron descender en la Isla de Flores para hacer la cuarentena. De allí desembarcó en Montevideo. Con 27 pesetas en el bolsillo y una carta para unos parientes en la vecina orilla que nunca pudo presentar, José tuvo que partir de cero y empezar a buscar una forma para sobrevivir. A través de más de cuatro mil cartas que conserva la familia se pudo saber que primero estuvo unos años en Durazno y que después llegó a Montevideo para emplearse en Seijo & Díaz. A los cuatro años vino su hermano Félix y por último Hermenegildo. El resto de la historia ya es más conocida.