Por Leonardo di Maria.
Una vieja juventud.
El centenario de Mario Benedetti nos invitó a revisitar la obra de uno de los autores más leídos de Uruguay y de un generador o gestor de muchas trazas más que significativas de la cultura nacional de la segunda mitad del siglo pasado, y de su caudaloso legado elegimos para detenernos El país de la cola de paja, obra ensayística editada por primera vez en 1960. Su irrupción fue polémica y le granjeó al autor nacido en Paso de los Toros, figura de la prolífica Generación del 45, críticas y adhesiones no por diversas menos emocionadas o airadas. La ácida mirada de Benedetti al país de la época nos permite, sesenta años después, no solo reflexionar sobre nuestra sociedad, sino, y esto parece más interesante, seguir los rastros del pensamiento de quien ese mismo año publicaría La tregua, uno de los hitos con que ya se construía una de las voces de mayor alcance de la literatura nacional.
Releer este libro sesenta años después produce el encanto, acaso la sorpresa, que experimentamos cuando superponemos una foto vieja de nuestra ciudad a su imagen actual, contingente, dinámica, inasible: apreciamos los cambios y transformaciones al mismo tiempo que reconocemos monolíticas persistencias.
Una primera sorpresa es la gravedad del diagnóstico que hace Benedetti. Para un lector actual, que tenga más o menos la misma edad que Benedetti cuando escribió El país…, es decir, unos cuarenta años, resultaría llamativa la alarma que enciende el autor a comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado. Es de imaginarse que el libro fue escrito a fines de una década que el imaginario colectivo contemporáneo guarda como gloriosa.
El país… no es, como el propio Benedetti recalca en el prólogo a la edición de 1963, un tratado de sociología, ni un libro de análisis político profundo. Es más bien un gesto rupturista en respuesta a la crisis moral que atravesaba Uruguay entonces: “Estamos viviendo la segunda etapa de la crisis. En la primera, el hombre con escrúpulos morales no daba ni recibía coimas, solo el inmoral las aceptaba. En esta segunda etapa que vivimos, el hombre con escrúpulos morales sigue resistiéndose a recibir coima, pero en cambio se siente empujado a darla […] al solo efecto de no verse infinitamente postergado”. La recepción entusiasta que el libro tuvo en tantos lectores podría explicarse por el carácter joven e inconformista de sus reflexiones. Aún se reconoce en sus páginas la frescura de una mirada iconoclasta, que cuestiona tradiciones y mitos (“la soberbia mentira, la victoriosa errata de Maracaná”), una apelación a la valentía ante la que el autor considera una crisis moral generalizada.
La renuncia explícita a aspiraciones academicistas (“Nuestro presente es harto borroso […]. Algo hay que hacer, sin embargo, aun sin erudición, aun sin bien anotados volúmenes de historia en la biblioteca privada. Hay algunas carencias, algunos síntomas de descomposición, que hasta el no especialista puede reconocer”) permite a Benedetti situarse en el marco discursivo que mejor le sienta. La prosa llana, coloquial e intimista, irónica y emocionada se abre camino.
Por momentos la crítica de Benedetti es casi idealista, por no decir romántica: “La sinceridad o insinceridad poco tiene que ver en nuestro país con la posición ideológica de los partidos. […] Quizá nunca nos demos el lujo de tener un gobernante tan conservador como Alessandri en Chile o tan progresista como Fidel Castro en Cuba, pero que a la vez sea tan honrado como cualquiera de ellos”. Su crítica no es una construcción dogmática o sujeta a intereses puntuales; pasa revista con pareja amargura a lo que él considera la falta de grandeza de empresarios y de sindicatos, al divorcio con la realidad de medios de prensa variopintos, incluida la propia Marcha en que Benedetti se desempeñaba, o su completa desazón al repasar los partidos de todo el espectro político. Es una rebelión elemental ante la mediocridad y el conformismo a cuya aceptación culposa alude el título de la obra. Posiblemente sea esa reacción visceral e inconformista la razón de la calurosa recepción por los jóvenes de la época. De allí también, con toda seguridad, emana su pertinencia sesenta años después.
Acaso sea ya de relativamente poca importancia determinar, hoy, la exactitud del juicio de Benedetti sobre hechos en ocasiones demasiado puntuales, casi borrosos vistos desde el presente. Resulta mucho más interesante reconocer los temas y personajes del universo benedettiano, como los funcionarios públicos, los empleados, los cafés y las oficinas urbanas. Las pinceladas con que se describe a estos tipos y tópicos tan frecuentes en la obra de Benedetti están llenas de ironía y precisión. Las agudas observaciones de la vida en oficinas y de los propios oficinistas y empleados públicos son fundamentales para entender obras como los relatos de Montevideanos o La tregua, por ejemplo. Definitivamente es aquí donde radica el aporte más vigente de El país…; en ocasiones, esas caracterizaciones de políticos y de grupos sociales pueden leerse con la curiosidad que despiertan los relatos costumbristas de otras épocas, pero muchas veces reconocemos en ellas actitudes y gestos tristemente contemporáneos.
Está presente, también, en las páginas de El país… la constante preocupación de Benedetti por el ser uruguayo, tanto en función del encuentro consigo mismo desde las artes o el pensamiento, como en virtud de su conexión e integración con el resto de América Latina. Hay algo de vox clamantis in deserto en ese páramo que describe el autor. Quizá sea aquí donde más habría de matizar sus reflexiones. En cuanto a la integración latinoamericana, es evidente que ha tenido una deriva muy distinta de la que Benedetti hubiera podido prever, pero no por ello menos real. Con respecto a la manifestación, y autenticidad, de lo uruguayo en el arte y el pensamiento vernáculos, podría pensarse que ya entonces, y también antes, el propio Benedetti y tantos otros, desde diversos planteos y disciplinas, comenzaban a acumular aquello que ha ido decantando en términos de rasgos y de producción como arte uruguayo, seguramente hoy menos errático y fantasmal de lo que él hallaba entonces. En todo caso, son valiosas esas reflexiones en tanto dan cuenta de los desafíos y urgencias que se planteaba quien condensaría en su discurso literario, con los años, ese sentir y pensar que había llegado para quedarse. Con el doble rechazo a las elites decadentes por un lado y a la grosería y chabacanería por otro, Benedetti se sitúa en un hipotético sentido común desde el cual genera la comunidad y la empatía con sus lectores que lo harían tan popular como para ser él mismo una de esas huellas identitarias de la literatura uruguaya. De modo parejo, al distanciarse de grandes pretensiones intelectuales y literarias al mismo tiempo que de discursos panfletarios, procede a hacer aquello que considera deber del artista o intelectual. Y es así como Benedetti se fue convirtiendo, al relatar el país de su momento como en las páginas de este libro, o al ponerlo en acción en sus ficciones, en la voz de un pensamiento que se abría paso entre los intersticios de un Uruguay más tradicional, monolítico, que ya no podía contener nuevas formas de ser, de pensar y de hacer.
En cuanto a los rasgos y características notorias de la pluma de Benedetti que podemos hallar en esta obra no podía faltar la descripción de la nostalgia del uruguayo. Con ella comienza el último capítulo del libro, en el cual se muestra, además, toda su humanidad en la apelación moral que él sitúa, explícitamente, por encima de enclaves políticos. Decíamos que comienza con una descripción y análisis de la nostalgia en la que la voz benedettiana se mueve a sus anchas, prodigando imágenes que incluyen sutilezas, por ejemplo, como este ¿quiasmo?: “la arena con pisadas, con olas, sin pisadas”. Considerando cuán arraigada está esa visión de la nostalgia como constitutiva de nosotros mismos, tanto en la imagen que de nosotros solemos hacernos, como en aquella que de nosotros se hacen otros, y, sobre todo, porque el mismo Benedetti conjetura que esa condición nostálgica no necesariamente ha estado presente desde siempre en el ser uruguayo, podemos ceder al juego de superposiciones y preguntarnos por su vigencia de cara a las generaciones más jóvenes de Uruguay. Porque un aire acaso no del todo comprensible, pero innegablemente nuevo, parece sugerir la cancelación de un tiempo y la llegada inevitable de otras primaveras que no han de reconocerse en el melancólico reflejo de hace tantos años. Esta hipótesis no menoscaba el mérito de los cumplidos afanes de Benedetti: que su tiempo y que el papel que sus convicciones le imponían jugar en él latieran plenamente en su escritura.
Algunos otros pasajes del libro pueden leerse con clave de anacronismo, pero son más bien menores y no comprometen su apreciación general. Hay sí algunos comentarios bastante obtusos sobre homosexualidad masculina, o sobre algún pretendido tipo dentro de ella, que llaman la atención. Sesenta años después, otras formas de ser y de sentir han encontrado a su turno su lugar bajo el sol, quizás para beneplácito también del propio Benedetti, y si bien dichos comentarios deben ser contextualizados con justeza y con justicia, no pueden resultar menos que altisonantes para la sensibilidad contemporánea. El tiempo pasa y las cosas cambian, incluso en el país de la cola de paja. No apresuraremos aquí juicios ligeros ni erráticas justificaciones, antes mensuramos la densidad del fragmento histórico que evocamos al releer estas páginas, la cantidad de transformaciones y permanencias que ha experimentado nuestra sociedad, el vértigo de todos los años, del tiempo en que Mario Benedetti estuvo escribiéndonos.