Por Carlos Diviesti
Brasilia es muy similar a Texasville, el pueblo de La última película, incluso hasta pareciera que corren las ruedas de pasto por las calles. Brasilia es la locación para un western: como es una ciudad con mucho horizonte, tú pones a un hombre en el cuadro e inmediatamente queda pequeño en un mundo muy grande- dice Iberê, y le creo. Conozco Brasilia por fotos nomás y lo que se ve en ellas es espacio, grandes espacios abiertos, inmensidad y vaguedades. Y de repente edificios bellamente extraños y solitarios, o conectados entre sí pero lejos los unos de los otros, como si el ave que pareciera ser la ciudad desde el cielo los hubiese abandonado al viento y hubiera seguido viaje. Ya les digo, no conozco Brasilia en persona, pero esa aseveración de Iberê me hace pensar también en el silencio, y no sé por qué.
Brasilia, el distrito federal de Brasil y el asiento de las autoridades nacionales, fue inaugurada oficialmente el 21 de abril de 1960, siendo la más joven ciudad capital de un país en todo el mundo. Fue creada a instancias del presidente Juscelino Kubitschek y para ello se contó con el concurso de un planificador (Lúcio Costa), un paisajista (Roberto Burle Marx) y un arquitecto (Oscar Niemeyer); ya desde tiempos coloniales se insistió con la idea de alejar la capital de las costas atlánticas, tal vez para forzar el desarrollo efectivo de un país independiente allende las zozobras ultramarinas. En su diseño además se tomó en cuenta la Carta de Atenas de 1931, manifiesto difundido por Le Corbusier y Josep Lluis Sert López tras el IV Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, en el que, entre otros postulados, se expresa la necesidad de que el urbanismo sea el resultado de una manera de pensar el cómo habitar, trabajar, recrearse y circular en las ciudades.
Pero hace poco vi otra película ambientada en una Brasilia apocalíptica, en un futuro incierto, llamada Branco sai, preto fica (Blanco afuera, negro adentro), una de esas películas que nadie se espera y de repente están ahí para dar vuelta la manga de la historia y mostrar las costuras de su vieja chaqueta. En la película de Adirley Queirós las desigualdades sociales y el racismo son apenas el telón de fondo o la harina de aquel costal, porque el alma del relato es la despersonalización de las clases populares brasilienses luego de tantos años de maniobras represivas, de aplastamiento político. Entonces, después de investigar un ratito, uno se pregunta si Brasilia no es apenas el decorado relumbrante de un set de filmación, si Brasilia no es otro experimento utópico por la igualdad entre sus semejantes pero cuya burbuja tiene una pinchadura en algún costado y adentro quedan al descubierto todas las pustulentas diferencias. ¿Es lo que pasa siempre con la belleza que se marchita, con los actos heroicos de los hombres pasada la euforia del coraje?
-¿Por qué filmaste El último autocine en Brasilia, Iberê?- le pregunto a Iberê en Punta del Este, donde nos conocimos durante las jornadas del 18° Festival Internacional de Cine. Y su respuesta fue bien sencilla.
-Primero porque yo soy de Brasilia, y quería hacer una película donde vivo. Y después porque el último autocine de Brasil está en Brasilia. Y me parece muy natural que el último autocine esté en Brasilia porque cuando se abrió el autocine la economía de Brasil estaba creciendo, sobre todo por el crecimiento de la industria automotriz, lo que trajo aparejado una política de desarrollo, de generación de empleo, y al mismo tiempo creó una ciudad donde se necesita del coche para vivir, para circular efectivamente por ese paisaje y a todas partes. Hay un comentario en la película que me parece que es más mío que del personaje, que dice “hay más coches que personas en esta ciudad”. Entonces me parece que es obvio, que es natural que allá esté el último autocine. Yo creo que el documental funciona cuando quieres conocer otra realidad, como un antropólogo que se va a una aldea y se queda allá por un año para entender esta otra realidad y hacer de lo exótico algo familiar. La ficción me parece que funciona por todo lo contrario. En la ficción tienes que ir a fondo con tu realidad, con tu casa, con tu calle, con tu interior, para encontrar lo que hay de distante, de raro, en tu vida más íntima. Y por eso creí que mi primera película tenía que hacerla allá, en Brasilia.
Iberê tuvo la suerte de ir cuando niño y con su padre a las viejas salas de calle allá en Brasilia. En su formación (además de haber estudiado antropología, periodismo y un posgrado en España de dirección cinematográfica, académicamente hablando), por otra parte, el ser espectador en las grandes salas de calle activan los resortes de la nostalgia.
En Brasilia había cuatro salas fantásticas, el cine “Atlântida”, el cine “Márcia”, el cine “Karim” y otra más, el cine “Bristol”. En esas salas cabían entre mil doscientas y dos mil personas, y yo iba con mi padre los domingos a ver de todo un poco, desde películas brasileñas con “Os Trapalhoes” hasta cintas como La naranja mecánica, cosas así. Entonces, la experiencia de estar en una sala grande, con la pantalla enorme, con proyección en película de 35 milímetros, es una nostalgia que yo siento hasta hoy. Por ejemplo en Cuba todavía existen salas de calle, y eso para mí es muy fuerte. Es más o menos este rollo: son sitios que no tienen más espacio en el mundo actual. Eso es lo que extraño, aunque el cine siga existiendo. El tipo de cine que se hace hoy no invalida el cine que se ha hecho antes. No soy una persona que está en contra de la tecnología o los efectos especiales, solamente estoy en contra cuando no se cuenta una historia, pero si la tecnología aparece para contar una buena historia, fantástico, para adelante. Pero todavía hay mucho que ver o descubrir en el cine que se hizo antes.
El último autocine es la ópera prima de Iberê, una película que rezuma clasicismo en cada cuadro. Pero ojo, que eso es un halago, porque ser clásico hoy denota el amplio conocimiento de un lenguaje enriquecido por la pátina del tiempo, y también demuestra que hay que ser valiente para defender con la primera sangre un mundo conocido a punto de desaparecer para siempre. Iberê hizo una película donde no están permitidas las concesiones estéticas de ninguna clase; él se traza como norte contar una historia, esa historia de un padre viejo y un hijo joven enfrentados vaya uno a saber por qué rencilla familiar, y que se ven obligados a soportarse nuevamente cuando la madre cae enferma y se aproxima el final. Y es la historia del autocine del título, un negocio familiar que las salas de cualquier centro comercial y la digitalización de la vida cotidiana amenazan con asolarlo y transformarlo en barro, tal vez. Iberê me cuenta que la decisión más inteligente que tomó para decidirse por la historia de El último autocine fue su falta de complejidad en términos de abordaje cinematográfico y que a la vez fuera cercana a él, una historia de la que fuera capaz de hablar con total tranquilidad porque para empezar su camino “uno tiene que hablar de las cosas que te motivan, que te emocionan, que te involucran, y la relación de mi padre con el cine y conmigo está muy ligada”. Y yo agrego que tampoco hace falta saber por qué lo está.
El último autocine era mi película preferida antes de siquiera verla. No recuerdo ahora si les conté alguna vez que en mi Lanús natal (una ciudad que actualmente está poblada por algo más de cuatrocientas mil almas a lo mejor no del todo buenas, quién puede asegurarlo o despreocuparse de eso) teníamos salas para la salida del colegio, para los sábados por la noche y para los domingos a la tarde, como en la Brasilia de Iberê. ¿Dónde ir más que al cine, quién puede concebir mejor diversión que encerrarse el día de la primavera en una sala enorme, oscura y vacía para ver el lodo, la lluvia y el frío del Stalker de Tarkovski cuando extrañamente la dieron en el “Palacio del Cine”? Seguramente Iberê, aunque la primera vez que lo veo, en José Ignacio, en otro almuerzo de camaradería con los invitados al Festival, lo veo pasear por la playa con el mar en los bolsillos y las olas en el pelo. Y sí, cómo juzgarlo, si es tan lindo el mar en José Ignacio y el faro siempre te orienta hacia dónde tenés que ir y la playa conjuga todas las acciones de tus sueños cuando cerrás los ojos y te dejás tostar la piel. Tampoco en Lanús existen hoy salas de cine en las calles; apenas si hay cuatro pantallas rasposas en un hipermercado. Y saber cómo muere un cine en la pantalla se ha transformado en una de mis mayores obsesiones, como esa de cabalgar hacia el atardecer echando al aire el sombrero.
-Qué diferencias le encontrás vos al fílmico y al digital a la hora de hacer cine- le pregunto a Iberê a la hora del postre, durante el almuerzo del mediodía siguiente tras la primera proyección de El último autocine en la Casa de la Cultura de Maldonado.
-Hay algunas ventajas y algunas desventajas. Las ventajas para mí, como director, al filmar en digital, están en que voy a ver exactamente lo que quedará después, aunque luego haya un tratamiento de la imagen. Yo hice la mayoría de mis cortos en fílmico, y me molestaba mucho el visor de la cámara… Hablábamos de eso ayer con otra gente, es curioso. Cuando tú haces una escena de disparo en 35 milímetros, si tú ves el fuego en la pistola es porque no está en la película, porque lo que tú ves en el monitor es justamente lo que no va a la película. Hay trucos para todo, sobre todo para esas cosas. Hay una magia muy interesante, pero me molestaba porque la calidad inmediata era muy mala siempre. Y ahora no, ahora yo puedo verlo todo. “Por favor, pase otra vez para mí la toma que hicimos tres tomas antes para que pueda comparar…”. Es muy útil para un director. Sobre todo porque nosotros en El último autocine teníamos una estación de post producción en el set donde trabajábamos el sincronismo de la imagen y sonido, las pruebas de color, y cada día el material iba al montajista y él estaba solamente un día desfasado de nosotros con el primer montaje de la película. Y al terminar la semana yo podía ver todo lo que habíamos hecho durante esos días, casi terminado ya, y el montajista me decía “mira, un plano más abierto acá sería bueno para reforzar la progresión dramática”, o “ qué quisiste decir aquí, quizás se pueda mejorar con un primer plano…”. Me parece muy práctico. Pero a la vez es un problema, porque hay una nueva generación que no ha trabajado con el fílmico y no respeta el ritual del rodaje de una película. Les resulta fácil decir “no hay problema, hazlo otra vez”, pero no es así. Cuando todo el equipo está listo para el rodaje, y nadie respira, y todo el mundo pone su energía en la toma porque no hay mucho film para repetir esa escena muchas veces, entonces hay una mística que te impulsa a hacer mejor las cosas que hoy quizás no exista. Hoy alguien hace un ruido, pide perdón y se hace otra vez, pero quizás el actor no lo puede hacer otra vez del mismo modo, o si pasó el viento y es genial para la toma, sabemos que el viento no pasará otra vez. Es otra manera de trabajar, que no me parece ni mejor ni peor. O sí, no lo sé.
-Y por qué elegiste a un actor debutante en el largometraje como Breno Nina para interpretar a Marlombrando.
-Yo había trabajado con Breno en un clip y me había parecido un chico muy inteligente y dispuesto, y percibí que entre nosotros había una comunicación muy franca y muy clara. Tiene una naturalidad delante de la cámara que parece que todo se trata de él. Y para mí Marlombrando no tenía que ser tan distinto de como él es, entiendes. No era cuestión de llamarte a ti para cambiarte todo: hay que cambiar tu acento, hay que cambiar tu pelo, hay que cambiar tu manera de caminar… A mí me pareció más seguro llamar a Breno y decirle “mira, el Marlombrando que quiero que hagas es muy parecido a ti y quiero que estés preparado para reaccionar como si fueras tú en esta situación”. Qué pasaría si tú no hablases con tu padre, qué pasaría si tú tuvieses a tu madre enferma. Creo que es una manera de alcanzar la veracidad de una interpretación en el cine. Pero con Breno no fue necesario, bastaba con decirle “eres tú, no hace falta hacer mucho, eres tú”.
-Pero no lo dejaste librado al azar, no lo dejaste solo. Porque lo que se nota es una actuación muy bien…
-¿Construida?
-Construida, claro. Muy bien construida y muy bien dirigida sobre todo.
-En el rodaje hubo muy poca improvisación. Él es el protagonista, el que guía la película, seguimos con él y con su drama hasta el final. Entonces yo tuve que dirigirlo para conducir la historia por donde yo quería. Confieso que en el montaje descubrí que podría haberlo dejado más solo, que la dirección está muy presente y muy firme y eso nos ha traído algunos problemas en el montaje, no hacía falta que yo estuviera tan encima, y no sé si eso se percibe en la película terminada.
-Cuando digo que está muy dirigido no estoy diciendo algo malo, sino que hay tanta seguridad y fluidez en lo que vemos que no parece una ópera prima, es una película muy redonda…
-Es una película muy pensada. Todo está puesto por un motivo. Haciendo una confesión, el guión era mucho mejor que la película terminada. No el guión que tú has visto sino el que escribimos. Era mucho mejor porque la madre era un personaje más fuerte y por esa fortaleza, cuando llegaba el final, veíamos el esfuerzo de Marlombrando por hacer lo que tiene que hacer y que no parezca una locura. Sin embargo al ver todo el material descubrí que lo esencial era la relación del padre con el hijo, porque la relación del hijo con la madre no cambia, lo que cambia es la situación de la madre y el amor de los dos sigue siendo el mismo. Entonces, la relación que cambia es la Almeida, el padre, con Marlombrando, y me gusta finalmente cómo quedó. Me gusta mucho ese falso final feliz. Me gusta pensar en qué pasará mañana después de la proyección en el autocine y no haya manera de rebobinar la historia para que vuelva a empezar.
En el último autocine de Brasil el pasto crece entre el pavimento, las líneas demarcatorias están despintadas y el cartel luminoso se enciende displicente. Esa realidad del autocine en la película es quizás la imagen habitual de las ciudades que crecen al ritmo del orden y el progreso, en cualquier sitio del mundo. Sí, El último autocine era mi película preferida antes de verla porque incluso en esas playas de estacionamiento nocturnas y lejanas uno puede encontrar tanto cobijo y amor como en el recuerdo de las salas muertas, y para mí el cine todavía es el refugio al que me permito volver como si fuera el pecho de mi mamá. Y después de verla también fue mi favorita porque esa gente en la pantalla vive lo que vivieron otros en tantas otras películas, que su vida se vuelve así de maravillosa. Y al fin y al cabo el cine es eso, hacer que la gente en la pantalla viva vidas maravillosas que nosotros quisiéramos vivir en sitios tan familiarmente desconocidos. Y qué otra cosa son las ciudades más que la gente que las habita y las celebra. Es nuestro destino encontrarnos en las ciudades para sentarnos a comer y entablar conversación sobre lo que desconocemos de las pasiones ajenas, una y otra vez, o para que nos pasen cosas maravillosas como le ocurrió a Iberê al ganar los premios a la Mejor Película por parte del Jurado de la Competencia Iberoamericana y del Jurado Joven del Festival, y también el premio al Mejor Actor para Breno Nina, el debutante que compartió el protagonismo con una gloria del cine brasileño como Othon Bastos, el imperecedero Corisco de Dios y el Diablo en la tierra del Sol de Glauber Rocha.
Y eso también es lo que tienen las ciudades. En aquel almuerzo alguien le sacó una foto a Iberê en la playa de José Ignacio donde él queda recortado entre la arena y el cielo, algo así como ese hombre hipotético que nombraba al comienzo en la Brasilia de horizonte desmesurado. Son cosas diferentes, claro, pero cuando Iberê cuenta con cierto orgullo que el único premio Coral del Festival de La Habana que tiene a Brasilia como protagonista es el que él ganó con su cortometraje Para pedir perdón en 2009, uno sabe que en Brasilia, como sea que sea la ciudad, con la historia que le hayan querido labrar sus fundadores visionarios y que tal vez hoy se cayó del bronce, alguien como Iberê Carvalho dirá sin heroísmo pero con convicción que él es de allí, y tratará de mostrarlo al mundo del presente y al de todos los tiempos por venir.