ACTO SIN PALABRAS
Por Carlos Diviesti
Si uno no supiera que Verónica Llinás es (una gran) actriz podríamos arriesgar que LA MUJER DE LOS PERROS es el correlato femenino de esa (gran) película (¿documental? ¿experimental?) de Ben Rivers llamada “Two years at sea”, esa en la que un hombre luego de trabajar dos años en el mar decide irse a vivir, solo, a un bosque alejado de la mano de Dios, porque quiere. Llinás, a quien conocemos por sus trabajos en la(s) pantalla(s), compone (estupenda, profundamente) un personaje complejo por lo inasible (nunca escuchamos hablar a la mujer, y por lo que se ve no ha hecho votos de silencio), hecho que transforma automáticamente a esta película en una ficción, porque así entendemos el cine desde que lo apreciamos, como un reflejo de lo imaginario. Pero es una ficción extraña, que se construye a partir de confrontar la exposición con la observación, donde no conocemos a esta mujer desde su historia sino desde un presente que se despliega frente a nosotros, un presente que es el mismo (o lo más parecido) a ese presente que sucede mientras rueda la cámara, ese presente que dura lo que dura el tiempo de sus imágenes. Claro, LA MUJER DE LOS PERROS es una imagen del tiempo (de las horas, de las estaciones, del día o la noche, de la lluvia o el frío o el calor), en la que nosotros somos partícipes de su devenir en tanto espectadores, y que nos descubrimos afuera cuando otros (pocos) personajes alteren esa intimidad que construimos con ella allí en la pantalla. Y LA MUJER DE LOS PERROS también recuerda al “Walden” de Thoreau (sobre todo,y entre otras cosas, en la construcción de la casa), porque esa mujer también busca (sin esforzarse por encontrarlo) elevarse espiritualmente; o eso parece cuando entra en cierto trance contemplativo o se deja llevar por el camino o por el descanso bajo un árbol o por la muerte cercana (de algo, o de alguien, depende cuánto uno necesite la compañía de un perro). Y sin la pantomima (o con ella, de otro modo, con otra clase de humor) LA MUJER DE LOS PERROS recuerda además a Beckett por lo extremo de su absurdidad (¿no es absurdo que esta mujer haya decidido convertirse en una ermitaña?, ¿no es absurdo que nos preguntemos por qué?), pese a que no tiene ese nihilismo propio del autor irlandés. LA MUJER DE LOS PERROS es una obra luminosa como el horizonte al principio de la pampa en cierto momento del día, un relato sin palabras y en tercera persona con un dejo de poesía gauchesca entre las ramas, porque esta podría ser la historia de cualquier china escapada de un malón y que no teme enfrentarlo si se le aparece otra vez. Porque aunque la referenciemos a otras obras algo la hace original: la pampa (ese campo abierto y ese cielo llano, inconfundiblemente argentino, escenario para la soledad del macho y lienzo de su mitología), al menos que uno recuerde, tiene por primera vez ojos femeninos y absoluta libertad para mirarla como quiera, para encontrarle restos de ciudad y desbrozarlos cuando caiga la tarde, cuando la debilidad de la hembra sea nada más que un rasgo de la fortaleza de la humanidad.