CARNE
por Carlos Diviesti
En la Argentina hubo una década que se dio en llamar infame porque regaló el patrimonio nacional a cambio de que el Reino Unido fuera el principal comprador de carnes del país. Entre otras cosas, ante la amenaza británica de sólo comprar carnes a sus colonias y ex colonias para favorecer el mercado de la Commonwealth, en 1933, a instancias del presidente Agustín P. Justo, se firmó un pacto entre el vicepresidente Julio Argentino Roca (hijo) y el encargado de negocios británico Walter Runciman, que le permitió a la Argentina ver desarrollar su industria a la par de recibir la primera parte de la oleada inmigratoria interna que llevó a la gente de las provincias a radicarse en la Capital. Entonces, por este pacto, la Argentina le vendió carne más barato a Inglaterra y concesionó el sistema de transporte porteño con tal de conservar su status agroganadero. Y la gente comenzó a hacinarse cerca de Buenos Aires lenta, muy lentamente, como en un parrillero monstruoso, y a dejar seca la tierra.
Luego hubo otra década infame aún no del todo tipificada, la de los años ’90, en la que volvió a concesionarse el Estado y en la que se traficaron cuerpos que apuntalaron una ilusión de clase ejecutiva. Esa década infame dio como resultado la crisis más espantosa que vivió la Argentina, donde el tejido social del país se pudrió como un bife al sol, y donde gente como Hermógenes Saldívar debió emigrar de su sitio no para apuntarse un sueño sino para sobrevivir apenas. Hermógenes, un inapto para todo servicio por ser rengo, no le hace asco al trabajo fuerte. Su primera changa en Buenos Aires consistió en recolectar el sebo de las carnicerías, una suerte de eufemismo para decir que se encargaba de juntar la basura con las manos. Después, por su docilidad y su silencio, un patrón, don Latuada, lo pone como aprendiz en una de sus carnicerías, y enseguida, también por su silencio y docilidad, lo lleva como encargado, sin preparación previa, a una carnicería de Villa Lugano que le sacó a un paraguayo mugriento al que rajó a patadas. El progreso, según Hermógenes: de ahí a tener una casita en una villa hay un paso, y otro a sentirse dueño de su propia vida. Pero no, don Latuada quiere que Hermógenes lave, cure, maquille, deje bien puesta en el mostrador la carne podrida que le compra a los frigoríficos o a los decomisos de Bromatología por dos mangos podridos también. Y que a la Gladys, la mujer de Hermógenes, le da un asco tremendo, y que a algunas vecinas las lleva a cruzar la calle y comprar en otro lado. Pero hay que seguir el negocio, matar los bichos, tajear la grasa, hundir la hoja del cuchillo bien profundo más de una vez, como quiere el patrón, el dueño, el amo.
EL PATRÓN: RADIOGRAFÍA DE UN CRIMEN se basa en un libro del mismo título escrito a fines de los años ’80 por el criminólogo Elías Neuman, un reconocido criminólogo que bregó por la inclusión efectiva de la victimología en el Código Penal del país. Sobre dicho texto Sebastián Schindel redactó un guión que peca de didactismo en todo lo que refiere al caso judicial que deriva del asesinato que comete Hermógenes contra su patrón, pero que se transforma en un retrato despiadado, violento y de belleza salvaje cuando plantea, en tono casi documental, con imágenes de tonos cárdenos en cuadros elididos, el trabajo de Hermógenes con la carne pútrida transmitiéndole inmediatamente al espectador la sensación física de la corrupción. Es ahí cuando EL PATRÓN: RADIOGRAFÍA DE UN CRIMEN crece y se afianza en el recuerdo no como metáfora sino como alegato sin palabras. Ahí y en el trabajo minucioso de Joaquín Furriel, un trabajo que deja el cuerpo mecánico y la mirada ardiendo como la carne que se consume, como la sangre que brota.
EL PATRÓN, RADIOGRAFÍA DE UN CRIMEN (Argentina, 2014). Escrita y dirigida por Sebastián Schindel. Producida por Nicolás Battle, Alejandra Szeplaki. Fotografía: Marcelo Iaccarino. Edicion: Andrés Ciambotti, Sebastián Schindel. Intérpretes: Joaquín Furriel, Guillermo Pfenning, Luis Ziembrowski, Germán de Silva, Mónica Lairana. 98 minutos.