DOSSIER CRÍTICO / TEATRO Bernardo Borkenztain
El vuelo, de Iván Solarich
Memento mori
Serge Dubrovsky acuñó el término “autoficción” para resolver la ambigüedad entre el relato autobiográfico y la ficción, luego de leer El pacto autobiográfico, de Philippe Lejeune. Básicamente alude a la naturaleza del pacto ficcional que el lector (o el espectador en el caso del teatro) asume frente a la obra.
Al aceptar que se está narrando una ficción acerca de hechos y eventos estrictamente reales, la suspensión de la incredulidad (herramienta mediadora del pacto ficcional) toma un aspecto relativizado, ya que la decodificación de la obra requiere un tamiz que permita separar lo verdadero de lo ficticio. O sea, estamos haciendo una gran concesión, ya que la más estricta y ajustada de las autobiografías es una ficción, porque no es el evento propiamente dicho sino su relato. Ejemplificando brutalmente: el relato verdadero por antonomasia, cuyo espectador jamás duda de su veracidad, es un informativo. Y sin embargo es ficción, ya que es un relato. La bala del informe acerca de un tiroteo entre la Policía y delincuentes no puede matar, ya que solamente es la filmación de una bala.
Por esto es que al no haber relato que no sea una mentira pactada entre autor y espectador, seguiremos – instrumentalmente– llamando verdaderos a los elementos autobiográficos, para diferenciarlos de los que no lo son.
En este caso nos encontramos con el tercer texto de Iván Solarich luego de Comunismo Cromagnon (2009, dirigida por Ruben Coletto), Pogled (2011, dirigida por Santiago Sanguinetti). Todas ellas son unipersonales, siendo esta la única que no es monológica, ya que el personaje Pasajero 1, interpretado por Solarich, dialoga con el público.
La dirección es de María Dodera, que recurre a Federico Deutsch como personaje y músico en vivo (Pasajero 2). Ya en varias de las obras de Gabriel Peveroni dirigidas por la directora, Deutsch había cumplido este rol, en particular las de la trilogía distópica Groenlandia / Berlín / Shanghái. De alguna manera se cierra otro círculo, ya que la primera de las obras de este autor que dirigiera Dodera fue Sarajevo esquina Montevideo (2003), con la participación protagónica de Solarich (que le valiera el premio Florencio a mejor actuación) y en este lapso, actor y directora no habían vuelto a trabajar juntos. El dispositivo escénico es sencillo, algunas sillas dispuestas en sectores (“somos sólo cuarenta” dice Solarich varias veces), y el manejo de las luces es directo y plano: todo el peso de la obra cae sobre el actor y la música. Otro concepto que resulta útil a la hora de explicar esta obra es el de recursividad, o de niveles de ficción, y el ejemplo clásico es el de las muñecas rusas que vienen una dentro de la otra, del mismo modo que en una obra un nivel de ficción (o de relato) se subsume en el anterior. A cada nivel que se adentra uno en la obra se les llama “metaniveles” y el caso más común es cuando un personaje comienza a contar una historia: en ese caso hay un primer nivel de ficción, que es el que habita el personaje, y uno más interior, que es el que corresponde a la narración. Si la obra está bien estructurada, existen mecanismos inteligibles de cambio de nivel ficcional; se llama “push” a los que nos introducen a capas más profundas y “pop” a los que nos extraen de ellas.
En El vuelo, Iván Solarich (actor) recibe al público como Iván Solarich (personaje de autoficción), lo cual parecería el punto de partida de toda representación: cuando se ingresa al teatro a ver una obra se sabe que se está aceptando por verdaderas cosas que no lo son, pero en este caso las primeras palabras del personaje son: “Me gustaría esta noche proponerles un pacto. Un pacto sincero. Proponerles que esta noche no hagamos lo que hacemos siempre. Liberarlos del papel de público, y que me permitan a mí liberarme entonces del rol de actuar. ¿De acuerdo?, digo por aquello de la reciprocidad”.
O sea, se plantea un segundo pacto, ya que el primero se estableció al entrar al teatro, pero en realidad dicha propuesta es el primer mecanismo push, ya que en ningún momento se abandona la actuación, solamente se establece la base para creer en la autoficción. Para esto es importante entender que aunque compartan encarnadura, el actor y el personaje habitan niveles diferentes de realidad, y el segundo morirá al irrumpir el mecanismo pop por excelencia, que es el saludo y aplauso final. En esta obra hay uno particular, ya que Solarich en determinado momento plantea “tengo hambre” y reparte comida y bebida entre el público, pero aun eso no oficia más que de mecanismo pop al primer nivel de ficción, por más que parezca plantear que nos desplaza al nivel de la realidad.
Para todo este juego, Solarich cuenta con un arma devastadora: su simpatía natural y su calidez le permiten imprimir un registro intimista a la actuación y resulta casi imposible resistir al juego. Si fuéramos a buscar una comparación, quizás la mejor sería la de Daniele Finzi Pasca y su “teatro de la caricia”. Pero no lo haremos.
En cuanto a la historia, comienza durante un viaje a Corea (biográfico) y entre consideraciones típicas de los viajes, relativas a desplazamientos espaciales y temporales, nos cuenta acerca de cómo al llegar a Seúl (iba como director del Festival Internacional de Teatro de Montevideo, este dato no se explicita) lo recibe una ciudad impecable, sin pobres, basura ni miseria que pudiera percibir desde la ventana o el desayuno imperial de su hotel cinco estrellas. Pero que existía, como lo hacían las prostitutas desplazadas o los “chosonchok” (personas de nacionalidad china pero origen coreano, que son depositarias de las peores tareas y remuneraciones de la sociedad). En otras palabras, nos cuenta la estafa de ir a conocer una realidad pero ser recibido por una ficción no solicitada ni aceptada. “Y yo no lo vi” es la dolorosa queja del personaje que vive como culposa la humana imposibilidad de no percibir lo que se nos oculta de manera deliberada.
Otra de las historias que nos cuenta es la de su familia y la fallida adopción de una niña de diez años, y la del Loco Areon y su operación, pero interferidas por metahistorias como la de una escena de la película Río místico o el recuerdo de la obra Hamlet en el mítico Puerto Luna en la que Solarich interpretara a Horacio. Los mecanismos de transición son fáciles, porque cuando una historia termina volvemos al plano ficcional del avión que viaja o vuelve de Seúl, pero hay un momento muy bello en el que se disuelven dos de esos niveles, cuando la pérdida de la hija de Sean Penn en la película se con/funde con la de Solarich en la vida real.
El juego de cajas chinas, el registro amable de la actuación, la necesidad de rearmar mentalmente el mapa de historias que se nos presenta antes de la muerte de la ficción, son todas muy buenas razones para ver esta propuesta de autoficción. En palabras de Gabriel Calderón: “Y eso no es todo: aún hay más. Siempre hay más”.
Título: El vuelo.
Dramaturgia: Iván Solarich.
Dirección: María Dodera.
Asistente de dirección: Mariano Solarich.
Elenco: Iván Solarich, Federico Deutsch.
Escenografía e iluminación: Fernando Scorsela, Matías Vizcaíno. Música en vivo: Federico Deutsch.
Fotografía: Alejandro Persichetti.
Lugar: Sala El Mura. Mercado Agrícola de Montevideo.
Fecha: 19 de octubre de 2014.