Concepción China Zorrilla
Por Ignacio Acosta
En el marco de la celebración por el centenario de China Zorrilla, ofrecemos a nuestros lectores este artículo que publicamos hace quince años, tan vigente como revelador. A los pertinentes apuntes de Ignacio Acosta se suma la voz de Antonio Larreta para iluminar uno de los periodos más importantes de la carrera de China: su pasaje y consagración en la Comedia Nacional, su relación con Margarita Xirgu; sus condiciones para la comedia y el drama, y las sutilezas de su trabajo de actriz en uno u otro género.
Desde 1971, cuando China Zorrilla llegó con una desafiante maleta a Buenos Aires para rodar Un guapo del 900 de Lautaro Murúa, comenzó a despertar el mito de una actriz que en las últimas décadas representa en su nombre la cultura popular del Río de la Plata. La imagen es duplicación y ambigüedad. El espectáculo del siglo XX, puramente cinematográfico, prodigó leyendas de celebrados espectros y olvidó la temperatura del teatro y la letra de los dramaturgos. Los seres que respiran sobre el escenario se apagan en el vacío cuando cae el telón. China Zorrilla cree que el teatro es la más efímera de las artes. Sin resistirse, su vida es la permanencia en una larga función que tiene al menos dos actos en dos ciudades que la definen. Toda memoria pervive como interpretación.
Las puestas en escena de la cultura no se miden con una escala convencional. Hay más de 180 kilómetros que separan a Montevideo de las planas y fantasmales calles de Trinidad. Esta ciudad del interior no puede preciarse de sus compañías de actores ni de sus escenarios: las imágenes teatrales deambulan por los receptores de televisión como réplicas. Bajo esa difusión cautivante suele estimarse a China Zorrilla, declarada ciudadana ilustre del departamento de Flores en 2005, un signo intenso de aceptación. La actriz presenció el homenaje que proclamaba con su nombre una sala de cine, un lauro casi escultórico en el umbral de un paisaje olvidado.
También se la reverencia en una sala de teatro de Montevideo, donde permanece como memoria de la vida actoral más impulsiva y pulmonar de la ciudad. Sus regresos temporales desenlazan una nunca definitiva ovación. Concepción Zorrilla de San Martín nació en Punta Carretas en 1922, hija de una familia de artistas patriarcales. Inició su carrera en 1943 con el grupo Ars Pulcra, de la Asociación de Estudiantes y Profesionales Católicos. Con esa pequeña compañía, aún recordada por los espectadores longevos, llegó transitoriamente a Buenos Aires para representar La anunciación a María de Paul Claudel. Por La zapatera prodigiosa de Federico García Lorca, obra que dirigió en esa época, obtuvo una beca del British Council para estudiar teatro en la Royal Academy of Dramatic Art de Londres, cuando la ahora escuela legendaria era sólo una ambición de Sir Herbert Beerbohm.
Llegó a Inglaterra en 1946. Londres permanecía bajo un humo de posguerra. Durante aquellos días comenzó a escribir un diario personal al que refiere sin revelar una línea. Es el auténtico diario de la intimidad que requieren los periodistas que la han bajado del escenario para hacerla parte del gran teatro de las mitologías fatales. Ha acumulado ocho cuadernos con manuscritos que quizá hablen de otra mujer que no es la que hace declaraciones públicas abduciendo su trabajo como actriz. Además, China Zorrilla promete, sólo como un efecto de su humor, obras escritas y aún no divulgadas. A los historiadores les consta que su inventiva supera la función actoral.
Del archivo de su extensa y peregrina trayectoria en teatro, cine y televisión, tiende a perderse su trabajo como adaptadora, directora, traductora y gestora teatral en Montevideo, también sus temporadas como primera actriz de la incipiente Comedia Nacional, donde fue seriamente alentada por Margarita Xirgu. En 1961, junto a Antonio Larreta y Enrique Guarnero, había fundado la compañía Teatro de la Ciudad de Montevideo que recorrió escenarios de Buenos Aires, París y Madrid.
En 1964, agobiada por los libretos y los ejercicios de su memoria, también por los inesperados transeúntes que invadían su privacidad –según ha confesado– viajó a Nueva York, donde pasó cuatro años retirada de un público aclamante. Trabajó como profesora de francés y como traductora, secretaria y dactilógrafa en una oficina de Broadway. Compartió una oficina con quien sería un estupendo actor en Hollywood, según la leyenda que más importa a los teloneros.
En 1971 se instaló definitivamente en Buenos Aires, convirtiéndose en una figura del cine rioplatense absorbida por el escaso interés artístico que demuestra la sociometría de los medios de comunicación. Su doble definió arquetipos. Ahora no es extraño que se la convoque para referir a los asuntos políticos contemporáneos y ella exhiba su humor con exacta distancia y destreza fetichista con las cercanías sociales. No duda en invocar a los ídolos de culto masivo, uniendo su nombre a Maradona y Brecht, Kirchner y Sábato, Sanguinetti y Borges, Galeano y Chaplin, Evita y Suar, Sofovich y Amis. Esta agenda histriónica es el lado natural y denso del mito cómico.
Se dice que su presencia no sólo es capaz de colmar las salas, un hecho azaroso, sino el escenario. Como estrella de la actuación presentó, en 2005, el autorreferencial La vuelta de… China, un unipersonal con el inevitable personaje de sí misma montado sobre un anecdotario de su vida teatral, o quizá reducido a lo que llama irónicamente “mis grandes éxitos en teatro”, por caso cuando olvidó absolutamente la letra y el título de la obra donde representaba a Victoria Ocampo.
Hay quienes pueden dar testimonio del trabajo prolífico de China Zorrilla antes de sus galas porteñas. Un pasado que es preciso admitir como una tradición dentro del teatro uruguayo y como el lado menos evidente de la curiosa recursividad. Por razones innumerables, la voz de Antonio Larreta es legítima para referirlo. Una intimidad de ensayo y estreno, de proyectos y galardones, de café y papeles de la vida cotidiana. Acudimos, entonces, junto con Eduardo Roland a su casa de la calle Libertad, en Pocitos. El prólogo, apenas nos sentamos a charlar, fue más que auspicioso: “Le dije a China que quería escribir un libro sobre ella y tardó diez minutos en responderme: ‘No, ese libro lo voy a escribir yo’, sabiendo que no lo va a hacer nunca. Debo aceptarlo. A ella no puedo escribirle una biografía no autorizada”.
La complicidad bajo la luz: apuntes de Antonio Larreta
Quisiéramos que se refiera a la época de China Zorrilla en el elenco de la Comedia Nacional.
En 1948, la Comedia sabía que China regresaba de Inglaterra y tenía pronta la propuesta de su incorporación antes de que llegara a Montevideo. Luego ella me citó en el Tupí-Nambá para preguntarme qué pensaba de la compañía. La Comedia recién comenzaba a trabajar y había tenido un año inaugural flojísimo, de terror. De todos modos me parecía muy oportuno su ingreso. Era el tiempo de la gestación de los teatros independientes y ella, por ausencia, no pertenecía a ninguno. Cuando aceptó ser parte de la Comedia Nacional, el trabajo teatral estaba más firme con la participación de algunos directores extranjeros invitados. China debutó con un espectáculo de tres obras donde aparecía en dos: protagonizaba Una familia feliz, que puse en escena a pesar de no tener una relación muy íntima con la Comedia –sólo era íntimo como crítico que solía hablar muy mal–, y cerraba con una obra propia llamada Cuarteto, un paso de comedia, una cosa que duraba un cuarto de hora. Ésa fue la entrada en escena. Inmediatamente empezó a hacer papeles importantes en teatro clásico.
La representación del personaje Melibea en La Celestina de Fernando de Rojas, en 1949, coincide con la presentación de Margarita Xirgu como actriz y directora de la Comedia Nacional. No debe ser casual.
No. Margarita Xirgu había llegado a dirigir esa obra de Rojas, un capítulo histórico de la Comedia a juzgar por quién lo dirigía. Xirgu no era una gran directora pero sí una gran personalidad de teatro: siempre hacía cosas de nivel. China fue al papel de Melibea. Este personaje y el de Julieta al año siguiente, también dirigida por Margarita Xirgu, representaron un momento consagratorio para China. En Shakespeare compartió el protagonismo con Horacio Preve, el galán del teatro montevideano, en la piel de Romeo. La crítica, tan severa, no la consideraba mucho como actriz en ese momento: le encontraban, reprochándole, un tono de clase alta, que en realidad nunca perdió del todo, principalmente trabajando como comediante. Cuando hace cosas dramáticas, tan expresiva, es de deslumbrar. Tomarla como gran actriz dramática no es lo corriente, la gente cree que China sólo es cómica. Su carrera en Buenos Aires terminó volcándola hacia lo cómico, sobre todo en televisión.
Sé que Margarita prohijó a China, haciéndola su actriz preferida dentro de la Comedia Nacional. Mientras fue directora de la institución, China hizo grandes papeles protagónicos incluso en obras que no eran dirigidas por Xirgu. Fuera de eso no creo que haya influido en nada sobre China. Margarita era, por su lado, una actriz muy personal, muy amanerada. A pesar de ser un gran admirador le reconozco ese amaneramiento. Pienso que China tendría que estar muy agradecida con ella, así como las otras actrices muy celosas (risas). Era evidente la predilección teatral de Xirgu por China, que disfrutó mucho de eso. Luego logró un renombre y empezó a hacer comedia, por ejemplo, en 1955, Fin de semana de Noel Coward, como Judith Bliss: fue un éxito brutal, con la suerte –se podría decir– de que el día del estreno un espectador murió de risa.
¿Literalmente?
Sí, ¡se murió! Era el padre de un muchacho que luego fue crítico teatral.
No era para menos después de ese accidente… ¿Qué sucedía con China Zorrilla en el escenario como comediante iniciada, de éxito menor, antes de estas obras de la Comedia Nacional a las que accedía un público numeroso?
Antes de viajar a Londres había hecho una versión casi de aficionado de La zapatera prodigiosa de García Lorca. En ese momento no era la actriz que fue después, cuando adquirió mucho oficio en la representación de comedias donde aún explota su gracia natural, con un gran sentido del tiempo cómico. En eso es inigualable, sin discusión. Como comediante atrae los personajes hacia ella, a su encanto y comodidad.
Tal vez ése sea su efecto de acumulación teatral. ¿Cuáles percibe como las principales virtudes de su tan aceptado perfil de comediante?
China tiene un sentido del humor espontáneo y una memoria fantástica. Su repertorio de humor es infinito, variando el tiempo, la previsibilidad, la inventiva. Ha sabido dominar espectáculos sin libreto, siendo cómplice con su público en la última época. Es evidente que China es un fenómeno además de una buenísima actriz. Mucha gente se confunde y atiende más al aspecto de fenómeno, del personaje que es en sí misma, es decir que ya no se pueden establecer diferencias. Desde luego que está invadida por su personaje. Ella llega aquí, ocupa esa silla, y a los dos minutos comienza a hacer su papel de China Zorrilla porque están ustedes. En cierto sentido hay una despersonalización que sería preocupante si no tuviera la edad que tiene. La prefiero en drama porque empieza de cero y llega a gestos notables.
¿Qué actuaciones destaca en obras dramáticas?
En Los días felices, un monólogo de Harold Pinter. No digo que fuera un personaje trágico, pues guardaba un rasgo humorístico alcanzando los rasgos dolorosos de la dramaturgia que interpretaba. También recuerdo su trabajo en El tobogán, de Jacobo Langsner, en ese largo destello del director Omar Grasso. Una obra en torno a una familia presidida por un personaje casi fuera de este mundo, actuado por Juan Carlos Carrasco. China tenía un papel estupendo y terminaba la obra con ella pidiendo socorro; aseguro que la sala del teatro Odeón se venía abajo.1 Cuando ha entrado en representaciones dramáticas lo ha hecho muy bien, es como si estudiara más; en comedia todos sus gestos le vienen naturalmente y más bien repite sus recursos. Ahora recuerdo que conmigo hizo el personaje principal de La gaviota y estaba espléndida en su agudeza dramática.
¿Qué cree que le aportó China Zorrilla como actriz al teatro uruguayo?
Además del talento como actriz, su gran personalidad: es el aporte esencial. La China que deslumbra es la que hace las cosas más fáciles delante de un público cautivo. La gente se deleita cuando ella aparece sobre el escenario. No hay otra actriz en el mundo occidental, al menos que yo conozca, que tenga esa veta de comunicación con el público. Es un fenómeno que no sólo sucede en Uruguay. Recuerdo que en Barcelona y Tel-Aviv, lugares tan disímiles pero que a la vez percibo como cerrados al extranjero, tuvo el mismo éxito que actuando en una sala de El Galpón. Es decir, la gente queda absolutamente enamorada de China. Ella tiene una gracia, un humor, una inteligencia que, aunque no sea la de Descartes, maneja muy bien. No creo que sea una mujer extraordinariamente inteligente, sino extraordinariamente astuta: sabe manejar su inteligencia y su gracia.
Quizá el mito, creado y divulgado por los diarios, la televisión y las revistas haya eclipsado sus atributos artísticos esenciales como actriz.
Es cierto. No sé si en Buenos Aires, donde ha trabajo muchos años con un repertorio bastante amplio, pasa lo mismo que aquí. Pero se moriría si escucha esa frase. Ella se vende como actriz y creo que es espléndida. Reconozco que se ha no digo abaratado, sino dispersado; no se ha atenido a hacer un repertorio riguroso, de la misma línea. En Buenos Aires es difícil resistirse a la calle Corrientes con sus empresarios y sus peticiones.
¿Qué puede decir sobre los primeros años de la televisión uruguaya y los guiones que compartieron?
Durante dos años, en la década de 1960, hicimos un programa semanal que se llamaba El teatro y el amor. Los libretos los escribía yo para escenas siempre relacionadas con el amor, el matrimonio, el adulterio, no digamos los celos, que siempre aparecen. Se trataba de divulgación de teatro y fue un éxito notable. El programa que salió de Uruguay y obtuvo en Chile sacó un premio importante. Cuando ella se fue al extranjero yo seguí otra temporada, rotando actrices. Pero no era lo mismo, a pesar de la buena selección nadie llegaba a ese desparpajo de China frente a las cámaras. Cuando volvió de Nueva York se fue al teatro: hizo una obra con la Comedia Nacional, casi de despedida, que hasta ahora dice que volvería a representar, pero no puede hacerlo en el papel de Caroline Margerie, una mujer de 30 años. Se trata de El honor no es cosa de mujeres, de Robert de Flers y G. A. de Caillavet. No vuelve a escenificarla porque no le quiere dar su papel a otra actriz. Creo que sueña con rejuvenecer y hacerlo otra vez.
¿Qué le significó su actuación en Nunca estuve en Viena, el film que usted dirigió en 1988?
El placer de la amistad y el talento admirable. Está espléndida junto a ese buen reparto. En el cine, su personalidad única le permite hacer cosas muy descocadas, cómicas, y otras dramáticamente muy serias. Éste fue el caso de aquella película.
¿Cuál es el personaje de China Zorrilla que más admira?
El de Una farsa en el castillo, del húngaro Ferenc Molnar, donde trabajé. Hizo una interpretación cómica refinadísima, una leve caricatura de algo que podía ser el cine mudo. De seguro es una de las obras más recordadas con China Zorrilla en un teatro montevideano.
Ésa es la obra de su sueño…
¡En comedia! Con China hay que separar. Su logro en actuación dramática es El tobogán, de Jacobo Langsner, dirigida por Omar Grasso. Memorable.
* La respuesta de los espectadores y la crítica, no sólo en Montevideo, motivó la grabación de la pieza de Langsner adaptada por Horacio Meyrialle para le televisión. Fue exhibida como un episodio de Alta comedia, en Canal 9 (noviembre de 1971). China Zorrilla conservó el papel que representaba en el teatro.