Me aburren las inauguraciones de las exposiciones. Recuerdo que, cuando empecé en esto del arte, me dijeron que me fuera acostumbrando a ir a cuanto vernissage hubiera y a perseguir a los críticos de arte para que me hicieran una nota. Por un tiempo hice lo primero, pero siempre me negué a hacer lo segundo. Tal vez, viéndolo ahora en perspectiva, los vernissages en los años 70 y principios del 80 eran una manera de reunirse con gente que estaba en la misma que uno en momentos difíciles del país. Vuelta a la democracia, ese motivo se esfumó pero la efervescencia cultural de Montevideo en esos años mantenía intacto el interés por ir a ver todas las exposiciones que pudiera y estar presente en las inauguraciones. Pero ahora la cosa es muy diferente. Al menos lo percibo diferente. Siempre las mismas caras, siempre los mismos comentarios tibios, siempre las mismas miradas de la gente que no te aprecia y que no aprecio. Los lobbystas de siempre que se hacen los bobos al percibir, de reojo, tu presencia tratando de que no te metas en la conversación que mantiene con alguien que él cree importante. Los pesados que te hablan de cualquier cosa y que uno no quiere oír. Los que te saludan con una sonrisita nerviosa pero que es notorio que están pensando: “ahí viene este fachito otra vez”. No pertenecer a ningún círculo o rosquita cultural montevideana garantiza que no te la van a hacer fácil en un vernissage. Claro que siempre hay algún amigo que te rescata de semajante fauna y con el cual uno termina diciendo cosas como: “viste que vieja está Mecha?”, o “mirá la cara de agrio de Nelson Di Maggio, que se prepare el expositor cuando publique la crítica”, o “qué berretada el vino que están sirviendo!”. La fauna varía según el expositor, claro. Si es extranjero y famoso entonces el zoo está completo, todas las fieras juntas y entreveradas. Si es uruguayo y poco famoso entonces solo van los parientes del expositor. Si expone Fernando Botero, se llena de pitucas. Si expone Dani Umpi se llena de adolescentes con chupines coloridos y gorritas con viseras flúo. Los políticos, salvo honrosas excepciones, solo van cuando la “nena” o el “nene” es quien expone. Si el expositor es cool entonces vemos gays fashion mezclados con yuppies de ambos sexos. Cuando es una embajada quien patrocina el evento entonces se llena de señores de traje con señoras ataviadas para cóctel. Y, por supuesto, los perejiles. Si bien en los vernissages montevideanos casi nunca se pide presentar la invitación, los que nunca son invitados pero nunca faltan, los llamados perejiles son una subespecie dentro de la fauna del público del arte. Suelen ser gente muy mayor, ataviada con ropa que parece sacada de abajo del colchón, por lo arrugada, y que su principal motivo es tratar de beber y comer gratis. Si bien hay diferencias entre el público de galerías, al de los centros culturales o al de los museos, en general hay un grupo de entendidos que se repiten en todos los vernissages. Si sos un artista uruguayo, de una cosa estás seguro, que al otro día de la apertura no van ni las moscas a ver tu muestra. Seas o no conocido. Tengas o no prestigio, tu público se agota en el vernissage. Y de otra cosa tambien estás seguro: nadie habla de arte y los comentarios, cuando se animan a decirte algo no pasa de: “te felicito, me encantó” a “muy interesante”, cuando no les gustó. Los otros artistas van solo si sos amigo de ellos. Si apenas sos conocido te comentan días después: “cuándo expusiste que no me enteré?”, entre otras excusas igual de tontas. En fin, uno se cansa de este tipo de cosas y te dan ganas de huir hasta de tu propio vernissage !!!