Próxima estación: otoño.
Por Carlos Diviesti.
Hay pocos detalles, muy pocos realmente, sobre cómo murió Elena, detalles salpicados en voz baja aquí y allá en la sala velatoria y que pueden inferir alguna enfermedad, una de esas que arrasan con la vida en poco tiempo. Cuando muere una persona joven la tristeza es un abismo abierto de un tajo entre las olas de un océano seco, un océano que no entiende de hermosura o de verdades sino de cómo fluir sin final por su lecho de mejillas.
La gente se queda sola cuando se muere alguien. Perdón, cuando se muere alguien la gente se queda sin el muerto, y la persona muerta en este caso se transforma en toda la vida. Un muerto entonces, hasta que termine el duelo de los vivos, será el dueño del tiempo y se transformará en el verdadero horizonte, en el límite hasta donde llegará el velero que nos transporta, en la distancia absoluta entre los días y la Historia. Pero Adela no puede verla a Elena como a un muerto. Esa Elena de hermosa melena encendida y huellas de deidad descalza por la playa, de miedos convincentes y decisiones endebles, no puede estar muerta. Si ella está muerta también podrán morirse Luci y Paquito, por ejemplo, o Adela misma.
Cómo no dejarse llevar por la zozobra entonces, cómo impedir que la vida que vivimos se muera también, si aquella vida que vivimos palpita en la memoria siempre joven. “¿Acaso una flor tiene belleza?/¿Tiene belleza acaso un fruto?/ No: tienen color y forma/ y existencia solo”, dijo un poeta con ojos de pastor, y agrega que es difícil ser uno mismo y no ver sino lo visible cuando las cosas tienen la realidad que pueden, cuando uno solo vive de vivir. Así de honda, contundente y breve es Agarrame fuerte, una epifanía con forma de película que, más que dejarse ganar por la tragedia, se deja llevar por la arena que cae del champión en loop al principio del otoño, y por la certeza de no saber quién tiene, acaso, todo asegurado.