Por Matías Castro.
La novela gráfica Artigas, el patriota sin patria agotó su primera edición en aproximadamente dos meses, hecho inédito para la historieta uruguaya. Su autor, Gonzalo Eyherabide ha creado obra en este género desde siempre, aunque se lo reconoce por sus otros trabajos. Es una figura atravesada por medios y lenguajes como la historieta, la radio, la narrativa y la publicidad, una combinación de la que surgió esa novela gráfica y que lo revela como un verdadero autor.
Muchos años atrás, tal vez cuarenta, un niño fascinado con el mundo de las historietas se dedicaba afanosamente a dibujar y contar historias. Y esto, que parecería el comienzo de un cuento de hadas en un país que atravesaba una dictadura, fue el puntapié inicial de una carrera más prosaica y azarosa que romántica. Ese niño era Gonzalo Eyherabide y en menos de lo que duran las vacaciones de verano logró terminar una historieta de setenta páginas que encuadernó prolijamente.
Hoy no sabe dónde está físicamente aquella historieta, aunque sí la conserva en su memoria. En particular porque mantuvo a lo largo de su vida esa afición por contar historias a través de viñetas, valiéndose de la elipsis entre una y otra, de la combinación única entre texto e imagen y de los infinitos recursos de este medio. Gracias a eso pudo crear la novela gráfica Artigas, el patriota sin patria, que recorre la vida de Joaquín Artigas, esclavo de la familia del prócer que integró la cruzada de los Treinta y Tres Orientales, pero que también reconstruye la historia nacional en tiempos de la gesta independentista. Y lo hace sin romanticismo ni historias oficiales, desde su peculiar tratamiento narrativo y una vocación intensa por entremezclar estampas cotidianas con hechos reales y mucho humor.
Eyherabide es conocido principalmente como publicista y columnista radial cultural o humorístico (guionaba un espacio de clásicos literarios en formato fútbol, una joya de la vieja X FM que debería rescatarse). Pero siempre hizo historietas. Su primer trabajo editado fue en la revista La oreja cortada, en 1986, donde publicó la tira ‘Las aventuras de Maraño’.
Algunos años después, todavía adolescente, publicó en Guambia la historieta ‘Mundo Farol’, junto a Marcos Morón. En ella contaban pequeños gags delirantes, que tenían como única constante y escenografía un farol. “Era absurda, surrealista”, cuenta Gonzalo. “En ese sentido las historietas de Osvaldo Cibils eran lo más parecido a lo que hacía yo, porque el humor en la revista era distinto. Cibils era como yo, heredero de Fontanarrosa, a quien le copié mucho la manera de dibujar los dedos”.
Cuando entró a Guambia, a finales de la década del ochenta o comienzos de los noventa, su presencia representaba una rareza en medio de un grupo de dibujantes, escritores y periodistas que venían trabajando con códigos propios desde hacía una década. “Antonio Dabezies fue quien nos abrió las tranqueras de Guambia, porque era un grupo bastante cerrado”, explica. “Después, con los años, me encontré que pasaron cosas raras con ‘Mundo Farol’, como cuando Dani Umpi me contó que la recortaba siempre y se había hecho un libro casero para recopilarla”.
Eyherabide continuó en Guambia hasta su etapa final, cuando la revista era publicada como un subproducto de Últimas Noticias. En esos últimos años publicaba ahí los cuentos de Edmundo Sagardúa, que luego fueron recopilados en forma de libro por los sellos Artefato y Amuleto. Pero la historieta seguía presente, porque en los duros 2000 publicó en el semanario Brecha la tira ‘Experimento Ponsonby’, en la que comentaba la idiosincrasia uruguaya con ironía, sarcasmo y cierto toque absurdo (y que también se recopiló en un libro).
Su dibujo nunca fue académico ni clásico, sino que entraría en lo que algunos denominan estilo feísta. Los argentinos Max Cachimba y Sergio Langer son dos de sus exponentes. Es, en cierto modo, un estilo de dibujo que desafía muchos cánones estéticos comerciales, que apuesta a la velocidad del trazo, la simpleza en los procesos de trabajo, la expresividad, el golpe de efecto y lo que se relata.
Entre el fin de ‘Experimento Ponsonby’ y la pandemia continuó dibujando historietas, aunque con menos visibilidad. Pero logró mantener un ritmo que lo mantuvo activo y constante en los procesos creativos. Hasta que llegó el momento en que se encontró con la historia de vida de Joaquín Artigas, un habitante de Mozambique que fue secuestrado y esclavizado, y que terminó en la Banda Oriental para formar parte de sucesos definitorios para el país. Hasta ahora, la historia oficial no había puesto verdaderamente la lupa en él. Y lo que hizo Eyherabide con Artigas, el patriota sin patria, resultado de dos años y medio de trabajo, dio sus frutos.
Más allá de tu imagen pública en radio o publicidad, cuando hacías ‘Experimento Ponsonby’, hace veinte años, dijiste que tu sueño hubiera sido ser historietista profesional.
Siempre quise serlo, pero lo que pasa es que en Uruguay es casi imposible. Las excepciones son pocas, como las de Barreto que trabajaba para DC o históricamente capaz que Peloduro. Y tampoco sé si Peloduro vivía de eso. En literatura, incluso, hay solo dos personas que vivieron de los libros, Galeano y Benedetti, y no podés explicarlo por el mercado uruguayo. Fijate que Onetti trabajó toda su vida en Reuters o que Levrero hacía crucigramas.
Pero en historietas hay otros creadores que han logrado profesionalizarse, quizás ajustándose a las reglas de ciertas industrias extranjeras para vender sus trabajos.
Está muy bien. Creo que está cambiando porque los mercados cambian, es lo que nos permite internet. Que por lo general no se pueda vivir del arte en Uruguay me parece un horror. Es como quien vive en el infierno y le abren una pequeña ventilación. Pero dada la poca valoración por el arte y la cultura en el mundo y en nuestro país, te diré que hay una enorme libertad. Por ejemplo, en esta historieta no le debo nada a nadie, lo que acerté y lo que le erré es absolutamente mío y libre, no obedece a expectativas ni a una industria.
¿Le diste el tratamiento que querías?
Por ejemplo, los dos guionistas que más venero y que más me han motivado son Gosciny y Fontanarrosa. Son dos personas que tenían limitantes. Gosciny no podía poner una escena de sexo en Astérix. Fontanarrosa no podía poner un comentario político agresivo en la prensa. Sin embargo, ambos son ejemplos de enorme libertad. Y ahora quienes estamos publicando historieta en formato libro, que creo que es mejor termino que novela gráfica, tenemos una libertad mayor porque no tenemos el control de la prensa. Ahora, gracias a que Voltaire y algunos más se fajaron por nosotros, en los libros somos libres.
De todos modos, ese marco de la prensa o de una industria editorial, que implica plazos de entrega, ayuda al proceso de trabajo.
No hay recetas para el proceso creativo de cada uno, pero tener una fecha de cierre es importante. Si no hay un límite, ¿cómo canalizás la energía creativa? Si no está la muerte, es como que la vida no vale nada. Y volviendo a los ejemplos de Fontanarrosa y Gosciny, sucedía eso. Fontanarrosa tenía que entregar todas las semanas una tira de Inodoro Pereyra. Gosciny tenía que entregar los álbumes de Astérix periódicamente.
¿Qué otra cosa te dejó Fontanarrosa?
En ‘Mundo Farol’ apliqué un recurso suyo. Si metías humor en casi todos los cuadritos, tu obra se volvía interesante y divertida. Porque si hacés una página entera y el chiste está sólo en la última viñeta, tiene que ser muy bueno. Pero si metés humor a lo largo, no queda todo el peso cargado sobre el remate.
Ese recurso está en Artigas, el patriota sin patria. ¿Planificaste de antemano la cantidad de chistes, apuntes y comentarios que van apareciendo por todas partes?
Lo planifiqué desde el guion. Tenía la necesidad de meter mucho ahí adentro, lo que he reflexionado y sentido toda mi vida. Hay cosas ahí que aprendí leyendo, pensando, palabras de mis viejos o de mi abuela. Por ejemplo, mi abuelo, el doctor Homero Mántaras, de Melo, tenía veinticinco mil libros. Un día llegó un paisano a su consultorio, descubrió su biblioteca y dijo: “¡A la pucha! Qué ignorantes habrán sido que necesitan tantos libros”. Y me pareció genial. Así que incluí esa anécdota en una escena con un gaucho que se mete en la casa de los Artigas donde estaba la biblioteca más grande del Uruguay (debido a un litigio que la dejó en su poder, como alcalde). Por eso sentía la necesidad de hacer una obra donde hubiera mucha cosa que tenía pendiente, casi como una necesidad vital.
¿Tanto como una necesidad vital?
En un punto se trataba de un dilema ético muy profundo para mí. En el sentido de que si no hacía historietas de este porte, más largas, sentía que podía dejar de ser la persona que creía ser o quería ser. O, dicho de otro modo, fallaba la promesa que ese niño que fui se había hecho con respecto al futuro. Por un lado, tenía que ver con lo lindo y con el disfrute de un trabajo así, porque el arte es un juego. Por el otro era un compromiso conmigo mismo.
¿Por eso en el libro te presentás como historietista primero, escritor y en tercer lugar como publicista? Porque se te conoce más por tu trabajo en publicidad.
Creo que están en orden de amor y cariño que siento por esas profesiones. Y también están así por el tiempo invertido. Porque en publicidad empecé a trabajar más o menos a los veinte años, haciendo medio horario, y después fue acrecentándose hasta que hoy es tiempo completo y más. Tendría que agarrar una calculadora y un calendario, pero si acumulo todo lo que hice desde la infancia en historietas, cuando pasaba los veranos enteros dibujando, creo que es el trabajo que está en primer lugar. Recuerdo que de chico había hecho un personaje que se llamaba Crimelo, un extraterrestre que resolvía crímenes. Y también otro que se llamaba Billy Balas, inspirado en Lucky Luke. Hacía las historietas y me armaba libritos encuadernados.
¿En qué momento creés que se consolidó tu estilo gráfico y narrativo?
Tengo que pensarlo. Primero estuvo lo que hice en la infancia, después ‘Mundo Farol’ y otras historietas en Guambia. Te cuento algo que sucedió con un historiador uruguayo, Alex Borucki, especializado en el tráfico negrero en el Río de la Plata. Él me dio mucha información y bibliografía y me aclaró muchísimas dudas para detalles que yo precisaba dibujar. Él no sabía lo que yo dibujaba, hasta que un día le mandé veinticuatro páginas y piró. Se había hecho la idea de que yo hacía un dibujo clásico, naturalista. Y me respondió que para él era una historieta típica de la tradición rioplatense, pero no me aclaró más. Me alegró porque yo me siento realmente heredero de esa tradición. Mis influencias tuvieron que ver, en parte, con Peloduro y el habla de sus personajes. Creo que también tienen que ver con Fontanarrosa, con Podetti, y en su momento tuvo relación con las historietas de Óxido, el suplemento de la revista Fierro. Se vincula a esa cosa sucia de ese tipo de historietas. Con respecto a mi estilo, puedo decir que en un momento se dio un gran cambio psicológico para mí. Siempre consideré imperfectos mis dibujos, me sentí insatisfecho con mi estilo, porque mis referentes eran más perfeccionados. Sentía que hacía las cosas apuradas y desprolijas, creo que hay aspectos artísticos y psicológicos en eso. Hasta que en un momento, no sé cuándo, empecé a disfrutar de mis dibujos. Eso me pasó de joven, pero fue el resultado de un proceso de muchos años.
Cada tantas páginas de esta novela gráfica incluís planos generales con muchas situaciones y diálogos, como estampas que pintan escenas. Un poco como hacía el Tata Alcuri en Guambia.
Claro, él hacía cosas costumbristas. Es también como los libros de Teo. Ese recurso me permite establecer momentos de la historieta, por ejemplo cuando llega la yerra. Es un evento grande, con mucha gente, es una fiesta que te da lugar para jugar, para que aparezcan personajes re locos y hacer una pintura de hitos sociales en el campo. Es una de las formas en que cuento la vida social del campo.
¿Cómo tomaste la decisión del uso del vocabulario? Porque, en general, los personajes de este libro hablan más o menos como ahora, pero hay palabras africanas y otras rioplatenses de época también.
Es un poco extraño, porque es lo que yo sentía que unía mejor el presente y el pasado. Es medio parecido a lo que hice con el dibujo. Traté de ser muy consciente de cómo se hablaba antes y cómo se habla ahora, y hacer lo mejor para que fluyera el relato. De plano, con el lenguaje resolví que no quería hacer algo gauchesco ni pintoresco. Sólo mantuve expresiones que seguimos usando, como el ta. Y como soy enfermo de la etimología, pude rastrear la aparición de ciertas palabras como capitalismo, explotación o patriota. Por esa razón es que hay un personaje llamado el viejo Quijada, que es un homenaje a Quijano y a mi abuelo; es de la clase de figuras que frecuentaban las pulperías y que eran los únicos que sabían leer la prensa y los edictos.
Hay como una continuidad espiritual desde ‘Experimento Ponsonby’ hasta esta novela gráfica, porque aparece un comentario nihilista sobre la idiosincrasia uruguaya.
Es verdad. Creo que los títulos lo expresan bien. ‘Ponsonby’ era una historieta de costumbrismo social de actualidad, yo pintaba la crisis en la que vivíamos. No me metía con temas históricos. Pero creo que sí, hay temas básicos de los que me interesa hablar, como la impuntualidad y otros aspectos que tienen que ver con que soy uruguayo y que decidí quedarme acá.
También incluiste algún que otro comentario sobre el mundo de la publicidad.
En algún momento, en las pulperías ponían banderines que indicaban qué producto había disponible. Y era una publicidad de la que entiendo que podías decir que estaba en el aire. Hay algún otro comentario. Más allá de anécdotas, hay aportes que me permitieron mi profesión publicitaria. Por ejemplo, yo vi en la frase “Libertad o muerte” un eslogan para reclutar esclavos. Creo que es otra capa semántica en esa frase. Con estricta lógica del siglo XIX eso muestra que en esa época no estaba tan naturalizada la esclavitud, sino que se tenía muy claro que el principal oprobio de la sociedad era la esclavitud. La revolución se nutrió de esclavos y la promo era “Libertad o muerte”. Y por eso se inscribían a carradas. Tan así que al poco tiempo el ejercito realista prometió lo mismo. Estoy convencido de que era una gran campaña para reclutar esclavos, no sé qué dirán los historiadores.
¿Qué te permite la historieta para contar una historia? Con esto podrías haber hecho un libro o un radioteatro.
Todo empieza porque quería hacer una historieta y en eso surgió esta historia como el gran tema para una obra larga. Ya embarcado en el proyecto, cuando vas guionando, aparece la historieta propiamente dicha.
Igualmente te da una gran libertad para la reconstrucción.
Del mismo modo que la literatura. Pero, como parte de la investigación histórica, la historieta me exigió aprender cómo eran por ejemplo los mobiliarios de los dormitorios. O aprendí que no había un vaso por persona, que en las reuniones sociales se compartía uno o dos vasos. Porque te enfrentás a que tenés que dibujar un living, un casco de estancia o representar una costumbre. Todos aprendimos historia con Astérix, o por lo menos nos hacemos una idea de cómo eran las legiones romanas.
¿Cómo pusiste el freno o filtraste la cantidad de datos que recabaste?
Ahí está la autoría. Es una especie de curaduría de qué va y qué no. En definitiva, se trata de ver dónde querés poner el acento. En el acierto o en el error, tener en cuenta lo que querés contar es lo que sirve como guía para ir depurando lo que queda fuera y lo que destacás. No hice este libro para reconstruir pintorescamente la Banda Oriental, sino que me interesa aquella esclavitud por la esclavitud actual, que vivimos desde los que trabajan como delivery hasta los que trabajan como yo. Porque hay mecanismos que perduran. Ese comentario se puede ver en Astérix, por ejemplo, cuando en un barco fenicio los remeros hacen un sindicato. Se trata de tensionar lo que sucede en la historieta para ayudarnos a reflexionar sobre lo que puede estar pasando ahora.