Por Carlos Diviesti.
Cine en continuado.
A esta altura de la velada todos sabemos que Hiroshima y una muñeca cuyas ventas caían progresivamente en el mercado se transformaron en el éxito de boletería de este año a escala global. Y todo debido a que, con la falta de confianza que produjo la pandemia y el fracaso económico de franquicias como Flash, Indiana Jones o Misión Imposible, la estrategia comunicacional de Warner Bros. y Universal Pictures, más que obturar el lanzamiento de la una o de la otra, fue estrenar ambas películas el mismo día en las mismas bocas de expendio con una consigna tan extraña como efectiva: mezclarlas bajo una misma denominación aunque no tuvieran ni un átomo de parecido ni estuvieran guardadas en la misma caja.
El nombre genérico para esa propuesta fue Barbenheimer, y hasta se propuso a los espectadores ver las dos en continuado, una después de la otra y en el mismo cine, como se hacía hace tantas décadas atrás, aunque pagando una entrada para cada una, una para Barbie, otra para Oppenheimer. La estrategia resultó productiva; en Buenos Aires, por ejemplo, el cine Lorca (una de las pocas salas de calle que siguen de pie en la ciudad) sólo ofreció estas dos películas con funciones agotadas durante tres semanas, sin dudas un evento cultural digno de la era precámbrica.
En lo estrictamente cinematográfico, Oppenheimer responde a la línea autoral de Christopher Nolan; aunque no se engolosine con los retruécanos temporales que lo hicieron famoso, la labilidad de la cronología no parece necesaria para contar cuáles fueron las consecuencias de inventar la bomba atómica que se precipitó sobre Hiroshima y Nagasaki para J. Robert Oppenheimer. Está probado que Nolan es un cineasta dotado para elaborar imágenes, muchas de las cuales encierran una belleza de múltiples capas, pero uno, mientras presencia esta historia, se pregunta por qué Nolan eligió la información por sobre la construcción dramática. Como si Oppenheimer fuera un uróboro que se come la cola, las cosas más importantes de la película (el intercambio profesional entre los físicos Oppenheimer y Albert Einstein, y la caída en desgracia de Oppenheimer respecto de la historia, por ejemplo) están supeditadas a un naturalismo innecesario que alarga el metraje con intrincadas elucubraciones académicas o escenas de sexo de torpe resolución, y que opacan la tensión que generan el test final de la bomba y la realidad amarga de saber que la Unión ni siquiera considera un patriota a Oppenheimer.
Barbie, por su parte, es una película independiente envuelta con moño para regalo. A priori tildada de película pasatista o de objeto mainstream sin otro interés más que el económico, la película de Greta Gerwig, con su vuelta de rosca a la agenda pública, se convirtió en sujeto de derecho tanto para los espectadores como para la cinefilia pura y dura. Gerwig –cuya Mujercitas también consigue sin esfuerzo aggiornar un clásico de la literatura juvenil en mucho más que un folletín desenfocado– se vale de los altos niveles de producción de los que dispuso para crear un mundo tan caro a las infancias de las últimas cinco décadas, inserto en su más rancia contemporaneidad y sin las pretensiones filosóficas de los multiversos superheroicos y la mar en limousine. Buddy movie, comedia musical, comedia romántica o comedia a secas, Barbie tiene además la extraña cualidad de no poder pensar más que en Margot Robbie y Ryan Gosling como Barbie y Ken. Es más: Mattel, para llevar sus acciones mucho más arriba después de la película, debiera darle la fisonomía de ambos a sus futuras líneas de Barbie Estereotípica y Ken (tan sólo Ken). Y a lo mejor hasta sacar una Barbie oscarizada, estatuilla en mano, porque según parece el tándem con Oppenheimer forzará una glamorosa contienda en el Dolby Theatre de Los Ángeles el domingo 10 de marzo de 2024.