Por Carlos Dopico.
Hace 46 años que se sentó por primera vez frente al piano y no se alejó jamás. De hecho, relegó todo lo que se interpuso entre él y el instrumento. Ha recorrido el mundo, tocado en los más célebres teatros de Estados Unidos y obtenido dos Grammy por su trabajo compositivo. Comenzó su carrera por la música clásica, incursionó en el reggae, viajó a la cuna del jazz para conocer todos los secretos del género y a más de cinco mil kilómetros redescubrió el tango. Desde entonces, ha tocado con los más celebres del género y compartido estudio y escenario con verdaderas leyendas del jazz.
Gustavo Casenave es un pasional pianista uruguayo, compositor y arreglador musical nacido en 1971. Egresó con una beca de la Escuela Universitaria de Música de Montevideo y se graduó con honores en el Berklee College of Music de Boston, Estados Unidos. Allí vivió tres años, hasta que en 1997 se radicó definitivamente en Nueva York. Tiene más de treinta álbumes de estudio y ha grabado más de una decena de colaboraciones.
Desde hace años, en medio de giras y conciertos, comenzó a desarrollar una tesis doctoral que acaba de concluir con todo un hallazgo: un método que identifica con precisión las 479.001.600 combinaciones de las doce notas del sistema temperado musical.
Verlo en vivo es un espectáculo aparte; recorre con desenfreno y vehemencia el teclado del piano para imprimir emoción y entregarse por completo al instante mágico de la música.
Hace un par de años, junto con su esposa la artista plástica VickyBarranguet fueron declarados ciudadanos ilustres de Montevideo.
Después de tu visita durante la pandemia para recibir la ciudadanía ilustre de Montevideo, regresaste a Uruguay para presentarte en el ciclo Volvé a tu casa, de la Zitarrosa. ¿Cuánta presión suma el hecho de tocar en tu tierra? ¿Quiénes de tu familia están siempre ahí?
La familia está siempre, desde siempre. Ese aspecto es muy importante para mí, aunque mis papas están ya muy viejitos. Siempre vivo mucha adrenalina y buena onda por volver a Uruguay. Es una energía totalmente diferente, pero no es presión lo que siento, para nada. Justo ahora estoy con mucho trabajo y no puedo quedarme; tengo una seguidilla de conciertos. Al otro día de Uruguay viajo a México; luego regreso a Estados Unidos y de ahí viajo a Europa; regresó y me voy al Caribe a un hermoso festival. En Portugal tengo una gira de master classes y cuando regreso toco con la Sinfónica de Richmond en Virginia. Con el trío de jazz voy al Festival de Jazz y Artes de Santa Lucía, el más grande del Caribe, donde Sting y Shaggy van a estar como headline y al regreso voy a estar con el festival de tango que organiza Héctor del Curto.
¿Siempre contaste con el apoyo familiar, o en los primeros años, cuando fundaron el Kongo Bongo, aquella señera banda local de reggae, no había tanto convencimiento?
[Risas]. No, apoyo trescientos por ciento. Cómo sería que mi mamá me cedió su living, reservado para la visita, ese donde nunca se sienta a comer ni siquiera la familia. [Risas]. Yo necesitaba un piano grande y conseguimos uno gigante, de cola entera. Era el piano o el living, así que finalmente sacamos todos los muebles para un depósito y armé la sala donde ensayaba con el Kongo Bongo y otras bandas de improvisación. Siempre tuve apoyo familiar. Mi papá, por ejemplo, siempre me grababa desde que soy chiquito. Hacíamos sesiones de grabación pero sin multitrack; grabábamos con un JVC negro a casete y luego, usando uno de playback, tocábamos arriba y con otro equipo grabábamos. Era impresionante. A mi papá le encantaba el sonido.¿Cómo había llegado el piano por primera vez a tu casa? ¿Quién tenía ese interés musical?
Mi papá nunca estudió piano ni música, pero creo que es la persona con más oído que conozco. Siempre agarraba cualquier instrumento y podía tocar lo que escuchaba. Cuando yo tenía seis años se compró el piano, pero con cinco hijos no tenía ni espacio para tocarlo, nos tenía a todos revoloteando. A las semanas quedamos mi hermano y yo, hasta que finalmente quedé yo solo. Desde entonces, los últimos 45 años de mi vida he estado frente a un piano. [Risas]. A los siete años me preguntaron si quería estudiar y fue increíble. De todas formas, había que elegir, porque no podían solventar más de una actividad extracurricular para cada uno. Me dijeron: “Podes ir a la piscina o a clases de piano”. A mí me encantaban las dos, pero tuve que elegir. Siempre me acuerdo de que íbamos a buscar a mi hermano al Bohemios y lo veía por una ventanita mientras él nadaba. [Risas].
Así que por un lado el disfrute y por otro una renuncia.
Totalmente. Imagínate eso a los siete años. Fue la primera gran elección. La piscina me encantaba, soy un bicho de agua, pero amaba tocar el piano.
¿Qué sentís hoy cuando escuchás los primeros discos de Kongo Bongo? ¿Tocás música popular de ese tipo en algún momento o, luego de hacer clásico y jazz, es difícil simplificar a expresiones populares como esta?
La verdad es que, profesionalmente, lo que hago hoy no es nada de eso; lo más comercial, quizás, es algo de música para películas, donde sí soy un camaleón y toco cualquier tipo de música. Pero, mirá qué curioso, siempre me surgen bases de bajo de reggae en la madrugada. Me levanto a escribir y grabar reggae. Hace más de treinta años que dejé el Kongo y sigo despertando con frases de reggae. Tengo decenas de grabaciones inéditas hechas con varios instrumentos: guitarras, bajos, teclados electrónicos y baterías programadas.
¿Alguien en tu casa sabe de esa producción noctámbula de música jamaiquina?
No, nadie. [Risas]. Mirá, hace como veinte años le di un casete al Apagón [Álvaro Albino, cantante de la banda] con un montón de temas, algo así como un álbum entero y le dije: “Te lo regalo, hacé lo que quieras con eso”. No sé ni en qué terminó… Pero sí, tendría que reunir todo ese material. Siempre son grabaciones a las tres de la mañana. [Risas]. Pero generalmente estoy con el tango, la música clásica contemporánea y el jazz. Sigo estudiando música clásica [muestra un libro con el canon de Chopin junto al piano para espantar cualquier tipo de duda].
En tu formación tuviste oportunidad de estudiar con Héctor Tosar, una verdadera celebridad local, quien además de pianista y compositor era un virtuoso improvisador. Si tuvieras que identificar un concepto que adquiriste gracias a él, ¿cuál señalarías?
Tuve la suerte de que éramos amigos, porque su hija, Silvia, estudiaba con mi mamá. Por tanto, desde que empecé a estudiar piano íbamos a su casa. Él fue un mentor absoluto. A los quince años yo quería estudiar, pero estaba en el liceo y no podía entrar a la Escuela Universitaria, así que Héctor me dijo que fuera de oyente. Yo iba todo el turno al liceo y luego iba a la Escuela Universitaria.
Cursaste dos veces la Escuela de Música, como oyente y como alumno.
¡Exacto! El tema es que empecé a ir y era muy fuerte, porque casi no había alumnos, entonces eran clases particulares. Trabajamos mucho. El lenguaje en ese momento era dodecafónico y música clásica contemporánea, por tanto había mucha disonancia y técnicas complejas. En ese momento empecé a interesarme fuertemente en el jazz pero él me dijo: “Yo estoy en otro lugar, no me meto en el jazz”. Lo que más me dio Héctor fue un interés por la armonía y por la investigación.
¿En qué pudiste aplicar ese interés?
Mirá qué increíble… Desde 2008 vengo desarrollando una nueva teoría, la Teoría Casenave, un nuevo concepto. Hace años que estoy desarrollando una tesis doctoral y corroborando con distintos expertos la teoría. De hecho, contacté recientemente a un ingeniero de Google en Londres para que desarrolle un algoritmo para demostrar con precisión lo que propongo dentro de las 479.001.600 combinaciones de las doce notas. Esto es una herramienta que descubrí y que unificaría todo ese universo. Para ser claro: todo lo que escuchas en la radio es una pequeña porción de todo el universo sonoro, apenas un siete por ciento. Todo el resto de las posibilidades se va a un lenguaje más disonante y lo que oímos habitualmente está más cerca de la consonancia. El campo disonante es tan vasto que a nadie le valió la pena ponerse a investigar cuáles son sus límites. Esta teoría te ayudaría a identificar en un segundo cualquier combinación armónica que estés haciendo. Es un método para conocer toda la armonía existente dentro del sistema temperado. Es una herramienta para componer a cualquier nivel de complejidad. La magia musical está después en cómo combinar eso.
Viajar a Estados Unidos para estudiar al Berklee College fue una recomendación de Hugo Fattoruso. Sin embargo, él también te recomendó ir a estudiar con Hermeto Pascoal. ¿Manejaste alguna vez esa posibilidad?
Bueno, a ver… No es que fui a estudiar por Hugo, yo necesitaba estudiar. Esa fue una de las razones por las que me fui del Kongo, porque con todo lo que estábamos tocando y ensayando no podía estudiar y tenía otras inquietudes musicales más allá de tocar reggae. Se me ocurrió ir a conversar con Hugo y fui hasta su casa. Le mostré lo que hacía y Hugo me respondió literalmente: “¡No sé ni lo que estás haciendo!”. [Risas]. Cuando le insistí, me dijo que tendría que ir a estudiar con Hermeto. Me dio su dirección y teléfono, y cuando me estaba yendo me dijo: “Pará, no, vos tenés que ir al norte; andate a la Berklee a estudiar”. Me conseguí una beca y a los tres meses, en 1994, ya me estaba yendo. No tenía ningún plan de vida más que estudiar y dedicarme de lleno a la música.
Te graduaste con honores en el Berklee College, sin embargo, te escuché decir que buena parte de los conceptos teóricos ya los tenías antes de llegar. ¿Cómo fue eso? ¿Tan grande era la base que llevabas?
Yo había estudiado mucho antes. Entonces me saltee los dos primeros años; me saltee las cinco armonías porque ya las sabía. [Risas]. Exoneré esa parte de la carrera; hice el último curso porque era obligatorio. Es verdad, en Berklee no aprendí nada armónico que no supiera antes. Lo que sí te da es otra cosa, la posibilidad de estar metido en eso, tocando con otros músicos.
En Berklee fuiste uno de los tres escogidos por Gary Burton (músico, compositor, docente y vibrafonista de jazz norteamericano) de entre tres mil alumnos. ¿Qué conceptos aprendiste con él?
Bueno, cuando llegué a Berklee, vi que había alguna gente famosa y otra de la media, como en todos lados. No es todo grandioso. Pero cuando me recibió el vicepresidente, Gary Burton –él no daba clases– yo le mostré un casete con mis grabaciones, “mis bichos”, y le pedí directamente para estudiar con él. Le dije: “Vengo desde Uruguay y quiero estudiar contigo”. El tipo quedó copadísimo y a la semana me mandó una carta para formalizar. Éramos alumnos particulares sin costo. Eso sí me sirvió, por la forma de organizarme teóricamente.
¿Cuánto de talento y cuánto de persistente dedicación sería la ecuación de tu carrera profesional?
Noventa y diez. [Risas]. Noventa de dedicación, obviamente… Pero no sé si llamarlo talento. [Risas]. Más allá del talento, si no tenés la persistencia y el bichito que te despierta a la madrugada para responder al impulso compositivo no vas a llegar. Sé que puedo tocar rápido, pero también tengo que estudiar para poder tocar lento. Eso es en todo: técnica, composición, improvisación. Ahora bien, si sos persistente igual vas a poder llegar a ser muy bueno. No creo que sea excluyente el talento; tampoco creo que alguien tenga el don y sea el elegido sin dedicarse.
¿Cuánto tiempo dedicás al estudio? ¿Cuánto podés llegar a estar recluido estudiando piano, incluso ya siendo un concertista consagrado?
Lo que más pueda… Pero va en función de cada proyecto y evento en la agenda. Si fuera por mí, podría estar veinte horas, dependiendo del proyecto. No hay un límite físico para mí. Aunque es verdad que los dedos, las uñas, se empiezan a lastimar de tanto tocar. Pero yo no tengo límite en la música. Por ejemplo, el concierto que tengo con la orquesta sinfónica en unas semanas aún no lo he estudiado y lo haré recién en cuatro días previos al evento. Yo estudio todo, porque el estudio de la improvisación es tan riguroso como el otro o más.
Has tocado en escenarios tan prestigiosos como el Blue Note, Carnegie Hall, Lincoln Center y el Metropolitan Museum of New York. ¿Cuál de esas experiencias fue más trascendente y por qué?
Han sido todas muy importantes. He tenido la suerte de tocar por casi todos los estados de Estados Unidos y en casi todos los teatros. Si pienso rápidamente, te diría que fue muy extraño tocar en el Walt Disney Concert Hall, uno de los más prestigiosos del mundo, en los Ángeles, ese enorme edificio todo vidriado. El escenario es en medio de una platea circular, similar, aunque mucho mas grande, a la Zavala Muñiz del Solís. La verdad es que yo estoy acostumbrado al escenario frontal y me inquietaba tener gente, miles de personas por todos lados.
Entre la enorme lista de galardones que has recibido, se destacan seis nominaciones a los premios Grammy Latinos, y dos recientes distinciones: la de Mejor Álbum Instrumental en 2019 por tu disco Balance, y la de 2020 por tu álbum de tango Fuelle y cuerda. ¿Cuál te sorprendió más y qué cambió a partir de entonces?
Sinceramente, no me sorprendieron. Hacía años que estaba nominado y sentía mucho apoyo de mis colegas; recibía muchos mensajes. La veía venir, digamos. [Risas]. Estaba seguro de que me lo iba a ganar. Era una categoría grande la de música instrumental, ya que sin ser de las comerciales, tenía muchas entradas. Yo ya había estado nominado antes y me había ganado Tomatito y Michel Camilo, uno de mis héroes de toda la vida. Pero en 2019 estaba convencido. Salió el Grammy y vino con todo: contratos nuevos, gira en Europa, doblé mi caché y se sintió muy fuerte, se abrían las puertas. Pero a los tres meses y medio cayó la pandemia. Todo se pospuso y luego se canceló; se fue todo al bombo.
¡En ese momento habías cerrado además una gira importantísima con el contrabajista de Miles Davis!
Sí, tenía una gira con Eddie Gómez a trío, el contrabajista de Miles Davis, Chick Corea, Bill Evans –por el que es más famoso–, y se pudrió todo. Luego, en medio de la pandemia, gané otro Grammy, pero recién ahora estoy empezando a salir y tratar de valorizar esas distinciones. Evidentemente, el premio ayuda, pero no pude sacarle provecho en el momento más intenso.
Leí que en el tango volviste a encontrar el dramatismo que antes habías explorado en obras de Chopin, Beethoven o Rachmaninoff y que habías perdido en el jazz ¿Cómo fue ese proceso?
Cuando llegué a Nueva York, recién salido de Berklee, comencé a explorar el tango y descubrir la identidad uruguaya. No me habían interesado ni el tango ni el candombe en mis primeros tiempos, pero al salir de Uruguay empecé a ver que todos tenían algo de su país y yo hacía jazz, música de Jamaica y clásica. Nada que ver… [Risas]. Con el tango encontré una identidad.
Algo similar, salvando las distancias, fue lo que vivió el maestro Rubén Lena a fines de los años cincuenta, cuando viajó a Venezuela a estudiar en el Centro Interamericano de Educación Rural. Vio que no portaba un cancionero nacional y sintió la obligación de comenzar a componer sobre una identidad local.
Ahí va, puede ser… Yo nunca había tocado tango, pero sí escuchado en el ambiente cotidiano, desde aquellos taxis Mercedes Benz en los que viajaba hasta la casa de mi abuela, Mamama, que siendo ciega tocaba algún tanguito. Nuestra generación creció escuchando The Cure, The Clash; eso es lo que escuchaba yo a los trece años, pero el tango estaba en el ambiente sin que me diera cuenta. Comenzar a tocar tango me exigió volver a leer todo. Como músico de jazz es un gran desafío eso, porque generalmente leés menos que los músicos clásicos. Yo soy un híbrido, pero en Berklee profundicé mucho en el jazz. Con el tango el nexo fue el dramatismo que extrañaba de Chopin, Rachmaninoff. En el tango está eso, tiene mucho de la música clásica, incluso de cómo se arman los acordes de piano.
Llegaste al tango por invitación del maestro Raúl Jaurena, ¿verdad? Pero ¿cómo fue eso de que fuiste a revisar la biblioteca de Berklee porque no dominabas el género?
Sí, en Berklee había un amigo argentino, cantante, que me propuso grabar unos tangos y fue un desastre. Sonaba más a bossa nova que a tango. [Risas]. Entonces me fui a la biblioteca Berklee a ver videos de Troilo, Pugliese y otros. En 1997, cuando vine a Nueva York, me llamó Raúl Jaurena y me dijo: “En una semana tenemos un concierto en el Lincoln Center con toda la música de Piazzolla, una hora y media. ¿Podés?”. “Ok –dije–, dale”. Me encerré a estudiar y en cierta forma fue fácil, porque con Piazzolla tenés todas las notas escritas. El tango tradicional parece más fácil, pero incide más cómo lo interpretas, el yeito. Es menos complejo armónicamente, pero más complejo en la forma de tocar. Después me metí de lleno en el tango, tocando con músicos de Piazzolla, con músicos de Pugliese. Ahora estoy saliendo de eso, aunque sigo enseñando tango. Héctor del Curto, uno de los músicos de Pugliese, es uno de mis grandes amigos y todos los años tocamos en el festival que él organiza, a donde viene la primera divisional A del tango: los bandoneonistas [Néstor] Marconi, [Víctor] Lavallén, el pianista Pablo Estigarribia. ¡Pero ya está!
Durante mucho tiempo fuiste pianista y director musical de shows de tango que desfilaron por Broadway, desde Forever Tango o Tango Fire a Tango Lovers y Avant Tango. Sin embargo, decidiste cortar con todo y abocarte a tu proyecto personal, aunque eso supusiera un costo bastante grande a nivel económico. ¿Cómo tomaste esa decisión?
Es un gran tema. Con el tango hay mucho trabajo, el jazz paga mucho menos. Además no hay pianistas de tango de nivel profesional, por lo que hay bastante demanda. Yo podría estar sólo haciendo eso, pero quiero otra cosa. [Risas]. Así que trato de llevarla hacia otro lado. Dirigí todos esos espectáculos hasta que dije: “¡No va más!”.
Además de la composición discográfica, también has compuesto para la gran pantalla. ¿Qué oportunidades has tenido a nivel cinematográfico y cómo ha sido esa experiencia?
Me gusta mucho, es un juego componer para imagen, pero nunca me metí de lleno. Me enfoqué más en la música de conciertos. En Uruguay trabajé con Cali Ameglio para la película La cáscara, de 2006. No hice muchas cosas pero en Estados Unidos hice la música de la primera película del colombiano Andi Baiz, uno de los directores de la serie Narcos; tres cortos del ruso Maxim Dashkin, y estuve por hacer Mr. Kaplan, de Álvaro Brechner, pero finalmente quedó para hacer algo en el futuro.
Una de las características notables de tus performances es la exuberante entrega que hacés sobre el teclado del piano, como una especie de Jerry Lee Lewis del jazz. Estos conciertos en solitario, ¿son los más cercanos a esa faceta?
Sí, totalmente. Algunos settings se prestan más que otros. A veces me da vergüenza, porque no es algo que yo quiera hacer voluntariamente. Pero menos quiero que sea una cosa de marketing, es una reacción verdadera. Es lo que más busco en un concierto, que sea auténtico, que no sea un show.
Los proyectos recientes en los que has estado involucrado integran verdaderas leyendas del jazz: Eddie Gómez en Casenave Trío y John Patitucci (que tocó con Herbie Hancock, Gillespie, Stan Getz, BB. King, Sting, Wayne Shorter) en Casenave Quartet. ¿Cómo han sido esos encuentros?
Con John ya tuvimos varias experiencias y es increíble. Lo más difícil con todas estas celebridades es agarrarlos: tienen una agenda infernal. Además, son muy caros, pero gracias a la amistad y buena onda que hemos construido me dan un brake muy grande. Verdaderamente, les tengo que agradecer. John fue en 2022 el contrabajista del año para la Down Beat Magazine, imaginate, tiene un nombre gigante, es el número uno. Por suerte pude agarrarlo varias veces y hasta grabar. Pero, por ejemplo, ahora he estado hablando con Sacchi –su esposa y manager– y ya buscamos fechas para dentro de dos años. Más allá de eso, qué te voy a decir, estoy muy agradecido. Mi ultimo trabajo lo grabé con Christian McBride, una celebridad actual. Es un poco más joven que Patitucci, pero de un altísimo nivel. En contrabajistas, generacionalmente están Ron Carter, John Patitucci, Eddie Gómez, Christian McBride y Dave Holland. Ellos son la elite A. Con ellos siempre es jazz sólo, straight ahead.