Por Isabel Prieto Fernández.
Érase una vez en Vigàta
El escritor siciliano Andrea Camilleri falleció en 2019. Este año se publicó Riccardino, obra póstuma que cierra el trabajo del comisario Salvo Montalbano y genera una simbiosis entre el autor y el protagonista de la saga.
Nacido en 1925, Andrea Camilleri tuvo una vida larga y una obra prolífica, ambas con características atípicas: vivió 93 años, aunque era un fumador empedernido; y, a pesar de haber escrito desde muy joven y tenido vasta experiencia como guionista y director de teatro y televisión, encontró el éxito internacional a sus 69 años, con la creación del personaje Salvo Montalbano. El resto quedará como registro de un hombre que sabía poner negro sobre blanco en la medida justa.
La fama
Cuando en 1994 la editorial Sellerio decidió publicar La forma del agua, Andrea Camilleri ya era conocido en Italia, aunque no como escritor de novela negra. Era un profesor de cinematografía, un coguionista, un hombre leído al que se le daba bien la escritura, un intelectual más, con el respeto que eso conlleva. Pero ese año, este hombre, confeso devoto de la fortaleza de las mujeres, parió a Salvo Montalbano y todo cambió.
“Empecé a escribir las novelas de Montalbano por una necesidad mía. Me pregunté ‘¿Eres capaz de escribir una novela con todas las reglas?’, y la mejor jaula en la que debes meterte para escribir una novela así, es la novela policíaca”, relató Camilleri a la TVE. También aseguró que no quedó del todo conforme y, para definir al personaje, escribió El perro de terracota. Entonces decidió enviarlo a la editorial de Elvira Sellerio, que decidió publicarlo. El escritor supuso que con eso era suficiente para la
meta que se había trazado. Sin embargo, para Sellerio el personaje recién arrancaba. El gusto por Montalbano se tradujo en las ventas, por lo que el personaje debía continuar. Y así fue.
Camilleri escribió 73 libros en total, pero fueron los 33 protagonizados por el comisario Salvo Montalbano los que hicieron que el autor traspasara fronteras. Para tener una idea de la importancia de esa saga, basta decir que Camilleri, solo en Italia, vendió más de treinta millones de libros, de los cuales veinticinco millones corresponden a la serie Montalbano.
La unión del escritor, la obra y los personajes
En más de una ocasión Camilleri expresó no entender el éxito de su obra. Como si no alcanzara con decir “ni yo me lo explico” en cada entrevista en la que era consultado al respecto, en Háblame de ti. Carta a Matilda le escribe a su bisnieta: “He acabado siendo un escritor de enorme éxito, aunque quiero confesarte que nunca he conseguido explicarme los motivos”.
Obviamente, la respuesta a esa incertidumbre del autor la tienen los lectores. Quien está de este lado del libro sabe a ciencia cierta dónde radica esa especie de adicción que genera la obra del italiano.
Camilleri no escribe de manera fácil de entender, sino que una debe acostumbrarse a leerlo, porque va creando un lenguaje propio [ver recuadro ‘Palabras del traductor’]. Como bien dice su traductor al español, Carlos Mayor, en el primer libro de la saga de Montalbano no aparece el vigatés, sino que se va creando y amplificando en las obras siguientes. Bien puede entenderse que esa evolución del escritor es acompañada por el lector, lo que representa un reto para ambas partes. Y los retos suelen tener su atractivo.
Otra explicación de la aceptación de la obra de Camilleri es la temática. Más allá de que la obra salga de la cabeza de su creador, convengamos que sus novelas presentan hechos policiales, los mismos que día a día millones de personas a lo largo y ancho del mundo se sientan a ver en los informativos. No importa que el atraco de ayer o el de la semana pasada o el de hace años sea similar al de hoy, lo que interesa es que volvió a suceder y el televidente necesita constatarlo. En cada novela, Camilleri reafirma esa realidad, que es capaz de existir hasta en un pueblo que cambia de nombre: de un Porto Empédocle real, a un ficticio Vigàta. Tampoco interesa si la provincia de Agrigento pasó a llamarse Montelusa, solo importa que las cosas suceden y, lo principal, que hay un comisario y un puñado de policías capaces de dar con los criminales. Solo se trata de encontrarlos, de la misma forma que se debe ver en el nomenclátor imaginario a las localidades reales. Así, en un mundo horrorizado, el comisario Salvo Montalbano –a veces torpe, otras genial, siempre humano y a la larga preciso– se convierte en una esperanza cuando se termina la novela.
Por supuesto, los personajes tienen un valor fundamental en la novela y, como en la vida misma, cuentan con personalidades bien diferenciadas. El protagonista, aparte de las características ya expresadas, suma otras: miente si es necesario, sobre todo a su jefe superior, Luca Bonetti-Alderighi; su prioridad es la justicia, aunque esta no pase por la Justicia; le interesa conocer la verdad para él, más allá de la pena que reciba el criminal; mantiene una relación algo insana con Livia, su pareja, a pesar de vivir en ciudades diferentes y de verse cada tanto, es capaz de serle infiel, más con el pensamiento que en los hechos, y vivirlo con o sin culpa, según la situación; envejece en cada libro y, sobre todo, sueña, como cualquier ser humano de carne y hueso. Salvo también tiene pesadillas.
Entre los personajes destacados de la comisaría está Catarella, quien, a pesar de ser difícil de entender, primero porque él entiende cualquier cosa y, segundo, porque habla en dialecto, atiende la central telefónica, da terribles portazos, saca de casillas a Montalbano, pero es capaz de dar la vida por él y no tiene empacho en demostrárselo. El subcomisario Mimì Augello, por su parte, es un adicto al sexo y, como tal, infiel sin rodeos. El inspector Giuseppe Fazio se caracteriza por sus cualidades de sabueso y molesta al comisario con su obsesión por investigar vida y obra no solo de los sospechosos, sino también de los ancestros. El núcleo duro se cierra con el agente Galluzzo, conocido por sus dotes de chofer, apretando el acelerador más de lo debido.
Mención aparte merecen el médico forense Pasquano, de fino humor que sabe desplegar con el comisario, y el fiscal Tommaseo, adicto a las mujeres y al morbo sin el más mínimo tapujo. A estos personajes estables se suman Enzo y Adelina [ver recuadro ‘Adelina: esa presencia que nadie nombra’].
Riccardino y el secreto del último Montalbano
Por supuesto que acá no se dirá ese secreto que todos los que no han leído Riccardino quieren saber: el comisario Salvo Montalbano, ¿muere o no?
No cometemos infidencia alguna si transcribimos parte de la nota del autor: “Esta es la última novela protagonizada por el comisario Montalbano. La empecé el 1º de julio de 2004 y la he terminado el 30 de agosto de 2005. No voy a escribir ninguna más. Me da pena, pero a los ochenta años es inevitable poner fin a muchas cosas, demasiadas”. Para suerte de los lectores, Camilleri no cumplió con su palabra y creó varias historias más, porque Montalbano siempre lo llamaba.
En Riccardino aparece Andrea Camilleri bajo el nombre de Autor, lo que convierte al creador en un personaje más, mostrando, en cierta medida, el proceso de su creación. Autor habla con el comisario, intenta llevarlo por su rumbo y, para sorpresa de todos, el comisario le argumenta, discute y llega a cuestionarle algunos errores en la trama. Es más, también entra en juego el Montalbano de la televisión.
Sin dudas, Andrea se divirtió mucho escribiendo la vida de Montalbano, tanto que si muere o no es irrelevante, porque ambos existieron, existen y existirán.
Adelina: esa presencia que nadie nombra
Adelina Cirrinciò, la asistente de Salvo Montalbano, aparece en todos los libros de la saga. Sin embargo, por alguna causa difícil de descifrar, ese personaje pasa desapercibido en las entrevistas que le realizaron a Camilleri y en los artículos que se han escrito sobre el autor o su obra. No sucede así con las comidas que Adelina prepara y que, junto con las de Enzo, el dueño de la trattoria, no solo cubren las necesidades gustativas del comisario, sino que en más de una ocasión fueron necesarias para agudizar su ingenio.
Para escribir este artículo, explorando la vida del autor, comprobamos que Camilleri era bueno en eso de preservar la privacidad de su vida familiar. Si bien escribió un legado autobiográfico a su bisnieta –Háblame de ti. Carta a Matilda–, no es mucha la información que da sobre la vida personal de su esposa, Rosetta Dello Siesto, más allá de cómo se conocieron, con algunas anécdotas jocosas. Ahí se encuentra cierto paralelismo con esa suerte de omisión que hay en relación con Adelina. No sabemos si, al igual que el personaje, su esposa es insuperable en el arte culinario, pero ambas mujeres tienen en común un carácter fuerte, el hecho de que no se amedrentan ante las vicisitudes de la vida y que son madres protectoras.
“Fui un hombre afortunado. Si mi matrimonio duró tanto, esto se debe, principalmente, a la inteligencia, comprensión y paciencia de Rosetta. Nuestra relación nunca ha sido alterada por ningún evento externo”, dijo Andrea de su esposa. Algo similar sucede en la relación entre Salvo y su asistente. Adelina cuida del comisario como uno de sus seres más preciados, aunque no lo antepone a sus dos hijos, Giuseppe y Pasquale, ambos delincuentes de poca monta. Tampoco se deja llevar por el rencor confeso y mutuo que se tienen con Livia. La asistente opta por no aparecerse por la casa de Marinella durante las estadías de la prometida de Montalbano. Una manera inteligente para que lo externo no estropee la relación fraterna y cómplice entre el comisario y su empleada.
Palabras del traductor
Carlos Mayor fue el encargado de traducir al español la última decena de libros de Camilleri, incluyendo Riccardino. En el documental El último caso de Montalbano, queda clara la complejidad del trabajo que tuvo que realizar Mayor, porque Camilleri mezclaba el idioma italiano con el siciliano, dando como resultado lo que el traductor llama el “lenguaje camilleriano” o “vigatés”, que no era utilizado de manera rasa, sino que tenía niveles acordes con distintos factores, como el estrato social y la relación de los personajes.
El autor fue introduciendo progresivamente este tipo de comunicación: “En La forma del agua el lenguaje es italiano con algunas gotas de color siciliano. En Riccardino es mucho más siciliana la forma de hablar del narrador, y unos personajes hablan en italiano estándar y otros hablan en distintas variantes del siciliano”, dice Mayor, y agrega: “Es un poco como si Camilleri hubiera ido educando al público italiano, al lector, en ese lenguaje”.
Para que no queden dudas del impacto de la obra de Andrea ni del trabajo del traductor, Mayor informa que “muchas de las expresiones, incluso algunos de los verbos, han pasado al lenguaje cotidiano italiano, porque el éxito de las obras en Italia es espectacular”.
Los ojos de Camilleri
Cuando debido a un glaucoma Camilleri quedó prácticamente ciego, imposibilitado de escribir, solicitó ayuda. Era 2016 y varias veces el escritor había querido dejar al comisario de lado, pero era consciente de la dependencia que tenía.
Valentina Alferj, agente literaria que trabajó durante dieciocho años con Camilleri, lo recuerda en el documental El último adiós de Montalbano con estas palabras: “Como decía Andrea, Montalbano era un chantajista. Cuando Andrea quería escribir una novela histórica o civil, Montalbano llegaba y le decía: ‘¿Por qué te empeñas en escribir estas cosas difíciles? Si escribes sobre mí es mucho más sencillo, venderás más libros. ¿No es más fácil contar una de mis historias?’”.
La obra póstuma de Camilleri, Riccardino, fue revisada ese año en el que el autor perdió la vista. Así lo estampa en una nota al final del libro: “Con noventa y un años cumplidos, sorprendido de seguir vivo y con ganas de escribir, me ha parecido que sería buena idea ‘retocar’ Riccardino […]. Me he visto obligado a pedirle a mi amiga Valentina que me lo leyera. Al escucharla, me han asombrado mis propias palabras, ya no me acordaba de la historia y me ha parecido buena y, por desgracia, todavía actual”.
Alferj cuenta que ese momento fue “de mucha depresión para Andrea por lo que significaba”. Entonces ella, que había visto su trabajo durante tantos años, se ofreció a ayudarle porque el escritor era un hombre muy metódico: “La página debía tener un número fijo de caracteres, las líneas siempre con la misma distancia, la tipografía del mismo cuerpo, todos los capítulos debían ser de diez páginas”, indica.
Esta prolijidad en el trabajo quedó plasmada en la nota que hace unos años dio al diario ABC: “Soy como un empleado del oficio de escribir. Me levanto muy temprano, me afeito y me visto bien, como para ir al trabajo. A las siete de la mañana ya estoy escribiendo. Soy hombre ordenado y cuidado, por respeto al lector y a mí mismo, y porque temo que el desaseo pueda repercutir en la escritura. Luego, cada página que escribo la releo en voz alta para sentir el ritmo del discurso y así corregir lo que no funciona”, afirmaba en 2014, pocas horas antes de recibir el premio Pepe Carvalho.