Por Bernardo Borkenztain.
[…] por los minutos que preceden al sueño,
por el sueño y la muerte,
esos dos tesoros ocultos,
por los íntimos dones que no enumero,
por la música, misteriosa forma del tiempo.
Jorge Luis Borges
Como es tradicional, a final del año se estila evaluar el período, con la salvedad de que, en el caso de la crítica, lo que se califica es el trabajo de otros. Por ello es especialmente grato realizar el racconto de una temporada tan intensa como llena de espectáculos de calidad.
Asombro antiguo
En efecto, fue un período en el que cantidad y calidad estuvieron alineadas, con una suma importante de puestas nacionales y extranjeras, muchas de ellas excelentes.
Además, la cartelera mantuvo una enorme diversidad, que en todo ecosistema es garantía de salud. Las poéticas de los diferentes colectivos se presentan con características propias, aunque con obvias conexiones rizomáticas de cohesión. Tenemos, asimismo, la suerte de no caer en una estandarización en torno a lo comercial y la simplificación que supone que ello –quizás, pero no lo creemos de verdad– aumentaría el público. Más bien pensamos que, a la larga, eso enferma y empobrece a la comunidad.
Ese tipo de teatro, para sorpresa de nadie, no es de nuestro paladar, pero tiene su presencia y está bien que la tenga. Como la nuez moscada, en su justa medida realza; pero la ausencia de octógonos negros teatrales no permite al eventual espectador asistir prevenido de posibles excesos. No hay nada intrínsecamente malo en el teatro que equivocadamente se llama “comercial”. De hecho, la mejor puesta del año según nuestra opinión, Lluvia constante, de Keith Huff, con puesta de Santiago Ventura, es un ejemplo de este teatro. La diferencia radica en que este tipo de obras logra masividad sin desconfiar de la inteligencia del espectador. Lejos de caer en el exhibicionismo o la ramplonería, capta los grandes números con la sana receta de presentar un argumento policial, con el tópico de los policías “no demasiado limpios” y la complejidad extra de ser narrada en retrospectiva.
Como nos dijo Gabriel Calderón, el novel y revulsivo director artístico de la Comedia Nacional, en una entrevista para el programa Charlas de Mentes, cuando un espectador sale disconforme con una película, deja de ver a ese director, pero cuando pasa lo mismo en el teatro, simplemente deja de ir. Y eso, que podrá ser injusto, es un dato de la realidad, por lo que el verbo es más importante que el adjetivo: será lo que será, pero ante todo “es”.
Dado que no estamos exagerando en lo anterior ni es una hipérbole el tema de la excelencia, nos podemos permitir una clasificación radial de lo observado, tomando, metafóricamente, como el centro de la vida teatral montevideana a la Comedia Nacional, por su institucionalidad y presupuesto, y alejarnos progresivamente de tales ventajas hasta los grupos emergentes.
Que una comunidad teatral como la uruguaya pueda sobrellevar las consecuencias de una pandemia y sus plateas cerradas, la merma de planes de incentivo y la escasez de salas para estrenar da cuenta de su vitalidad y resiliencia, y, como Borges ante el fuego, no nos es posible observarla sin dar gracias al divino laberinto de los efectos y las causas.
Todo está guardado en la memoria
Antes de adentrarnos en las obras vistas, debemos decir que este fue un año de recuerdos, dado que se celebró el centenario del nacimiento de China Zorrilla, con múltiples homenajes, como el Día del Patrimonio y varios actos, entre los que probablemente el más significativo fue la reposición por la Comedia Nacional del texto de Jacobo Langsner Esperando la carroza, que fue llevado al cine con la propia China en el rol protagónico y que se volviera una película de culto, con la aparición de los “carroceros”, una comunidad de fans que se saben de memoria todos los parlamentos de la obra, en especial el emblemático “Yo hago ravioles, ella hace ravioles; yo hago puchero, ella hace puchero” de la recordada Elvira, personaje reencarnado con un magistral histrionismo por la actriz Gabriela Iribarne. De hecho, hubo dos reposiciones de la misma obra, la otra fue en el teatro La Candela. El recuerdo de la actriz estuvo presente toda la temporada.
Más recientemente y mientras se redactaba esta nota, falleció el recordado actor, dramaturgo y director Omar Varela, a los 65 años, el seis de diciembre de este año. Sus más de treinta años de carrera son imposible de resumir, pero haremos un intento condenado a la insuficiencia.
Egresado de la EMAD, fue miembro de la Comedia Nacional hasta que decidió viajar a Brasil. A su regreso, puso la obra brasileña Quién le teme a Italia Fausta, de Ricardo de Almeida y Miguel Magno. Con varios actores que desfilaron acompañando a Petru Valensky (Jorge Elías, Luis Charamelo, Marcelo Galli, Virginia Méndez), la obra tuvo dieciséis años de presencia ininterrumpida en cartelera, siendo solamente superada en ese plano por Barro negro, la obra que se representa en un ómnibus que recorre las calles.
Inmediatamente fundó la Compañía Italia Fausta, que sería uno de los grupos más característicos de teatro independiente y de formación de la época. Omar Varela se convirtió al frente de la compañía en un referente que supo combinar lo comercial con lo artístico en buena mezcla y llevar a ver sus obras –él sí– a muchísima gente que no iba al teatro, y a no dudarlo: muchas de ellas siguieron tan disfrutable actividad.
Menos visible, pero no menos importante, fue el hecho de que permitió trabajar a muchísima gente, algo que no siempre se tiene en cuenta, pero que es buen momento para recordar: el teatro es una profesión, y una maravillosa, y no algo que la gente hace para divertirse cuando no está en la oficina de nueve a cinco –aunque se puede hacer de manera recreativa, por supuesto, pero nadie confunde a Luis Suárez con sus compañeros de fútbol de padres de la escuela–. La Ley del Artista Nacional es algo para otra nota, por falta de espacio dejemos constancia y sigamos viaje.
Es un fuego que me destruye, pero yo soy el fuego
Partiendo de la centralidad que instrumentalmente y a los efectos de esta nota (y nada más) le damos a la Comedia Nacional, debemos decir que con el lema de la temporada, “La Comedia Nacional arde”, Gabriel Calderón inauguró su dirección artística encendiendo un fuego que arrasó toda la materia muerta de una Montevideo que no miraba a su elenco oficial con la atención que merece tanta gente talentosa.
En la naturaleza, los bosques se incendian para que los árboles enfermos y podridos desaparezcan y dejen espacio a la germinación de nuevas semillas, permitiendo la renovación general. En el arte pasa lo mismo, ya que, a diferencia de lo que sostenía Aristocles, el arte no imita a la vida: es la vida.
Calderón no solamente logró una grilla de puestas interesantes y provocativas (eso no es algo que faltara en la Comedia Nacional), sino que también sacó al elenco fuera de las paredes que lo aprisionaban en el Solís y la sala Verdi, y eso lo enriqueció.
Asimismo, rescató la institución de los becarios, dando a varios jóvenes recién egresados la primera oportunidad laboral en el entorno ideal, con compañeros talentosos, experimentados y con la posibilidad de dedicarse a tiempo completo.
De los seis, egresados del IAM y la EMAD, hay una dramaturga, Alejandra Gregorio, y cinco actores y actrices. Entre ellos, podemos destacar tres trabajos consagratorios: Camilo Ripoll (Julio o Julia, en La trágica agonía de un pájaro azul, con texto de la chilena Carla Zúñiga y dirección de Domingo Milesi), Gal Groisman (Erika, en la misma obra) y un muy especial reconocimiento para quien fue nuestra revelación del año, Joel Fazzi (Kassandra, en El salto de Darwin, texto de Sergio Blanco y dirección de Roxana Blanco).
Otra muy buena iniciativa consistió en coproducir, con elencos independientes como La Gaviota, Kinderspiel, La Emergente o El Circular, obras con aportes de los actores del elenco oficial y estímulos económicos de la Intendencia de Montevideo.
Junto con el hecho de estrenar la más esperada de las obras (la ya mencionada Esperando la carroza, en el teatro Macció de San José), Calderón aplicó al concepto de “integración” una transversalidad que nadie logró antes, no solo en el teatro, sino en cualquier esfera del gobierno de nuestro país. Nos me explicamos.
Generalmente, cuando un funcionario o político habla de integración lo hace desde la visión de túnel de sus propios intereses, lo que implica considerar un eje tensional, como puede ser el eje regional Montevideo-Interior, u otros de género, economía, oficial-independiente, jóvenes-mayores, o cualquier otra categoría que pudiera ser definida (si se puede definir, se puede problematizar. Eso es un axioma de la política actual).
Calderón recorrió todos los ejes a la manera de un funámbulo, como ya había hecho en varias instancias, desde la Dirección de Cultura del MEC junto al mejor director que hemos tenido en décadas, Luis Mardones, o al frente del INAE. Y como hace con su teatro, básicamente se rio de las sentencias de los “No se puede” uruguayos. Como él mismo hiciera al irrumpir como director y dramaturgo en la década pasada, desmintiendo la premisa de que el teatrista joven no tenía lugar en la cartelera y con el público, redobló la apuesta y negó otras tres falsas premisas al iniciar su gestión: la de que no hay dramaturgas o directoras, la de que si las hay no serían jóvenes, la de que el elenco oficial no puede cooperar con el independiente o que el interior no puede dialogar teatralmente con la capital (utilizamos aquí la palabra “cooperar” en su sentido fundamental de varias entidades que operan juntas y a un tiempo, no en el de que una es subordinada y otra la ayuda. El significado filosófico y científico de cooperación carece de moral o intencionalidad, es descriptivo). Si nos preguntan, tratándose de algo que se hizo entre enero y octubre, no es un logro menor.
Por primera vez en mucho tiempo, un estreno teatral se convirtió en un evento cubierto en directo por los informativos de televisión, por nombrar solamente un ejemplo de repercusión social. Otro tema que se debería tratar, pero no aquí ni ahora, es el papel de la masividad en el arte, pero es un hecho que un elenco oficial que pertenece a la ciudad tiene un deber ante los ciudadanos, y este año se probó que puede convocarlos en grandes números.
Las propuestas de la institución fueron variadas y en cuatro fases. La primera tuvo tres nombres que se llevaron todas las miradas y marcaron el camino que llevó a las otras. Nos referimos a Florencia Zabaleta, Diego Arbelo y el propio Gabriel Calderón.
En cuanto al último, su puesta de Constante, con Guillermo Calderón (Chile), sobre El príncipe constante, de Pedro Calderón de la Barca, fue la abanderada de Uruguay en el Festival de Teatro Clásico de Almagro y arrasó con todo, crítica y público. Los españoles tuvieron su logro de la década: conocieron a Jimena Pérez, una actriz superlativa que nosotros disfrutamos en la Comedia desde 2008, y a un elenco que para nosotros fue el mejor de la temporada, sumando a Stefanie Neukirch, Juan Antonio Saraví, Luis Martínez y Pablo Varrailhon.
En cuanto a Diego Arbelo, su protagónico en Todo su asco del mundo, sobre textos de Thomas Bernhard y con cinco directoras jóvenes (Eliane Lacey, Soledad Lacassy, Julieta Lucena, Vachi Gutiérrez, Vanesa Cánepa) y el aporte dramaturgístico de Laura Pouso (acerca de lo poco valorada que es la figura del dramaturgista en un país donde nos preciamos de nuestra teórica cultura vareliana, se podría hacer otra nota, ciertamente), y su papel de reparto en La trágica agonía de un pájaro azul lo confirman como el actor excepcional que es, pero además lo colocan en un nuevo nivel. El despliegue y entrega, artística y física, en la primera de las obras (algo reconocido por las directoras con las que hablé) y su finísima encarnación del “payaso de circo”, en el otro trabajo, en el que debía representar a un hombre hermoso (ataviado y pintado como un payaso desvencijado) on un alma horrible convierten su diálogo con Nina (Florencia Zabaleta) en el momento fáustico del año. Solo por haber presenciado ese instante, ya valió la pena vivirlo.
El año pasado en esta misma instancia destacábamos, refiriéndonos a Cuando deje de llover, el bello trabajo de Andrés Papaleo y Florencia Zabaleta, interpretando a dos personajes muy por debajo de la edad de los actores con belleza y frescura.
Este año no es posible sin el espacio de una monografía describir lo hecho por Florencia Zabaleta. El riesgo, el despliegue físico y la fineza de actuación de su trabajo en Un estudio para la mujer desnuda (texto y dirección de Leonor Courtoisie sobre la novela de Armonía Somers) no se pueden describir sin adjetivación que impida la descripción más neutral, porque fue un hito en la historia teatral del país. Sean conscientes o no del hecho, Courtoisie y Zabaleta dejaron una marca profunda en la línea del tiempo escénica del país. Y si fuera poco, su otro protagónico, Nina, no le va en zaga. Ambas mujeres a las que la actriz presta su cuerpo y alma encarnan el pathos en su versión más arquetípica. Zabaleta miró dos veces al abismo y fue el abismo el que apartó la mirada. Por cierto, existe una conexión especular entre ambos trabajos, dos diálogos con Diego Arbelo y Fernando Vannet, que ameritaron una ponencia en el Congreso de Manizales de este año.
No podemos dedicar toda la nota a la Comedia Nacional, pero las otras tres fases no fueron menos impresionantes. Ya mencionamos Esperando la Carroza, pero Tiempos salvajes, de Josep María Miró, Trilogía de la indignación, de Esteve Soler, Las actas, de Margarita Musto, y El salto de Darwin, estuvieron a la altura y por mucho.
Un pequeño paso excéntrico
En nuestra escena hay un cierto número de grupos teatrales, con y sin sala, que se llaman independientes, pero que no por eso dejan de tener una institucionalidad que en casos como El Galpón o El Circular se mide en décadas, al igual que La Gaviota, que de la mano de jóvenes como Daniel Plada y Sebastián Silvera ha resurgido luego de un impasse de algunos años.
Esa convalidación que da la historia, medida en buenas puestas y no en años, por cierto, hace que el término de “independientes”, con el paso del tiempo, sea algo difuso, porque son instituciones por derecho propio, no pueden definirse por su falta de relación con nada. Precisamente, de El Circular han venido muchas de las buenas puestas que se vieron en el circuito radial, como Jumpy, dirigida por Lucio Hernández en su primer trabajo al abandonar la Comedia Nacional y que marcó la vuelta de Paola Venditto a las tablas luego de cuatro años, una ausencia que se sintió demasiado, y que vuelve a formar esa dupla imbatible que tiene con Robert Moré.
Por otro lado, un histórico del elenco, Gustavo Bianchi, se unió a Fabio Zidan para una puesta de La forma de las cosas, de Neil LaBute. Otra apuesta del grupo, en su temporada en memoria de su recientemente desaparecida compañera Laura Santos, fue volver a confiar en el equipo de directoras de Julieta Lucena y Soledad Lacassy, que con su obra Vaciar chat presentaron una excelente crítica de los problemas de machismo, cancelación y mediatización digital de la vida en nuestra época.
Por su lado, El Galpón inició el año con una obra de Fernando Toja, Tristeza y alegrías en la vida de las jirafas, de Tiago Rodrigues, con un elenco de jóvenes al que se sumó el refuerzo de históricos como Alejandro Busch y Marcos Flack, y el celebrado retorno a las tablas del queridísimo Luis Pupy Fourcade, que en su papel de oso de peluche parlante fue una de las mejores actuaciones de reparto del año. Otra puesta importante fue el Hamlet dirigido por Marcelo Díaz con elenco del Galpón y actuaciones memorables de varios de ellos, como Rogelio Gracia, Walter Rey, Hugo Giachino y Camila Cayota.
La Gaviota, por su parte, tuvo dos puestas excepcionales, una dirigida por María Dodera, Slaughter, de Sergio Blanco, y El enfermo imaginario, dirigido por Sebastián Silvera (que también actuó en Slaughter). En ambos casos el elenco fue extraordinario, pero resaltó la actuación de Cristina Cabrera y Fernando Amaral en la puesta de Moliére.
Otro paso más cerca del borde
Es muy común referirse en las ciudades a los “circuitos off” para hablar de los grupos o salas que no están en las rutas más frecuentadas, llegando, en ciudades grandes como Buenos Aires, a establecerse con un público fiel y generar una nueva rizomatización a la que se llama recursivamente “off off” para decir que son más extrarradio que los anteriores.
Montevideo no tiene esa dimensión, pero sí ha dado sostén a muchas salas como Tractatus, que no sobrevivió a la pandemia, pero en la que se estrenaron grandes obras (Ser humana, Cheta, Mi hijo solo camina un poco más lento, en el Fidae, por nombrar unas pocas) o, actualmente y en la misma zona de la Ciudad Vieja, espacios como La madriguera o Espacio abierto, a los que hay que prestarles mucha atención, porque las mejores emergencias parecen concentrarse en ellos. Así, en el primero, este año vimos la excelente Sueño de la procesión de sus muertos, de Animalismo Teatro, así como el año pasado Hay algo, de Jonathan Parada, o El llanto del picabuey, en la segunda sala.
Otro colectivo que siempre tiene novedades es El Almacén, que estrenó Guns en su peculiar sala de Parque Batlle y con un planteo de la escena en un plano inferior a la platea.
No podemos dejar de mencionar la puesta de Lluvia constante, opera prima de una compañía que viene del cine y que arrasó con todos los premios de la temporada, de la mano de su director Santiago Ventura y dos grandes actores Gastón Torello y Carlos Rompani.
El vértigo del precipicio
En suma, la temporada ha deparado un conjunto de propuestas de poética, contenido e intensidades variadas, como reza la expresión popular: “Para todos los gustos hubo”.
Lo importante es lo que esto muestra de la salud de la comunidad teatral uruguaya, con sus componentes históricos, con los que no lo son tanto, y con las nuevas generaciones que golpean la mesa y piden su momento bajo las luces. ¡Larga vida a Dionisos, Talía y Melpómene! ¡Que no se extinga el canto del macho cabrío!
Bienvenido sea este momento que se niega a ser un servidor de pasado en copa nueva y pone en jaque al traidor de los aplausos.