Por Carlos Diviesti.
El héroe sin laberinto.
Cuando Argentina, 1985 se encaramó como el gran éxito del cine argentino en tiempos pandémicos (ya la han visto más de un millón de espectadores en las salas independientes, porque no se estrenó en las salas de las grandes cadenas exhibidoras que operan en el país), hubo algo que a este cronista no le terminaba de convencer en la factura de la película. No eran cuestiones técnicas (irreprochable la reconstrucción de época, aunque quizás demasiado prolija) ni tampoco de verosimilitud política (no es un ensayo sobre los hechos históricos que aquí se retratan), sino más bien cuestiones de índole narrativa. ¿Por qué uno, que vivió esa época no tan distante en el tiempo, tuvo la sensación de que algo estaba faltando, de que algo no terminaba de congeniar con el contraste que señalan las tapas de los diarios de ese año, si se aviva el afán por investigar en las hemerotecas públicas?
Hace muchos años que el cine argentino, cuando se pone a revisar la historia, tiene la tendencia a comportarse como un revelador de verdades o a ilustrar con imágenes la historia oficial, y no actúa como vehículo para que la ficción aporte una mirada novedosa a la realidad acontecida. Por eso se da la cabeza contra la pared, porque se ancla a la “verdad” más que buscar un verosímil que la porte. Qué mejor ejemplo de cine político que Z, ese monumento filmado hace 53 años por Costa-Gavras, y que visto hoy no solo aporta información histórica sino que, sobre todo, es un endemoniado entretenimiento audiovisual, cuyo montaje debería ser revisado para comprender cómo crear interés e intriga utilizando las elipsis que plantea el guión. Z es posiblemente el mejor ejemplo de cómo el cine podía penetrar políticamente en el imaginario popular durante la Guerra Fría, y cómo los gobiernos (tantos gobiernos de la derecha fascista mundial de los años setenta) hicieron lo imposible por limitarlo y hasta prohibirlo. Por eso, las grandes diferencias que separan a Argentina, 1985 de Z son narrativas: Z es una rancia ficción basada en hechos de la vida real (en la que los personajes reales no podían nombrarse, o no era necesario nombrarlos, o podían ser esos y a la vez tantos otros en el mundo), y Argentina, 1985 no se anima a ser del todo ficcional. Si el diario Clarín en la película se llama El Mundo, si el asesor del presidente no se llama como unos cuantos otros asesores del gabinete de Alfonsín, si el hijo del fiscal Strassera no espió a los jueces que discutían su veredicto en una pizzería de la zona del Palacio de Justicia, ¿por qué no ficcionalizar también el rol de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, tan, pero tan, importante como antecedente del juicio, más que como golpe de efecto como una manera de confrontar al espectador con las aristas humanas del relato? El crimen de los generales griegos que tuvo como víctima a un diputado de izquierda en Z nunca está por delante de la actitud de los personajes, de su ambigüedad, de su constante balanceo entre la gloria y la miseria. Y aunque Argentina, 1985 observa con buenas artes un momento de la historia latinoamericana que aún no ha terminado, lo hace dentro de los límites que le impone el curso de un camino sin ripio que el héroe transita sabiendo cómo sortear los escollos que lo llevarán al éxito.