La forma de las cosas.
Por Bernardo Borkenztain.
Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él.
Jean Paul Sartre
Las cosas
Fabio Zidan es una figura conocida en nuestro medio teatral, con la curiosa particularidad de ser ingeniero a la vez que actor y director egresado de la Emad. Gustavo Bianchi, por su parte, es egresado de la escuela del Teatro Circular de Montevideo y forma parte de su elenco estable y plantel docente desde hace más de una década.
En el marco de esta unión de fuerzas, los directores traen una puesta de un dramaturgo estadounidense que tiene una larga lista de producciones de teatro y cine, y que ha trabajado con actores como Nicolas Cage y Liv Schreiber.
Al estar familiarizados con la poética de Zidan como director, podemos ver que el manejo de los actores ha sido afinado por el obvio conocimiento que Bianchi tiene del elenco del Circular, pero dado que no sabemos –e investigarlo sería indelicado– qué parte del trabajo realizó cada uno, en adelante nos referiremos a ambos con el genérico de “directores”.
Estamos ante una obra en la que lo escénico sobrepasa la calidad del texto que, sin ser malo, no es genial. Los elementos que los directores despliegan en el juego con los actores y el dispositivo escénico magnifican el resultado final, con una puesta que es de las mejores que llevamos vistas en el año.
A Sebastián Martinelli y Julieta Lucena los vimos como la pareja de la obra Mirame que nos miran, también del Circular, e Ignacio Estévez es recodado por sustituir con mucho talento a Christian Amarcoria en Mi hijo solo camina un poco más lento, de Gerardo Bejérez, en El Galpón. A Emilia Palacios se la ha visto menos. En todo caso, los cuatro jóvenes nos han dejado con ganas de ver más de ellos.
La forma
El dispositivo escénico aprovecha la forma de la sala Uno del Teatro Circular, con una propuesta que divide el espacio en una suerte de pasarelas que marcan diferentes zonas. Una de ellas es el museo de arte y una sala de conferencias universitaria (el teatro es proteico, necesariamente) y otra es a la vez lugar de reunión social o de paso, y en las diferentes escenas los personajes acceden desde las distintas opciones que da el espacio según reglas precisas. El personaje de Julieta Lucena suele aparecer desde el lado más cercano al acceso de la sala (izquierda y derecha son relativas en una sala circular), mientras que el de Sebastián Martinelli lo hace desde el opuesto. Los otros dos personajes, que son los articuladores de las relaciones, lo hacen de forma más flexible y desde el medio también. Esto marca escénicamente las tensiones entre los personajes que componen una de las esferas del conflicto en el texto, que por su multiplicidad de dimensiones crea un ambiente de tensión que favorece al espectáculo.
El manejo de las luces y el sonido es sobrio, funcional y marca con sutileza, sin distraer, la atmósfera de los diferentes momentos.
La forma de las cosas
Como decíamos, la obra funciona mejor que el texto porque dirección y actores trabajan con una sinergia soberbia, pero eso no implica que el texto carezca de interés, ni mucho menos. No queremos desvalorizar el texto, sino resaltar lo escénico.
De hecho, la anécdota de la puesta admite (y requiere) interpretarse en diferentes planos de tensión, respecto a dos ejes principales: uno, universal, en torno a qué es el amor y a qué nos habilita; y otro, más específico, como reflexión sobre la naturaleza y los límites del arte.
La obra tiene un carácter marcadamente liminal, porque explora los bordes de las cosas, las tensiones que casi llevan del amor a la tortura, o del arte a la manipulación o –seamos honestos– al fraude liso y llano.
La dimensión del amor cubre los dos aspectos que los griegos diferenciaban en la época clásica, eros, el amor sensual, y storge, el amor de las amistades y personas cercanas, sin olvidar pasar por el lugar común de los amigos que se desean en secreto, pero con una afortunada vuelta de tuerca que lo salva del cliché.
La reflexión respecto del arte, por su parte, cubre la pregunta de qué es una obra de arte, qué la califica para ser percibida como valiosa en ausencia de un parámetro objetivo, pero también los límites que puede o no puede atravesar el artista.
Hay dos asuntos importantes que la obra explora. Uno es el problema de instrumentalizar a una persona. Kant nos asegura que está moralmente prohibido: un ser humano es un sagrado inviolable y no podemos utilizarlo como una herramienta. No obstante, en la puesta hay un rango sutil de manipulaciones más o menos egoístas que plantean el tema con matices y de la mejor manera posible: representando y sin discursos dogmáticos (aunque hay un discurso, seamos sinceros, pero que es parte integral de la obra y no la voz del autor).
El otro asunto en que profundiza la obra es si el amor es motivo suficiente para hacer cualquier cosa, o si en aras del amor uno puede intervenir sin permiso en la vida de otra persona, aun en el caso de que sea para mejorarla.
Pigmalión se enamoró de su estatua, Galatea. Cuando Afrodita le dio vida, Galatea correspondió al amor de su creador. Si hubiera sido una mujer libre, hubiera podido elegir si accedía o no, pero es un hecho que no pudo.
En suma, se trata de un texto interesante, actuaciones soberbias y un ritmo que se mantiene a lo largo de toda la obra. Sobran razones para verla.
Dramaturgia: Neil LaBute.
Directores: Fabio Zidan y Gustavo Bianchi.
Elenco por orden de aparición: Ignacio Estévez, Emilia Palacios, Julieta Lucena, Sebastián Martinelli.
Diseño de escenografía e iluminación: Fernando Scorsela.
Música original y ambientación sonora: Alejandro Fleitas.
Diseño de vestuario: Verónica Lagomarsino.
Foto, arte gráfica: Alejandro Persichetti.
Teatro Circular