Constante (Calderón, Calderón, Calderón).
Por Bernardo Borkenztain.
Aquí se tiene que correr a toda velocidad simplemente para seguir en el mismo lugar. Si se quiere llegar a otra parte, por lo menos hay que correr el doble de rápido.
Lewis Carroll, en Alicia a través del espejo.
Todo empezó con una idea
Cuando los directores Guillermo y Gabriel Calderón compartieron una estadía en el Royal Court de Londres, surgió casi naturalmente la idea de que su homonimia los obligaba a alguna forma de cooperación. Dicha idea se postergó a lo largo de los años y las pandemias, para finalmente fundirse en este guiño teatral, basado en El príncipe constante, de Pedro Calderón de la Barca, y llamado en clave “de Calderón, Calderón, Calderón” que, como bien dijera la profesora María Esther Burgueño, se vuelve un homenaje de los jóvenes “Calderones” del presente y nuevo mundo a su antecesor en el tiempo y del viejo mundo.
El disparador de la propuesta concreta es más reciente, cuando informan a Gabriel Calderón, al ser designado director artístico de la Comedia Nacional, que debía presentar una obra en el Festival de Teatro Clásico en Almagro. Ante esa novedad, y dado que el teatro clásico ha perdido pie en Uruguay y no es precisamente la primera apuesta que haría el director, tomó forma la idea de hacer esta lectura particular en cooperación con su contraparte chilena.
El tema de la tortura surge casi naturalmente de la temática que interesaba en Londres (a raíz de la cual surge la obra de Gabriel Calderón Or: tal vez la vida sea ridícula, en la que con su habitual astucia sustituye los secuestros de la dictadura por abducciones extraterrestres) y a la temática que Guillermo ya había visitado en su obra doble Villa+Discurso.
La idea se vuelve proyecto
Así las cosas, la obra se apoya en un texto que tiene la contradictoria propiedad de ser casi desconocido en Uruguay a la vez que es indispensable en la historia del teatro internacional, ya que tuvo puestas nada menos que de Goethe, Meyerhold, Grotowsky y Hoffmann, sin siquiera nombrar las puestas en España, que son múltiples. De hecho, uno de los desafíos que tuvo la Comedia Nacional en Almagro fue tener de público a actores que conocían el texto profundamente por haberlo trabajado. Nos adelantaremos a decir que los deslumbraron.
Fiel a su estilo, Gabriel Calderón toma un desvío de la poética de intensidad letal que inauguró en su dramaturgia con Ana contra la muerte ‒furor en Europa y Uruguay gracias a los trabajos superlativos de Gabriela Iribarren, Marisa Bentancur y María Mendive‒ y vuelve a su humor ácido, que no respeta ni a la violencia ni a la muerte. Cantaba Serrat que los fantasmas no son nada si se le saca la sábana, y Calderón (Gabriel) sabe perfectamente que a la muerte tenemos que enfrentarla en disidencia.
Pero el pasado es otra cosa, a veces hay eventos que nos atrapan, que no nos dejan evolucionar y nuestra vida queda fijada en un momento particular de nuestra historia. Sobre esta premisa, el texto de El príncipe constante aparece afantasmado, perdido y por momentos apenas recitado, mezclado con fragmentos de La vida es sueño.
La obra se basa, entonces, en cinco personajes que se quedaron fijados, de alguna manera, en el recuerdo de una obra que ni siquiera se estrenó, en una Montevideo tan ficcional como Santa María.
El proyecto toma forma
Es bastante complicado explicar que en el principio Calderón creó una cama y que, en ese mueble, parte de un dispositivo escénico, se resumen todos los eventos de la vida de estos personajes, que directa o indirectamente giran en torno a esa puesta de El príncipe constante que no fue.
La producción partía de la premisa borgeana de que el pueblo escenográfico tuviera el tamaño de un pueblo real, como el mapa del emperador; también del hecho de ser un emprendimiento ruso con una protagonista alemana (y uruguaya) de habla ruso que se iba a realizar en Uruguay, pero que luego de un mes de ensayos se disolvió, sin vender una sola entrada, en una nube tóxica de humo verde.
Para mayor resalte del alef calderoniano que es este mueble verde, el resto del dispositivo escénico conforma un altar en perspectiva que muestra su sesgo a la platea y está compuesto por una ventana con su cortina verde, una puerta y el sancta sanctorum de la cama. Un depósito simulado en la ventana permite sacar y retirar sillas y objetos que, con dos focos de luz en escena, constituyen todo lo que interactúa con los actores.
Las luces son funcionales a la narración, con momentos de humor (es difícil usar luces y sonidos para hacer humor, pero para Calderón un trueno y un par de disparos no son nada), lo mismo que la música compuesta ad hoc por Luciano Supervielle.
Un aspecto de gran fineza reside en el diseño y la producción del vestuario, que mediante la repetición de telas y texturas refuerza un juego de vasos comunicantes y duplicaciones que comentaremos más adelante, pero siempre con el verde como color de significación especial.
El texto original narra las peripecias de Fernando de Portugal, infante del reino en el siglo XV que lideró una expedición al norte de África para establecer un bastión de la cristiandad y que, capturado y torturado para que abjurara de su fe, se negó, constante, y murió en cautiverio por la tortura, convertido en mártir.
Quien conozca a Gabriel Calderón no se sorprenderá por el hecho de que rápidamente saque a Dios de la escena y sustituya la fe metafísica por la fe poética, de manera tal que la lealtad al propio arte, al pasado, a la ley o incluso a la tortura son los destinadores actanciales de una escenógrafa, una actriz, un traficante de arte y dos policías que ven sus vidas girar alrededor de esa suerte de axis mundi que es una cama verde con la palabra “tortura” escrita en ella.
Y el teatro. Obviamente el teatro. A lo largo de la puesta el teatro es cuestionado, caricaturizado por su pobreza. “El teatro es pobre”, dice uno de los personajes, encarnado por Juan Antonio Saraví, que con su habitual gracia se ríe de los efectos “especiales” de disparos o truenos ‒no nos queda claro por qué en la poética de Calderón los truenos ocurren antes que los relámpagos‒ en escena. También se cuestiona al teatro por su ineficacia.
En resumen, la fallida puesta termina en un incendio verde de humo venenoso en el que muere el productor y a causa del cual semanas después el director Constantin (doble juego con Stanislavsky y “constante”) fallece también por el envenenamiento.
La cama es el universo. Sobre ella fue que Pernilla (la protagonista, encarnada por Stefanie Neukirch) fue torturada durante un mes en su proceso de poder representar justamente la tortura, mediante “el método” que requiere del actor sentir lo que realmente representa. Es curioso notar que Neukirch, formada en Nueva York, es la única actriz de la Comedia realmente formada en el método, y cuando llora en escena lo hace “con armas nobles”, es decir, provocándolo con sus técnicas actorales. Sobre ella, el huésped de un apartamento (Pablo Varrailhón) alquilado por una aplicación (luego sabremos que es policía) sufre pesadillas por la palabra “tortura”. Con ella se cobra parte de lo que le debe la dueña del departamento (Jimena Pérez), productora de la escenografía de la puesta malograda, y con ella sueña el traficante/marchand/director de museo encarnado por Saraví. Por su caída (todo héroe trágico tiene una caída y nuestra cama no es la excepción) muere un torturador sudafricano que por coincidencia, o no, pasaba justo por la ventana del apartamento.
Solamente el personaje de Luis Martínez, el otro policía, parece inmune al poder centrípeto de la cama que absorbe todo a su alrededor: si la escena no transcurre sobre ella es porque los personajes están hablando de ella. Él quiere saber la verdad, que el culpable de la muerte del torturador, si es que fue homicidio y no casual, pague su culpa.
La forma se hace carne
De alguna manera, la obra es circular, comienza y termina con la belleza hierática de Pernilla con una lechuguilla al cuello, recitando parlamentos de El príncipe constante de la puesta que tanto ensayó y por la que su amor, Constantin, dio la vida. Ella misma reconoce el cliché de que una actriz se enamore de su director, pero acá se da el doble juego con el síndrome de Estocolmo y el secuestro.
Luego de un momento de belleza en el que Pernilla descorre una tela verde que cubre todo el espacio de la cama como una mortaja, vistiéndolo a su vez como un manto real, se instala la intensidad de Varrailhón y Pérez cambiando rápidamente el tono de la obra, asumiendo el ritmo y cambios de velocidad propios de la poética de Calderón.
En ese momento comienza la verdadera complejidad del texto que hace brillar a los actores. Ideas pasan de una escena a otra por vasos comunicantes insospechados, lo que se dice como amenaza en una aparece como un sueño en otra, la idea que es hipótesis pasa a ser prueba en una acusación.
Un momento hilarante ocurre cuando el pedante personaje que ama la poesía de Saraví tiene un intercambio con la Policía en el que reconoce que el libro le pertenece pero no es de él, jugando con la diferencia entre autoría y posesión del objeto, que también es parte nuclear de la historia de la cama, ya que el nudo de la historia es saber justamente a quién pertenece: si a quien la construyó, a quien fue torturada sobre ella o al museo que la adquiere luego de la caída, reconstruida, por un dólar, poniendo en juego de paso la diferencia marxista del valor de intercambio y el de uso de los objetos.
La carne se hace grito
Es muy difícil hacer justicia con el trabajo de excepción que hacen los cinco actores, que para quienes los hemos visto no sorprende en absoluto. Como en 1492, fueron descubiertos por los españoles, que esta vez fueron cautivados por los recién descubiertos.
Cada uno utiliza sus recursos al máximo (recordemos que Calderón no es director de actores) y la maquinaria articula con precisión: Saraví despliega su vis cómica, Varrailhón y Pérez su capacidad de pasar de la invisibilidad a la máxima intensidad en un instante, y Martínez su capacidad de desplegar un sentido de peligro y amenaza sin tener que elevar la voz o recurrir a los gestos amplificados. Y el público se rinde.
Desde que Pernilla convierte una mortaja en un vestido real, hasta que recita los parlamentos que no pudo decir en escena, mientras una nube verde asfixia el mundo con su olor a pólvora, la cama está ahí, agazapada, en el centro y en todas las esquinas del mundo.
Dramaturgia: Guillermo y Gabriel Calderón.
Dirección: Gabriel Calderón.
Reparto por orden de aparición: Pablo Varrailhón, Jimena Pérez, Juancho Saraví, Stefanie Neukirch, Luis Martínez.
Escenografía: Lucía Tayler.
Traspunte: Cristina Elizarzú.
Iluminación: Sofía Ponce de León.
Vestuario: Virginia Sosa.
Música: Luciano Supervielle.
Sala Verdi