Centenario del nacimiento de la gran dama de la escena ríoplatense.
Por Carlos Diviesti.
Quién no sabe que Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz del Campo, esa grande dame del teatro, el cine y la televisión en ambas orillas del Río de la Plata, nació en Montevideo hace cien años. Quién no sabe, también, que la notoriedad la esperaba pasados los cincuenta largos, y quién podría ignorar esos comentarios que señalan el posible romance que mantuviera con Danny Kaye al promediar el siglo XX –habría que preguntarse si las nuevas generaciones conocen a Danny Kaye, aquel comediante pelirrojo y de ojos saltones que del vodevil saltó a Hollywood y tomó el cetro de los pioneros de la comedia física en la pantalla hacia mediados de los años cuarenta; pero volveremos a Danny Kaye más adelante, porque consideramos que es muy importante en la carrera de China Zorrilla‒.
Quién puede desconocer que apenas terminó la Segunda Guerra Mundial se instaló en Londres, becada por la Royal Academy of Dramatic Arts, aunque por entonces su inglés se reducía a “Good morning” y a “Bye, bye” y que, como de forma consuetudinaria perdía la libreta de racionamiento y las autoridades le entregaban otra sin preguntarle si era verdad que la había perdido, solo creían su relato, aprendió que la viveza criolla no es buena consejera porque no hay que sacar ventajas cuando existe una necesidad colectiva. Y que después saltó a Nueva York para trabajar en una oficina y que a su vuelta a Uruguay se transformó en periodista y animadora televisiva (hasta tuvo una audición en Canal 10 donde charlaba –o discutía‒ con su padre, el célebre escultor José Luis Zorrilla de San Martín, padre también del Monumento al gaucho, acerca de la actualidad y la historia del país). Y que aunque su prosapia incluya lazos con el escritor argentino Estanislao del Campo y con el máximo exponente del movimiento independentista uruguayo, don José Gervasio Artigas, los picos más altos de su carrera los consiguió interpretando mujeres de una clase media atribulada que no atinan a comprender el espanto que las rodea y que su única salida sea verbalizarlo a voz en cuello.
Y quién podría ignorar que durante su paso por la Comedia Nacional actuó en aproximadamente ochenta puestas y hasta fue dirigida por Margarita Xirgu; que viajó a España con el Teatro de la Ciudad de Montevideo (formado en 1961 junto a Antonio Larreta y Enrique Guarnero) y presentó La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca, en pleno régimen franquista; que dirigió óperas y piezas teatrales en ambas orillas del Plata, tanto en escenarios oficiales como en las tablas del circuito privado; que recibió prestigiosos premios internacionales como el Coral a la mejor actriz en el Festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana (por Darse cuenta), y el San Jorge de Plata en el Festival Internacional de Cine de Moscú (por Conversaciones con mamá, con dirección de Santiago Carlos Oves, en 2004); y que su primera película la filmó en Argentina al borde de los cincuenta años (Un guapo del ‘900, 1971, dirigida por Lautaro Murúa). Y que también el gobierno chileno le otorgó la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral en 2000, que fue ordenada Chevalier con la Legión de Honor por el gobierno francés en 2008, y que el gobierno uruguayo acuñó un sello de correo con su imagen en 2011.
Por supuesto que todas esto es relevantes en la biografía de cualquier persona, ¿pero es lo más trascendentes que pueda decirse de China Zorrilla? ¿Acaso la huella de su trabajo, a los ojos de los espectadores que lo observan, no resulta una experiencia vital y transformadora para cada uno de ellos? También debiéramos preguntarnos si alguien puede imaginarse la historia del cine o el teatro rioplatenses durante más de la mitad del siglo XX y el comienzo del XXI sin referirse a la presencia y a la importancia en su desarrollo de China Zorrilla.
La mujer que estuvo ahí
En una entrevista con el periodista argentino Luis Majul para el programa Hemisferio derecho en 2005* China Zorrilla cuenta que su madre la llevó al circo en París a los cuatro años, y que por entonces los payasos hacían chistes bastos y granguiñolescos, como hacharse los pies y que les saltaran chorros de sangre, lo que la hizo llorar a mares y llevó a su madre a conformarla y a decirle que eso no era verdad, que la sangre era pintura, lo que obligó a China a responderle: “No me importa la sangre. Yo quiero estar ahí”.
Quizás lo más valioso que haya aprendido China en su casa de la infancia haya sido a escuchar. En esa misma entrevista cuenta que las mesas familiares siempre reunían a mucha gente que conversaba y se escuchaba. Posiblemente, esa escucha ampliara su horizonte y le permitiera observar con mayor agudeza tanto a los tipos de su clase como a los de su entorno, que tantos años después se transformaron en la materia prima de sus criaturas. Porque la mayor agudeza de China Zorrilla, más que en la mordacidad de los textos que le haya tocado decir, se encuentra en la respiración con la que los dice, aliento que con el correr de los años prefirió la pausa comprensiva al trémolo del retruécano. Como ocurre con esa pequeña gran película del tramo final de su trayectoria que citábamos antes, Conversaciones con mamá, en la que la mamá le confiesa tener un novio linyera a su hijo desempleado a través de una historia que parece enloquecida y que, sin embargo, guarda una reposada sensatez. Porque aun en su desenfreno histriónico, Elvira Romero de Musicardi, epítome de la hipocresía clasemediera de las pampas y las cuchillas, al notar en peligro sus intereses enmascara la tragedia de la muerte de Mamá Cora con la desdramatización de la comedia desbocada (Esperando la carroza, Alejandro Doria, 1984). Este se ha difundido como su máximo capolavoro por la trascendencia de culto que adquirió la película, sin embargo muchos otros roles, protagónicos o menores, incluso los televisivos, son dignos de mayor atención.
En los primeros veinte minutos de proyección de la notable ‒aunque declamatoria‒ Un guapo del 900, Lautaro Murúa presenta a los tres personajes femeninos de su adaptación de la pieza de Samuel Eichelbaum, firmada junto con Néstor Gaffet, con primeros planos que destacan el peligroso aburrimiento de doña Edelmira (Chunchuna Villafañe), la esposa infiel del caudillo conservador, la despintada tristeza de la Polaca (Erica Wallner), la pupila del burdel amante de Ecuménico López, y la fiereza no exenta de amor de doña Natividad López, la madre de Ecuménico, el guapo, culata del caudillo, que con solo mirar con un ojo torvo, la boca dura, los surcos en la piel de esa vida inclemente, y ese decir admonitorio y ajeno con el que expresa: “Eso es ser guapo, quien no necesita la ayuda de alcahuetes como vos”, podría ser la coronación de un largo itinerario, pero resulta que es la carta de presentación de China Zorrilla en un medio que no la había tomado en cuenta hasta entonces: el cine.
Un guapo del 900 ubica su acción hacia 1904. El siguiente trabajo de China frente a las cámaras, La maffia (Leopoldo Torre Nilsson, 1972), es un fresco amacchietado acerca del enfrentamiento entre Chicho el Grande y Chicho el Chico por el control del delito en la ciudad de Rosario alrededor de 1930, en el que China compone el rol de la esposa de Chicho el Grande. Luego vendrán Los gauchos judíos (Juan José Jusid, 1975, una poética incursión al mundo de la inmigración judía en Argentina a comienzos del siglo XX sobre historias narradas por Alberto Gerchunoff), Guerreros y cautivas (Guerriers et captives, Edgardo Cozarinsky, 1990, una coproducción con Francia que, tomando como base el cuento de Jorge Luis Borges ‘Historia del guerrero y la cautiva’, ubica su acción en los tiempos de la conquista del desierto, cuando Argentina regó el sur del nuevo país con la sangre de los pueblos originarios, y en la que China interpreta a una sargento resignada y de hablar pausado), y Cuatro caras para Victoria (Oscar Barney Finn, 1992, en la que se convierte en la más lograda imagen de Victoria Ocampo, la célebre escritora y mecenas argentina, en su vejez). También interpretó a la matriarca inválida de una familia de clase alta dedicada al tráfico de armas en La invitación (Manuel Antín, 1982), y a la reina de Italia en la biográfica Lola Mora (Javier Torre, 1996), sobre la vida de la escultora argentina, pero es su rol como la implacable Carlota de Nunca estuve en Viena (Antonio Larreta, 1989), que cuando le dice a Arturo que está enfermo y Arturo le responde que ella no quiere que sus gérmenes infecten a su familia, ella solo niega, sentada, con la cabeza en alto y la suficiencia de negarle la mirada a Arturo con los párpados cerrados, el último rol donde interpreta aquello que conoció tan bien desde la cuna ‒los devaneos, las represiones, la hipocresía y el poder de la clase patricia‒, el más fino y acabado personaje entre aquellos que, supuestamente por linaje, le saldrían mejor.
“La gente me pregunta: ‘¿Y usted por qué sigue trabajando?’ Porque yo no soy lo que la gente cree que soy y debería ser: muy rica”, sostuvo China en la entrevista de Hemisferio derecho. Una muy buena definición para entender por qué China Zorrilla compuso tan bien a esas mujeres que hablan enredado porque tienen el alma a punto de escapárseles de la boca.
Darse cuenta
Pobre diabla, la telenovela firmada por Alberto Migré en 1973, significó el primer trabajo para la televisión argentina y el que hizo de China Zorrilla una celebridad. Es una pena que las cintas de esa novela se hayan perdido durante un incendio que sufriera Canal 13, la emisora que la emitió, pero doña Aída de Morelli, la mamá del personaje de Soledad Silveyra, una señora de barrio que de repente se convierte en una “señora bien”, quedó guardada para las décadas siguientes en la memoria de los espectadores por rematar los momentos altos de su personaje con un “¿Te das cuenta el espanto?”.
¿Es eso lo que hizo de China Zorrilla un imán para atrapar el hipérbaton de una clase media vapuleada? “Menos mal que la charlatana de al lado me imita en todo. Yo hago puchero, ella hace puchero. Yo hago ravioles, ella hace ravioles”. Esto último (como también aquellos “criatura estúpida” o “minusválida mental” con los que conmina a obedecer a Matilde, su hija) en labios de la Elvira Romero de Musicardi, de Esperando la carroza, realza los textos punzantes de Jacobo Langsner y, con la cadencia entre sarcástica y petulante de aquel que quiere ser lo que no puede, devuelve la imagen de una sociedad atravesada por los infortunios que acarrean los cesarismos que esa misma sociedad ayudó a consolidar, valiéndose de un recurso propio de los grandes comediantes estadounidenses: el overlap, esa forma de hablar corto, superpuesto, embarullado, que tan bien dominaba Danny Kaye y que, más que por cuestiones amorosas, habría que ligarlo a China como decíamos al principio.
Aunque la mayor parte de la carrera de China Zorrilla la tuvo como personaje de reparto en películas como Heroína (Raúl de la Torre, 1972), Las venganzas de Beto Sánchez (Héctor Olivera, 1973), Señora de nadie (María Luisa Bemberg, 1982), La peste (Luis Puenzo, 1992), La nave de los locos (Ricardo Wullicher, 1995) o Tocar el cielo (Marcos Carnevale, 2007), y en tantos programas de televisión que abarcan teleteatros y telecomedias como Piel naranja (1975) o Los Roldán (2004-05), y también prestigiosos ciclos unitarios como Alta Comedia (1971-73), Compromiso (1983) o Atreverse (1990-91), y como la anciana y vital protagonista de acercamientos románticos con resultado dispar en Besos en la frente (Carlos Galetini, 1996) y Elsa y Fred (Marcos Carnevale, 2005) en los que China resulta sin dudas el mayor mérito de ambos títulos, es en esa película de 1984 dirigida por Alejandro Doria y con guion de Jacobo Langsner (qué hubiera sido de ellos dos sin Zorrilla, ¿no?) la que representa el mejor trabajo de China para el cine, por la que recibe el premio a la mejor actriz en el festival cubano, y que gracias a China se convierte en uno de los títulos más importantes del cine argentino en la década de los años ochenta y tal vez de toda su historia: la quizás, injustamente, olvidada o relegada en la memoria Darse cuenta.
“Si no creyera en la balanza / En la razón del equilibrio / Si no creyera en el delirio / Si no creyera en la esperanza”. En la letra de ‘La maza’, la canción que es la única columna musical que se escucha en la película, Silvio Rodríguez, desde Cuba, es quien mejor expresa la sensación de miedo, fracaso, furia, tristeza e ilusión que dominaba el final de los años oscurecidos por las dictaduras que dominaron al cono sur entre los años setenta y los ochenta (y de las que China no permaneció ajena, pues sufrió proscripción para trabajar en ambas orillas del Plata). La historia de Darse cuenta es muy sencilla: en un barrio fabril de la ciudad de Buenos Aires, Juan es atropellado por un auto. Lo trasladan a un hospital público y los médicos no son optimistas con sus posibilidades de recuperación. Mientras Juan llega al hospital, el doctor Ventura, un médico clínico, entierra a su madre; la única comprensión que recibe la encuentra en el hospital, entre los brazos de Águeda, una enfermera que conoce tanto su trabajo como el del doctor. Águeda no es la amante de Ventura, es su amiga; la amante es Delia, en quien encuentra todo lo que no le da Nora, su mujer alcohólica. Pero que el hijo de Ventura lo vaya a ver al hospital para decirle que se va a vivir a España, o sus desencuentros amorosos, o la situación de una ciudad ‒y de un país‒ donde se escuchan las sirenas de los patrulleros de fondo como banda sonora más que como presencia visual, no es lo importante de esta película, es apenas el marco de referencia para darse cuenta de que lo único que vale la pena preservar es la vida humana, la de nuestros semejantes o la de nosotros mismos.
“El resto parece la obra de un carnicero morboso que separó la mitad para un puchero y la mitad para un estofado ‒dice Águeda respecto de la historia clínica cuando acompaña a Ventura a ver a Juan‒. Hubo un tiempo en el que se hacía lo imposible por salvar una vida humana. Hoy la vida vale menos que ese pucho que te estás por fumar”, termina, cuando Juan roza con sus dedos tumefactos la mano del doctor y tanto él como Águeda comprenden que el botija quiere vivir. Porque es un botija que recién empieza a ser hombre. Cuando Delia le pregunta al doctor Ventura por qué se empecina con Juan y no con otros pacientes que están más cerca de la vida, el doctor le responde: “Yo no soy quién para condenar a la muerte a nadie”.
Las imágenes de Darse cuenta, que algunos podrían, en un análisis superficial, tildar de televisivas, aún conservan esa urgencia del cine catártico postdictadura, pero con el plus del reposo de las historias narradas desde su centro. El final de Darse cuenta no es feliz; tiene la suficiente distancia como para quedarse ahí donde empieza una nueva etapa, pero no arriesga ninguna hipótesis sobre el porvenir. Darse cuenta todavía provoca en el espectador una sensación que más que de esperanza, liberación o épica del esfuerzo, tiene mucho de deber cumplido. Y sobre todo se queda con la mirada de sus personajes, con los ojos expresivos de todos sus actores (todos notables: Luis Brandoni, China, Dora Baret, Luisina Brando, María Vaner, Lito Cruz, Jorge Marrale, y el debutante Darío Grandinetti), y conmueve sin subrayados en tantos de sus pasajes. Como ese en el que Águeda (China) y el doctor Ventura (Brandoni) se abrazan con tanto amor y desesperación sin que Águeda sepa para qué el doctor fue a su casa ni el doctor sepa por qué necesita contarle a ella que su mujer se emborracha. En los créditos de apertura, luego de consignar que los autores del guion son Alejandro Doria y Jacobo Langsner, se informa que está inspirado en una idea de China Zorrilla. Aunque lo buscamos, no pudimos encontrar cuál es el origen de esa idea, si una historia que le refirieron a China, o una historia que quizás haya vivido.
“Pero no sé por qué, de las cosas lindas que me han pasado algunas no me animo a contarlas”, dijo para Hemisferio derecho. Alguna vez contó que su apodo deriva de cochona, suerte de galicismo de su nombre, y que eso derivó en cochina, y de ahí en China. También dejó traslucir algunas posibilidades de amoríos, y quizás muchas cuestiones podríamos rastrearlas en los personajes que compuso, en las obras que tradujo, en las que escribió y en las que dirigió. Pero francamente nos parece que es muy poco interesante descubrir la intimidad de una persona. Tenemos la suerte de observar el trabajo de China Zorrilla como una obra terminada, y como espectadores de esa obra, desde el cine, imaginar una vida entera, y hasta el porvenir. Del teatro que hizo, que fue mucho, queda su aliento sobre los escenarios en los que actuó o en las paredes que hoy alberguen esos espacios en Montevideo o en Buenos Aires. El director teatral Mario Morgan cuenta que una vez China le dijo: “Las historias no son como son, son como se cuentan”.
Entonces, a cien años de su nacimiento, quizás nos baste como resumen de su vida (o como enseñanza para la nuestra) con esta anécdota que cuenta sobre su madre: “Y un día, cuando mamá se moría –yo no sabía que ese día se iba a morir, pocas horas más tarde–, con una cara pícara y divertida, me dijo: ‘Vení, China, mirá qué bien hechas que están las cosas: ahora que es inminente mi paso al otro mundo, el miedo le ha dejado lugar a la curiosidad’”.
*Citas consignadas en la nota Sabiduría China, publicada por el suplemento Radar del diario Página/12, Buenos Aires, domingo 21 de agosto de 2005.