Por Inés Olmedo.
La bella durmiente
Detenida en el tiempo y rodeada de un jardín salvaje, la quinta Vaz Ferreira durmió por cuarenta años tal como la había dejado el filósofo a su muerte, en 1958. Los hijos eligieron no dividirla ni venderla, no reformaron ni cambiaron nada, y conservaron la casa de su infancia tal como la habían conocido. Encontrar un caso así de amor filial transmitido a nietos y bisnietos es tan especial como lo fue esta familia, fundada por don Carlos y doña Elvira en 1900. Los años veinte fueron un momento especial de influencia del pensamiento en la vida política, y se reconoce a Carlos Vaz Ferreira, a Pedro Figari y a José Enrique Rodó como los fundadores del pensamiento nacional. En medio, lo que fue un detalle doméstico y privado, como el estilo de la casa de la familia Vaz Ferreira-Raimondi, con los años y los actos de conservación, se volvió un testimonio material único del concepto integral modernista. El visitante de hoy no encontrará en este museo de sitio sólo bellos muebles, detalles indigenistas, un parque mágico. También va a ponerse en contacto con dos proyectos pedagógicos realizados aquí: el de los parques escolares de Vaz Ferreira y el técnico artístico de Figari. El puente entre ambos es el pintor Milo Beretta, y las voluntades visibles e invisibles que, como el tiempo, parecen haberse aliado a favor de esta buena causa.
Modernidad vs tradición
No ha empezado el siglo y Montevideo es una ciudad abierta a las novedades que llegan de Europa, la tradicional meca de los artistas que viajan a hacer su formación en París o Roma. El barco que nos interesa para esta historia llega en 1898 y trae a un pintor que vuelve cargado de ideas nuevas. Se llama Milo Beretta y en su equipaje trae obras de Pierre Bonnard, de Édouard Viulliard, de su maestro Medardo Rosso y una obra de Vincent van Gogh (A Tarascoan Coaches, 1888). Posiblemente en esa bodega hayan convivido estas obras con un cargamento de objetos variados: desde piezas de maquinaria a telas de algodón y también elementos decorativos, que Inglaterra producía industrialmente y hacía llegar a cada rincón del mundo. Ya en 1851, cuando la Gran Exposición Universal, se alzaron voces, como la de John Ruskin, para condenar esta producción adocenada, en la que las formas mezclan las tradiciones estéticas grecolatinas con lo peor del rococó vulgarizado.
El estilo victoriano se define precisamente por esa glotona mixtura de estilos históricos, por el trasplante desde el Cercano y el Lejano Oriente, y por los valores estéticos de una clase media con horror al vacío. Pesadas cortinas de terciopelo aíslan el sacrosanto hogar de los ruidos, la suciedad y las miserias de la calle, y las habitaciones se tapizan y se alfombran, para mantener en secreto los sonidos de la intimidad. Hasta las patas de los sillones se cubren con pudorosos flecos, y se multiplican los pequeños muebles de apoyo, también vestidos de largo, donde se exhiben objetos ‘graciosos’, ‘pintorescos’ o ‘sentimentales’, muchos producidos en esas mismas fábricas que son la base de la riqueza burguesa. En Inglaterra surgieron entonces movimientos sociales y estéticos que rechazaban el modelo industrial y proponían una vuelta a las formas antiguas de vivir y de producir. Este movimiento, que corre como un reguero desde Inglaterra a los países de Europa central, desde Italia a Estados Unidos, tiene diferentes manifestaciones, alentadas por un mismo espíritu de rechazo a que los nuevos tiempos sean obligados a tomar sus formas en los viejos moldes. En Inglaterra se llamó Arts and Crafts, Art Noveau en Francia y Bélgica, Liberty en Italia, y en cada caso tuvo características formales propias. Fracasaron en el terreno de los negocios algunos y todos en la aspiración de que cualquiera pudiera acceder a sus piezas. Pero la semilla estaba plantada y de esas experiencias nació el concepto de diseño como disciplina de creación.
Los conflictos de la modernidad no eran los mismos aquí, y don Pedro Figari, que ya era un renombrado abogado y jurista, tuvo clara la disyuntiva: “O nos industrializamos, o nos industrializan”. Convertirse en exportadores de objetos decorativos que compitieran con los productos extranjeros en el mercado regional fue una de las ideas que entusiasmaron a don José Batlle y Ordóñez y a su entorno. A Figari le espantó la perspectiva.
El siglo asomaba cuando Vaz Ferreira descubrió –en una de sus caminatas por el barrio Atahualpa– un terreno vacío, verde, dominado por un ciprés. A él no le gustaban nada los cipreses, pero sí el terreno. Pensó: “¡Qué lindo lugar para soltar mis pollos! Y allí se instaló más tarde y fue ‘soltando’ no sólo sus pollos, sino también sus hijos”, recuerda su hija Matilde en sus memorias.
A unas cuadras, en esa misma época, Beretta, el dueño del Van Gogh, convierte su taller de la calle Lugano en un lugar de encuentro para los artistas de la época. Su amistad y admiración por Vaz Ferreira y por Figari lo convirtieron en protagonista de esta historia.
Arte, pedagogía y niños
En el parque Desde 1903 Vaz Ferreira impulsaba sin suerte otro proyecto pedagógico que, en varios sentidos, coincidía con las ideas de Figari. Él también creía que la formación debería estimular los procesos activos de construcción del conocimiento, más que oficiar como transmisora de saberes. Como un ensayo a nivel familiar, el pensador y su esposa, la maestra Elvira Raimondi, convirtieron la quinta de Atahualpa en un espacio educativo para sus ocho hijos. El proyecto de este parque antecedió a la construcción de la casa en varios años: se plantaron especies nativas y exóticas, se respetó la vegetación del predio y hasta se integró el ciprés, que no les gustaba, a la vida de este parque que crecería sin riego y con libertad de encontrar sus propios recorridos y formas. Don Carlos instaló dos enormes pajareras con especies varias, a sus amados gallos ingleses e hizo construir un estanque de peces. El parque se desarrolló sin más que mínimas intervenciones, los niños andaban descalzos y participaban en las observaciones del padre sobre comunicación y genética de las gallinas. En otro terreno, se desarrolló un jardín de flores, con canteros y riego, para doña Elvira, que proveía de rosas, magnolias y lilas frescas a toda la casa.
Figari y Batlle y Ordóñez, que tenían una larga amistad, no lograban entenderse en el tema del proyecto productivoexportador que a Figari le quitaba el sueño. El presidente creía que los pueblos nuevos necesitan la matriz cultural de las Bellas Artes tradicionales para convertirse en civilizados. Lo que Figari sostenía y Batlle no entendía era que ninguna forma es inocente, que ningún proceso productivo del arte puede, por rentable que sea, comprometer el objetivo de generar identidad cultural. Supongo, imagino, que en esos días muchos habrán pensado que era absurdo tanto lío por –digamos– la forma de un jarrón. ¿Qué es un jarrón? Un tema menor, un adorno. ¿Qué importa si tiene tal o cual forma, siempre que sea atractivo para los que gustan de esas cosas? En 1910 Figari presentó su proyecto de reforma de la Escuela de Artes y Oficios, que no tuvo andamiento. Entonces durante dos años se dedicó a escribir Arte, estética e ideal, el libro en el que expone sus ideas sobre lo que ha de servir al país en cuanto a nuevas formas de habitar y de crear en el terreno de las artes aplicadas. Reivindica la formación de “obreros artesanos”, el uso de los materiales nativos y la necesidad de estudiar las formas indígenas como inspiración. Envía su libro a Vaz Ferreira, pero no recibe respuesta. Figari y Vaz Ferreira no volvieron a tratarse como amigos. En 1913 se contrató para dirigir la Escuela de Artes y Oficios a un técnico francés, más alineado con la idea de formar obreros hábiles.
La Escuela de Artes y Oficios
En 1915 se rescindió el contrato del técnico francés y se le propuso a Figari un interinato de dos años al frente de la Escuela de Artes y Oficios. Lo primero que intentó y no consiguió fue cambiarle el nombre, que arrastraba el estigma de ser un centro disciplinario más que una escuela, casi una antesala de la cárcel. Llegó con él un grupo de colaboradores entusiastas, entre los que estaba Beretta. Figari hizo cambios inmediatos: se abrieron ventanales amplios y luminosos donde antes había ventanucos con rejas, y se instalaron nuevas prácticas de uso de la energía y de los materiales, para un aprovechamiento más racional de los recursos. Se eliminó el sistema de internado y la escuela recibió por primera vez alumnado femenino, que no sólo podía estudiar “labores”, sino que era bienvenido en los talleres de ebanistería, vitraux, alfarería y hasta en el de composición decorativa. Se crearon nuevas especialidades: de ocho talleres pasaron a ser veintidós. Beretta llevaba a sus lumnos afuera, a dibujar del natural a los animales de Villa Dolores. Al año siguiente, se organizaron dos viajes de estudio a Buenos Aires y a La Plata, para estudiar allí las formas prehispánicas regionales. Esos dos años fueron un tiempo demasiado breve como para desarrollar diseñadores y a la vez lograr una producción que en calidad y cantidad diera una muestra contundente de los resultados de la nueva gestión. Don Pedro Figari y su hijo, el arquitecto Juan Carlos Figari Castro, directamente se hicieron cargo del diseño, bajo el cual se produjeron en este breve período más de dos mil quinientas piezas. Figari renunció, en medio de presiones políticas, a principios de 1917, pero en marzo del mismo año se abrió la muestra de la producción de la escuela, que fue subastada en mayo por Gomensoro y Castells. En ese remate el embajador inglés compró un juego completo de comedor, destinado a su casa en Inglaterra, y un caballero se adjudicó un vitraux con dos buitres recortados sobre cielo azul. Su destino era la proyectada casa de los Vaz Ferreira-Raimondi, que al momento era sólo un proyecto a la acuarela de Alberto Reborati. Con ese gesto, se inició un rescate impensado.
Figari abandonó la casa familiar y se instaló en el hotel Oriental de la Ciudad Vieja. Ya no quiso tener una casa propia, ya no fue más el jurista, ya no vivió entre los muebles victorianos de doña María de Castro. Había nacido el pintor
La casa
En 1927 llegó a la quinta una jovencita llamada Ramona Téliz, contratada para limpiar la planta baja y cocinar los viernes, día de descanso de la cocinera. La casa que encontró ya se parecía mucho a su definitiva forma, aunque al año siguiente sería testigo de la ampliación del escritorio de don Carlos. En los tres años que trabajó allí, Ramona jamás cruzó palabra con el dueño de casa ni subió al piso superior, porque lo suyo era el comedor, el vestíbulo, el saloncito de la señora y el escritorio. Pulía y mantenía impecables los muebles de línea simple y elegante, diseñados por Beretta para el vestíbulo. Detrás: un friso de finísima esterilla que sustituye a las mayólicas del proyecto original. El azul celeste del empapelado conversa con el del cielo del vitraux, que corona la puerta de entrada, dejando a los buitres balconear el parque desde la altura. En las paredes, los paisajes de Beretta siguen induciendo a ir y venir entre el afuera y el adentro. El estudio de Vaz Ferreira es la habitación más importante y el centro de gravitación de la casa: allí están su escritorio, su ajedrez, sus libros y los instrumentos de hacer y de escuchar música intervenidos por Beretta. Las veladas de música bisemanales hacían llegar a la quinta invitados célebres e ilustres desconocidos. La regla es igual para todos: escuchar en silencio. Y en silencio allí han estado, entre tantos, Juan Zorrilla de San Martín, Esther de Cáceres, Arthur Rubinstein y el mismísimo Albert Einstein. Los muebles del escritorio tienen bisagras y piezas de metal con motivos prehispánicos, como las ranitas, que son el ‘sello Figari’ que Beretta dibujó sobre el hierro candente de la fragua. En el techo del estudio, también él mismo pintó la decoración del cielorraso en rojos y ocres, con motivos que recuerdan lo visto en el viaje didáctico a La Plata.
Otro espíritu, mucho más delicado y femenino, se respira en el saloncito de recibo de doña Elvira. Ahí los colores son rosa apagado y celeste claro; los motivos florales se repiten en el techo y la alfombra. Los muebles, también diseño de Beretta, son envolventes y curvos, anunciando un Art Decó temprano, el de inspiración oriental. También definen estas influencias el juego de fuertes verticales oscuras en las paredes y los perfiles del sofá y las butacas. La alfombra oval fue tejida por Elvira y las hijas, como las alfombras con peces y motivos indigenistas del estudio, y los visillos. También ellas enhebraron las delicadas cuentas de vidrio coloreado para las pantallas de los apliques. Todo esto fue diseñado por Beretta: el estudio y el comedor en 1918 y el saloncito de Elvira en 1921. Los trabajos se dieron por terminados en 1928.
El comedor retoma las líneas austeras del estudio, con muebles sólidos y simples alrededor de la gran mesa. Sobre la mesa: tres lámparas de madera y vidrio ámbar, suspendidas desde el techo por torzadas de metal que disimulan los cables. La naturaleza se hace presente a través de las ventanas que se abren hacia el parque y el importante mueble-jardinera que preside la mesa. Sesenta años después, Ramona Téliz recordará, sentada con los nietos y bisnietos de Sara, los pucheros que los viernes sirvió en aquel comedor.
La lección del tiempo
Dicen que Vaz Ferreira comenzó a hacerse admirado y querido desde su época de estudiante, por la proverbial generosidad para compartir sus conocimientos. Algo de su espíritu ha impregnado a sus descendientes y a quienes han investigado la historia de esta casa singular. Agradezco especialmente a los arquitectos Cristina Echevarría y Jorge Schinca, de la Fundación Vaz Ferreira, al arquitecto Gabriel Peluffo, a Thiago Rocca, del Museo Figari, y a todos aquellos en cuyas investigaciones he basado esta nota.
El tiempo, que a veces es nada más que pérdida y olvido, parece también haberse contagiado de ese espíritu, construyendo pacientemente el mejor reencuentro posible entre Vaz Ferreira y Figari. El hogar del filósofo acogió para siempre el proyecto pedagógico de la Escuela de Artes y Oficios y del autoexiliado Figari.