Por Carlos Dopico.
Cuando una artista es capaz de lograr la atención, la devoción, el odio, la admiración o el rechazo de la forma en que Rosalía Vila lo ha hecho en tan solo cinco años es porque definitivamente no practica un arte complaciente. Su irrupción discográfica en 2017, con el disco Los Ángeles fue el primer mechero de esta gran hoguera en la que hoy se reúnen fanáticos y detractores. Aquel álbum, a medias entre la cantante catalana y el guitarrista y productor español Raúl Fernández, más conocido como Refree, rescatando cantes flamencos tradicionales con un abordaje poco ortodoxo, había cosechado los primeros gritos de herejía. Sin embargo, a fuerza de un gran repertorio y una interpretación soberbia logró imponer respeto en la industria y amordazar por un rato a los murmuradores.
Apenas meses más tarde, en 2018, Rosalía condensó en un nuevo álbum, El mal querer (su primera incursión en solitario), el trabajo de grado que durante años había desarrollado en la Escuela Superior de Música de Cataluña, bajo la tutela del profesor Chiqui de La Línea. Aquel álbum conceptual y comprometido –cuyo tema aborda una relación tóxica– que combina el trap y la electrónica con el flamenco, puso a Rosalía ‒por entonces de veinticinco años‒ en un nuevo sitial como compositora, productora vanguardista y dueña de un talento vocal interpretativo que no abunda.
Con la consagración de cinco premios Grammy Latino, la distinción de un Grammy anglo, y simiente semejante, la cantante comenzó a buscar nuevas parcerías e incluso nuevos territorios donde fundar sus inquietudes. En su adolescencia, consumió dosis de flamenco y pop centroamericano por igual, por tanto el reguetón no le es en absoluto un territorio musical ajeno. Su nuevo y escandaloso Motomami es quizá un nuevo manifiesto. En una reciente entrevista y disección técnica del disco, junto al productor español Jaime Altozano, la artista da sobradas pistas sobre su nuevo repertorio tras los años de pandemia. Motomami (2022) es a todas luces el álbum más lúdico, caótico, frenético e impúdico de su carrera. Buena parte del contenido letrístico tiene que ver con una declaración de principios que responde a sus detractores. Desde el comienzo, con ‘Saoko’, la primera de las diecisséis canciones del disco, Rosalía advierte: “Me contradigo, yo me transformo, soy toda’ las cosa’, yo me transformo”. En la misma entrevista, mientras el productor abre las pistas y desnuda el artilugio técnico, la artista devela la enorme cantidad de influencias que dispuso a lo largo del álbum; desde el reguetón al jazz, o desde la bulerías a la bachata. En la mezcla, aparecen decenas de loops, collages filtrados, manipulados, alterados completamente en función de su voz, siempre limpia, al frente y exquisita.
Está claro que este no es un disco pensado para complacer a la industria, aunque use toda la parafernalia para luego conseguirlo. Por el contrario, Motomami es tan kitsch como minimalista, tan sensual como agresivo, tan urgente como macerado y tan provocador como honesto.