Retrato del espectador y su inocencia.
Por Carlos Diviesti.
En mi historia personal hay tres espectáculos que me cambiaron la manera de ver el teatro. Dos de ellos los dirigió Rubén Szuchmacher. El primero fue Las tres vidas de Lucie Cabrol, que sobre textos del libro Puerca tierra, de John Berger, trajera el Théatre de Complicité dirigido por el inglés Simon McBurney a la temporada internacional del teatro San Martín, en octubre de 1996. Entonces tenía 28 y mi relación con el teatro era menos profunda que con el cine. Aunque mi relación con el teatro empieza a los 14, cuando empiezo a tomar clases de actuación, recién se hace más cercana en 1995. Hasta entonces el cine era la manera más concreta que conocía de preservar el tiempo para la eternidad. La temporada que ofreciera Complicité fue muy breve -no recuerdo cuántas fueron, pero no creo que hayan sido más que seis funciones-, y recuerdo haber ido tres veces a la Martín Coronado, a la platea y al pullman, a ver aquella gloria, al menos gloriosa para mí. Con esa obra descubro la teatralidad, ese objeto tan difícil de definir y tan lábil como el agua: en esa obra vi un incendio, vi una montaña, vi un rebaño de ovejas, vi un río, vi cosas que físicamente no estaban allí. Y vi actores que jamás he vuelto a ver, y cuyo recuerdo permanece indeleble en mi cabeza. Vi la teatralidad, eso es lo que vi. La huella del teatro en la memoria. Con esa obra también descubrí la imposibilidad del realismo, algo que justamente el teatro expulsa a cada rato de los escenarios aunque muchos se empeñen en creer lo contrario. Perdón. Lo que quiero decir es que lo único real en la escena teatral es el suceso que se desarrolla frente a nosotros; lo demás es ilusorio, y por eso a veces, quizás, sea aún más verdadero porque al fin de cuentas la vida es una eterna ilusión.
Como esbozo en el párrafo precedente, el año anterior a ver Lucie Cabrol había visto mucho, mucho teatro en esas largas vacaciones que pasé en Londres en 1995, vacaciones que se hacen aún más largas al recordarlas. Vi los grandes musicales como Phantom of the Opera, Cats, Les misérables, Miss Saigon, Sunset Blvd., y uno muy pequeño, que vi tres veces en Buenos Aires en el ’94 en el teatro Metropolitan (cuando en Buenos Aires era muy raro ver musicales), y dos veces allá, en el Phoenix Theatre: Blood Brothers, de Willy Russell, ese en el que dos hermanos mellizos son separados al nacer porque la miseria fuerza a la madre a cederle uno de los chicos a una familia pudiente, no importa a cuál de los dos, pero que por esas cosas del destino -y de la dramaturgia-, desde muy chicos se hacen amigos inseparables, aún ante la muerte. De ese musical me impactaron las armonías simples de las canciones, el diseño de los personajes y la sencillez del dispositivo escenográfico de paneles móviles, el mismo en las dos ciudades, aunque el de Buenos Aires se viera más barato y enclenque. Y también vi un tributo a las canciones de Fats Waller, Ain’t misbehavin, en el Lyric Theatre, en el que las hondas voces de un quinteto de cantantes negros (hombres y mujeres con unas voces tan cavernosas que aún me retumban en la cabeza) se desliza literalmente por la tapa de un piano de cola. Y también vi una obra de texto, A passionate woman, en el Comedy Theater (hoy el Harold Pinter Theatre), en la que una mujer aburrida de sus días como ama de casa, espera que un viejo novio la venga a buscar en globo aerostático; y el viejo novio al final viene a buscarla, en globo aerostático. Y también la vi a Maggie Smith antes de ser la profesora Minerva McGonagall, en Three tall women, la pieza de Edward Albee que daban en el Wyndham’s Theatre, y a Ralph Fiennes en una versión de Hamlet en la que da un portazo, la mitad de la capa que lleva le queda de este lado de la escena, y tiene que abrir la puerta para sacarla mientras se escuchan risitas –respetuosas- en todo el Hackney Empire.
Pasaron muchos años hasta que un espectáculo teatral me corriera del eje. Ese espectáculo fue la versión de Rey Lear que dirigiera Rubén Szuchmacher en el teatro Apolo de la avenida Corrientes. Esto fue en 2009, un año antes de que empezara a tomar clases de puesta en escena con Szuchmacher, antes de que Rubén se transformara en uno de mis amigos más dilectos. De esa versión austera y acerada nunca pude olvidar el bosque en el que Lear, Gloucester, Edgar y el Loco se pierden durante una tremenda tormenta, y la lluvia y el viento les impiden desplazarse con normalidad. ¿Cómo ver el agua de la lluvia, el viento que entorpece el paso, las ramas de los árboles que azotan a los peregrinos? ¿Cómo dejar de ver a Alfredo Alcón, a Roberto Carnaghi, a Joaquín Furriel y a Roberto Castro, para ver nada más que a un monarca enloquecido, a un conde a quien le arrancaron los ojos, a un joven que oculta su prosapia y a un bufón que no puede parar de decir verdades poéticas, arrastrando los pies de a pasitos, ateridos hasta los huesos en medio de la borrasca? ¿Y cómo dejar de apasionarse cuando aquellas imágenes nos vuelven una y otra vez a la cabeza, aunque uno ya sepa cómo fueron resueltas y sepa que en el teatro no hay misterios? Para entonces ya tenía 41 y creía tener una mirada filosa y desencantada; el cine seguía ocupando ese espacio de movimiento perpetuo al que uno vuelve cada vez que necesita ponerse en circulación, sin la obligación de reconstruir como puede aquello que ha visto y que, necesaria, saludablemente, la remembranza traiciona. Pero las películas eran las mismas de siempre: las películas nuevas ya no me resultaban novedosas.
Entre Rey Lear y El cónsul pasaron casi trece años. El cónsul es una ópera cuya partitura y cuyo libreto son obra de Gian Carlo Menotti; estrenada en 1950 en Filadelfia, cuenta la historia de John Sorel, un luchador por la libertad de su país a quien persigue el poder político, tal vez detrás de la Cortina de Hierro, y de su esposa Magda, quien, para conseguir unas visas que los saquen de allí, lucha denodadamente contra la maquinaria burocrática en un consulado imposible. Acabo de verla hace pocos días, a los 54, en el Teatro Colón. En los trece años que pasaron entre Rey Lear y El cónsul creo que vi la mayor parte del teatro que vi en toda mi vida (en cantidad, digo). Muchas de esas obras las vi en Montevideo. Recuerdo haber ido con mi querido amigo Horacio Camandulle y Karina, su compañera, a ver todas las obras que pudimos durante la semana en la cual se exhibían los espectáculos propuestos para los Premios Búho, en octubre de 2012, y recuerdo las puestas de Juan Worobiov para El tobogán, de Jacobo Langsner, y la disposición de la casa de los personajes, y la de Lucio Hernández para Variaciones Meyerhold, de Eduardo Pavlovsky, con la cercanía insobornable de los espectadores al drama del Meyerhold compuesto por el impar Jorge Bolani -ambas piezas en la sala Zavala Muniz del Teatro Solis-; y la perenne juventud de Estela Medina y de Roberto Fontana –que según parece se encontraban por primera vez sobre el escenario- enamorados por aquella sabana africana de Círculo de tres, la pieza escrita por Álvaro Malmierca, dirigida por María Varela y que vi en la sala mayor del Teatro Circular; y la entrañable fantasía trashumante del gaucho Miseria para El herrero y la muerte, de Mercedes Rein y Jorge Curi, dirigida por Curi en el Teatro Victoria (sala donde en 2019 estreno mi primera obra como autor para el teatro uruguayo, El polvo en el vendaval, con Camandulle y Pablo Isasmendi, y dirigida por Marcel Sawchik). Y una de las mayores experiencias teatrales que haya vivido la viví en la sala Verdi, el día del estreno de Marx in Soho, el unipersonal de Howard Zinn dirigido por Juan Tocci, en agosto de 2012 y en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro, cuando César Troncoso se metió en el peor berenjenal en el que puede meterse un actor en escena, y del que no puede salir cuando un solidario Alberto Restuccia le grita desde la platea
-Andá a buscar el texto, César.
la única ayuda que alguien podía darle a Troncoso en ese momento tremendo, y que le permitiera continuar la función como si nada sucediera más que la línea argumental de la obra.
De El cónsul vi el ensayo general desde la platea, y las dos últimas funciones sentado y de pie en la cazuela, sección del teatro sobre los palcos altos. La mañana de la última función de El cónsul tenemos encuentro del taller de puesta en escena con Szuchmacher; en la charla saco a colación un detalle de su trabajo para este espectáculo: en el comienzo del segundo acto, mientras se abre el telón, la vemos a Magda Sorel en movimiento, caminando por la vereda y ascendiendo los tres peldaños que la separan de la puerta de su casa. Rubén sostiene que hay que ofrecerle planteos sencillos al espectador para permitirle el ingreso inmediato al curso de la pieza; ese elemento, que Magda camine, vencida, y suba cansada los escalones que la separan de la puerta de su casa, despoja todo lo superfluo que puede aportarle la tecnología a un espectáculo teatral para modernizarla. Ese movimiento efímero, ensayado hasta el convencimiento, puesto en el instante en el que el espectador aún se está acomodando en su butaca al volver del intervalo, no solo nos liga la acción al momento en que quedó en suspenso –el final del primer acto-, sino que nos suspende a todos en la lógica de la ficción. No hay nada que explicar: vemos a Magda que vuelve del consulado vencida y cansada, aplastada por la insensibilidad de la secretaria que le exige papeles, papeles y más papeles, a reencontrarse con su madre y su bebé enfermizo, minutos antes de que algo tremendo suceda. Algo tremendo sucederá; lo sabemos por el programa de mano, por las disonancias escritas en la partitura, por el tono glacial con el que una cantante, desde el sonido de un disco de pasta, dice tu reviendras en su melancólica canción, y todos sabemos que si John vuelve, lo espera la muerte.
La única novedad en el teatro es que los hechos ocurran y se imbriquen automáticamente en nuestra experiencia previa. En el El cónsul uno puede encontrar ideas surgidas de la lectura de autores de entreguerras como Theodore Dreiser, Alfred Döblin, Graham Greene, John Dos Passos, y en la puesta de Szuchmacher para El cónsul, además, uno puede encontrarse con la traza de filmes como Die Ratten (Las ratas), gran obra del Robert Siodmak repatriado a la Alemania Federal tras la Segunda Guerra Mundial, ambientada en la pobreza económica y moral de un país dividido, con una Maria Schell que entrega a su hijo por unos cuantos marcos, producida en 1955 y ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín. El Teatro Colón es enorme; contando todas sus ubicaciones pueden ver un espectáculo al mismo tiempo 2487 personas; y la sensación de intimidad que produce El cónsul, esa comunión entre suceso y expectación, solo se logra cuando existe una distancia suficiente que permita acercar idealmente la historia que se cuenta sobre el escenario a la superficie total de nuestros ojos. ¿Cómo se hace para comprender todo esto que describo con apenas una pincelada que se pierde entre el maremágnum de la música y el torrente de las voces? ¿Y cómo se escenifica una pesadilla sin más artefacto que la luz teñida de un color que reconocemos, pero que no podemos definir? ¿Cómo se pueden conjugar los períodos históricos si solo contamos con la textura de la tela del vestuario y la materialidad de la escenografía? ¿Cómo se indica la precisa sensación de época más que recuperando las sensaciones residuales de nuestras matinées en una sala de barrio? ¿Y cómo se establece el espíritu de cuerpo en un elenco para que cada uno, desde que pone un pie sobre las tablas, genere un recuerdo indivisible ligado a la narración? ¿Será que para hacerlo hay que tener la cabal percepción de la totalidad, cuestión que también incluye la sala y nuestra ubicación como espectadores?
Hoy estoy convencido de que el cine es la cuenta donde quedaron depositados los paisajes del siglo XX. Por eso, tal vez, en este momento me interesen más los documentales que las ficciones, y el avance en las técnicas del cine animado que las películas de superhéroes. Y sin dudas que el teatro, ese arte que una vez sucedido sobre la arena ya se disolvió en la playa del tiempo, es la disciplina que mejor nos permite reconocernos en nuestra delicada humanidad, y la que mejor colabora con preservar nuestro devenir cuando evocamos ciertas emociones e intentamos reconstruirlas con palabras. Yo no podré volver a ser el mismo después de haber visto El cónsul. No podré volver a ver un espectáculo con otros ojos. El cónsul, con su sencillo esplendor visual, su contundencia temática, su ciudad oprimida y condensada en dos únicos, definitivos escenarios, con sus acciones paralelas en interiores y exteriores que nos permiten la posibilidad de la omnisciencia, democráticamente, a todos nosotros, con el crescendo dramático establecido por Menotti en la partitura y en el texto, pero que ni Szuchmacher ni Justin Brown –el director musical- no subrayan ni eliden, con la intensidad de todos los cantantes, con las notas altas de Carla Filipcic Holm que nos perforan el esternón y nos capturan el alma hasta fundir música y espíritu en un susurro, es un espectáculo total. A veces uno se deja tentar por las hipérboles, pero cuando descubre que en eso que considera enorme hay tanto para aprender, y cuando uno descubre que los amigos como Rubén Szuchmacher son enormes porque nos enseñan a crecer, tengamos la edad que tengamos, a uno solo le queda aceptar que jamás podrá dejar de ser un niño sorprendido por la profundidad de su inocencia.