“Siempre derecho hacia allá. Hasta el fin del mundo”.
Por Inés Olmedo.
Seda (1996), de Alessandro Baricco, es una petit nouvelle que –además de ser la más bella historia de amor matrimonial– se ubica a fines del siglo XIX. Ocurre entonces poco después del fin del “sakoku”, la clausura de Japón al mundo occidental durante doscientos sesenta años, que fue derribada en 1853 por los barcos del comandante Perry. La apertura forzada fue posible por la unión de intereses de dos poderosos actores aún más fuertes que los cañones: los comerciantes japoneses y los occidentales. A esta última especie pertenece el muy pragmático y francés protagonista de Seda, Hervé Joncour, un mercader que parte a Japón en busca de seda y deja allí su corazón, amarrado a un amor imposible por finísimos hilos de seda que devuelven a Francia el resto de su humanidad. Esos mismos filamentos tan poderosos como bellos, invisibles y coloridos, desde entonces unen al arte de Occidente con el arte japonés. Ellos explican y dan sentido a los infinitos viajes de descubrimiento desde y hacia Japón en busca de inspiración, de nuevas conquistas, de cambios en el lenguaje artístico.
Ni los pintores impresionistas pisaron Japón ni lo hicieron Van Gogh, Toulouse Lautrec, Gauguin o los infinitos niños que dibujan manga hoy. Tampoco viajaron a Occidente las damas japonesas que cambiaron sus kimonos por el corsé y los enormes sombreros a la moda europea en esos tiempos de apertura. Este fin de siglo XIX transcurre ya tiempos de circulación intensa de las revistas ilustradas, pero también el tiempo de la circulación de otro tipo de impresos que llegan como polizontes y que van a revolucionar el arte occidental. Dice el mito que fue Félix Braquemond, un grabador francés, quien al desenvolver unas tazas de porcelana llegadas a su casa desde Japón descubrió que los arrugados papeles en realidad eran maravillosas imágenes, nunca antes vistas por ojos europeos. Se trataba quizás de copias fallidas de grabados Ukiyo-e, ese género menor, despreciado por el arte japonés oficial por tener como tema el “mundo flotante”: hechos cotidianos, mujeres bonitas, paisajes, animales reales o fantásticos.
Edo, lo que hoy es Tokio, se había convertido en la era del sakoku en un poderoso centro comercial, con su arte propio, que de alguna manera silenciosamente resistía al régimen feudal produciendo imágenes que celebraban la belleza efímera, y cuyo precio (esto es importante) era el mismo que el de una porción doble de fideos. Los artesanos que los producían, aun los de mayor éxito comercial, vivían pobremente. Sus clientes eran tan modestos como ellos, pero estaban dispuestos a resignar algunas porciones de comida para embellecer sus casas con estas imágenes.
La llegada de objetos japoneses a Occidente, y en especial a Europa, estuvo impulsada por una estrategia de los mismos comerciantes japoneses que tenían interés directo en abrir ese mercado. Las vidrieras más efectivas en ese tiempo eran las Exposiciones Universales: gigantescos eventos con sede en Londres primero (1851), en París desde 1863 a 1937, y replicados en formatos similares en los nuevos centros industriales, desde Viena a Estados Unidos. Estos despliegues unían su función de exhibición y comercio de los productos más innovadores con la muy decimonónica idea de cultivar a las masas trayéndoles la cultura de países lejanos. Las embajadas comerciales niponas comenzaron ocupando estands en la zona destinada a Oriente, flanqueados por China y Corea, y desembarcaron con lo más fino del arte japonés: sus biombos laqueados, sus porcelanas y abanicos pintados sobre seda. Pero se encontraron con un problema: lo que para el arte japonés era la más refinada expresión de arte, en Occidente era una categoría menor: artesanía.
Desde la antigua Grecia la categoría de las Bellas Artes occidental ponía en un nivel inferior a todo lo que involucrara trabajo manual o función práctica, considerando que las artes mayores eran la pintura, la escultura, la arquitectura. Así que los comerciantes japoneses intentaron adaptar sus categorías y productos al gusto occidental en las sucesivas exposiciones y apostar fuerte: construyeron sus propios pabellones, les agregaron jardines y exhibieron no solo productos contemporáneos, sino también antigüedades. Esta estrategia fue tan exitosa que el “japonismo” encontró pronto coleccionistas fervientes y refinados, quienes además celebraron la cultura nipona en el teatro musical, en la moda, en la vajilla y en las salas de recibo que, como estamos en la era victoriana, alegremente hicieron lugar a los jarrones y lacas, porque si de algo adolecían era de horror al vacío.
En paralelo, pero al mismo tiempo, el arte japonés tuvo un feliz encuentro con otro espíritu que sobrevolaba la época: el modernismo. Para estos jóvenes artistas, las rígidas categorías entre arte y artesanía eran otras de las barreras a destruir, junto con el clasicismo, la restauración de las estéticas conservadoras Ancient Regime, y sobre todo la horrenda proliferación de objetos decorativos de estilo griego y baja calidad que la industria británica vomitaba por millares, y por millares eficientemente hacía llegar a cada punto del planeta. Los artistas del Art and Craft proponían liberar a los obreros de esa producción masificada y barata, volviéndolos a la dignidad que habían tenido en el Medioevo: parte de la creación, no simples repetidores, trabajando con materiales nobles y en condiciones decentes. Y de la estética japonesa, más que las intrincadas formas, los nuevos se fascinaron por la simplicidad, hoy diríamos minimalismo, capaz de producir objetos bellos sin necesidad de adornos superfluos.
Este arte, que unía la necesidad de formas nuevas con el pensamiento crítico hacia la despersonalización y fealdad producidas por la máquina, encontró en las formas simples algo más que belleza: eran elementos mejoradores del espíritu humano, fuera cual fuera la clase social de origen. En Austria, la Secesión Vienesa lo hizo explícito en la frase tallada en la fachada de su pabellón: “A tiempo su arte, a cada arte su libertad”. El movimiento, con sus matices, se llamó Art Noveau en Francia y Bélgica, Liberty en Italia y Estados Unidos, Jugendstil en Alemania, y en el siglo XX su influencia se extendió a la Bauhaus.
Volviendo a Francia, debo contarles que a diferencia del protagonista de Seda, Félix Braquemond, quien además de grabador era ceramista, siguió siendo importante dentro de la renovación del diseño aplicado. Convertido en un ferviente “japonista”, produjo algunos grabados dentro de este estilo que logró inocular a sus amigos impresionistas. Dentro del movimiento había tres mujeres artistas muy respetadas por sus colegas: Berthe Morissot, Mary Cassat y Marie Quivoron. A Marie se le ocurrió, para su mala suerte, convertirse en Mme. Braquemond, y juntos dejaron París cuando en 1973 a Félix lo nombraron director artístico de la fábrica de cerámicas Haviland en Limoges. Allí Félix desarrolló una interesante producción de piezas de porcelana con la ayuda de otros artistas, como Eugene Rousseau, pero también de la propia Marie. El éxito y el reconocimiento oficial por supuesto se los llevó solo Félix, quien convertido en acérrimo crítico del lenguaje pictórico impresionista, y en especial de la obra de su mujer, logró que Marie colgara definitivamente los pinceles y pusiera fin a su carrera pictórica. Pero los hilos de seda de esta historia siguen recorriendo el mundo, bellos y coloridos, finos pero resistentes, y dan lugar a las piezas artesanales más bellas de la modernidad occidental, inspiradas en los principios del arte japonés.
Las radicales formas de Christopher Dresser se adelantaron casi medio siglo a las de Brandt y la Vulkemas soviética. Con la llegada de la luz eléctrica surgió una nueva necesidad de lámparas, y ahí aparecieron las bellas creaciones de Comfort Tiffany, deudoras de la estética japonesa y especialmente propicias para crear climas íntimos y favorecer la belleza de las damas. Lalique y Gallé unieron renovaciones técnicas al arte del vidrio y consiguieron formas, texturas y colores que transformaron jarrones y fuentes en objetos refinados con aspecto de joyas. Y en esos mismos años, Swaroski inventó un nuevo corte del cristal que permitía convertir cada trozo en una gema. Las joyas prescindieron de las piedras tradicionalmente llamadas preciosas y se transformaron en diseños inspirados en las líneas del arte japonés, creando vegetales e insectos donde el vidrio, los esmaltes y los metales convertían cualquier prenda en un delicado jardín oriental. Toulouse Lautrec también se inspiró en el arte gráfico japonés para resolver un desafío urbano: crear carteles de espectáculos y centros nocturnos que pudieran verse y leerse desde vehículos en movimiento.
En Londres los refinados miembros del círculo de Bloomsbury pintaron muebles y dejaron los lienzos a un lado. En Viena las damas modernas adoptaron los diseños sin corsé y estampados japonistas que salían del taller de Emily Flöge y aterrizaban en los retratos de Klimt. Pero quizás la interpretación más radical la realizó un escocés, Rennie Mackintosh, con sus famosas sillas Hill House, donde el lujo estaba exclusivamente radicado en el juego de rectas perfectas, negras y desnudas.
Es verdad que el comienzo del siglo XX, ya habiendo aceptado la pintura impresionista, dejó al arte japonés relegado a las salas burguesas, y el arte se fue detrás de otras inspiraciones: las máscaras africanas, el arte prehispánico, el de Oceanía o el de la Grecia prehomérica. Pero el recién nacido diseño industrial tuvo la capacidad integradora de seguir aprendiendo del arte japonés y usarlo como inspiración para, ahora sí, llevar sus formas al público de todas las clases sociales: cosméticos, perfumes, vajilla, lámparas y hasta horribles cuadros pintados sobre terciopelo negro.
En 1951, en un intento de recuperar sus raíces, el hijo de un poeta japonés y una escritora estadounidense aterriza en Japón, donde había pasado su infancia. Se llama Isamu Noguchi, se educó en Estados Unidos y superó su formación clásica en París, en el taller de Brancusi. En la ciudad de Gifu, famosa por sus sombrillas y pantallas de papel, descubre las infinitas posibilidades del papel y el bambú para filtrar la luz, y a partir de ahí crea más de cien modelos de pantallas, las Akari, que hoy forman parte del catálogo de Vitra.
Un camino diferente emprende en 1959 desde Japón a Nueva York una jovencita Yayoi Kusama, huyendo del medio artístico de Tokio, demasiado conservador para sus ansias de vanguardia. En su valija lleva algunos lujosos kimonos para vender y un manojo de cartas de la generosa Georgia O’Keefe, quien la animó a probar suerte en la frenética escena del arte estadounidense. Yayoi logra establecerse como una figura aceptada y admirada con sus happenings, es amonestada y plagiada por el mismísimo Andy Warhol, pero no consigue vivir de su arte, ni siquiera cuando diseña vestidos o muebles cubiertos de falos llenos de puntos. En 1970 vuelve a Japón, con algunas obras de Joseph Cornell en su valija, a intentar fortuna como galerista de arte contemporáneo, pero fracasa. Desde 1977 hasta ahora, convertida en la artista viva más cotizada del mundo, vive en un psiquiátrico, convenientemente ubicado cerca de su taller. Desde allí un ejército de asistentes produce, maneja y hace viajar su obra.
Como Noguchi, no le interesan las viejas categorías, y posa desafiante, casi centenaria, con sus pelucas rojas o azules. Reina de su universo de puntos, presente tanto en los museos más importantes del mundo como en zapatos de Luis Vuitton que llevan su firma, ha superado por mucho a Warhol como ícono viviente de la vanguardia de los sesenta. Como Hervé Joncour, como Noguchi o Kusama y tantos artistas antes y después de ellos, uno puede saber que “tenía tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De repente vio algo que creía invisible.
El fin del mundo”. Ese tal Japón existe en varios planos. El real, que nos cuentan los mapas. Y el otro, el imaginario, donde si uno logra anclar el corazón en esos infinitos filamentos de seda, con un poco de tiempo y paciencia, verá que los hilos se vuelven venas y arterias, capaces de llevarnos una y otra vez hacia el secreto milenario de la belleza simple, imperfecta, del mundo flotante que habitamos.