Por Luciana Demaría y Eduardo Roland.
Los umbrales del amor.
Excluido de la arquitectura moderna, falto de funcionalidad, el zaguán está condenado a una lenta desaparición. Sin embargo, más allá de demoliciones y transformaciones, el zaguán sobrevive a distintos niveles: en la memoria de los más viejos, en registros documentales y artísticos, o concretamente a través de su presencia –tan real como fantasmal– en construcciones donde viven o trabajan ciudadanos de todas las edades.
En un número todavía importante, resisten “la piqueta fatal del progreso” de cara a las calles de los barrios más antiguos. Cuando caminamos sin apuro por alguna vereda y vemos abiertas las hojas de las altas puertas de finales del siglo XIX o principios del XX, nos resulta tentador detener la mirada en esos largos zaguanes ajenos, llenos de macetas y puertas que comunican con pasillos o escaleras no exentos de cierto misterio. Muchas veces, apenas cruzamos el umbral de la puerta, sobre pisos de baldosas coloridas o en forma de damero blanco y negro, una ola de aire fresco nos descubre indiscretos, haciéndonos sentir que atrave- samos vestigios de un mundo que ya no existe.
Heredamos el zaguán de la arquitectura andaluza, y ésta de la musulmana. La propia palabra da testimonio de su origen arábigo. “Voz tomada por el árabe de una lengua indoeuropea del Oriente (¿persa, griego?)”, se lee en el Diccionario etimológico de la lengua española, donde el filólogo Joan Corominas consigna además que en 1535 la palabra figura como “azaguán”, y que en 1570 ya aparece con su ortografía actual, significando “vestíbulo” o “pórtico”. El diccionario común –artefacto en desuso, como el zaguán– lo define como “pieza cubierta que sirve de vestíbulo a una casa”.
En la arquitectura virreinal la casa de zaguán es el estilo que predomina, desde el Caribe hasta La Pampa. En aquellos tiempos, el zaguán era un espacio multi- funcional, pero su función primera era comunicar la puerta principal de la casa con el patio central, en torno al cual se organizaban las habitaciones y las tareas domésticas. Por ende, se trataba también de un lugar de paso. En Venezuela se usaba para ‘sacudirse el polvo’ antes de entrar; un espacio que, por sus características constructivas, naturalmente modula la temperatura de la casa, ayudado a veces por la presencia de plantas que humedecen el aire que entra. Era común entonces sentarse a tomar el fresco y charlar con los vecinos desde allí, conducta que se mantiene aún hoy en casas con estas características.
El mágico lugar de los primeros besos
Pero si en algún lado sobreviven con más arraigo los zaguanes, es en la memoria de nuestros mayores, donde forman parte un capítulo fundamental en el libro del amor. Antes las cosas tenían su tiempo –la mayoría de las abuelas lo saben–; si iba en serio, el romance empezaba en la puerta, pero del lado de afuera, y los novios quizás podrían llegar a ‘hacer manitos’, siempre que hubiera alguien cerca: hermanos menores, sobrinos, tías, lo que sea. Después, cuando el muchacho demos- traba tenacidad y seguridad, la madre permitía a la pareja despedirse en el zaguán. Entonces la intimidad entre los novios descubría nuevas expresiones que, algunas veces, hasta desembocaba en matrimonios apurados y una vergüenza más que callar.
“El primer beso que él me dio […] yo nunca me olvido […] se acercaba a casa, yo en la puerta, en el zaguán, mirando para un lado y para el otro, entonces él se levantó un poquito, subió un poquito y me dio un beso en la mejilla. Nada más”. Son palabras de María Laura, una mujer porteña que ofreció su recuerdo, con 80 años cumplidos, a la investigadora Irene Klein, autora del libro La ficción de la memoria. Experiencias de vida (Buenos Aires: Prometeo, 2008).
Bajo el subtítulo ‘Historias de zaguán’, Klein aborda “la funcionalidad simbólica” que éste desempeña en las narraciones, partiendo del relato de María Laura así como de otros testimonios recogidos para su investi- gación. Y para rastrear el origen del papel simbólico del zaguán como espacio de socialización entre el mundo exterior y la intimidad familiar, se remonta al siglo dieciocho, y más específicamente a la consolidación de la burguesía como categoría social, con sus valores políticos, económicos y morales.
“El espacio doméstico –la casa– se erigió como espacio de protección de un afuera en donde, a consecuencia de la expansión urbana, comenzaba a proliferar el desorden, el delito y las enfermedades”, escribe Klein, recordando que La enciclopedia de Diderot y D’Alambert define la casa como “reducto de sentimientos religiosos, piedad infantil, ternura maternal, de orden, paz interior, sueño plácido y salud […] que mantiene alejadas las pasiones y el deseo”. Esta concepción, que se expandió por América junto con las ideas de liberté y fraternité, trajo entre otras consecuencias un patrón de conducta social –paradójico en tanto restrictivo de la libertad femenina– que establecía que las mujeres decentes no debían salir solas de su casa. De ahí el papel que le cupo primero al zaguán y luego a la sala de visitas –también en la entrada a la casa–, como espacio casi único en el cual las señoritas podían tomar de la mano o llegar a besar a un pretendiente. Por cierto, también era posible que los enamorados hablasen de amor o se miraran embelesados a cierta distancia; pero para eso, mejor estaban las cartas, las esquelas perfumadas y los balcones (otro capítulo del libro del amor, posterior al zaguán, a pesar de Romeo y Julieta).
Inexorable es reproducir al menos un fragmento de las finísimas crónicas que Josefina Lerena de Blixen (1889- 1967) estampó en su libro de memorias titulado Novecientos, obviamente en referencia a la época en que el siglo diecinueve dejaba lugar al veinte. Escribiendo desde la visión de una montevideana culta de familia burguesa, Lerena se detiene en los rituales sociales que los enamorados sensatos debían cumplir para satisfacer el mandato de Eros de aquel Montevideo que fue también el de Delmira Agustini y Roberto de las Carreras.
“El enamorado se paseaba por la calle de su amada, a veces sin dirigirle palabra durante meses. Porque el verdadero amor está lleno de esperanza y paciencia. […] Así empezaban los ‘dragoneos’, bien inocentes por cierto. Porque aunque la niña se asomara a un alto balcón, no estaría ni aún sola. Pasaba el tiempo y al fin alguna palabra casual, tras una larga fidelidad, palabra aventurada y trivial, los ponía en comunicación y el enamorado comenzaba a acercarse al balcón. Y ella, siempre al lado de sus acompañantes, podía empezar a hablar con él. Un tiempo después se abría el zaguán que era frecuentemente el paso intermedio antes de la entrada a la casa, aunque a veces, esta formalidad se obviaba. Y ya en la sala, generalmente de fundas blancas, con la ventana siempre abierta a la curiosidad de los paseantes, la lámpara encendida, con la madre tejiendo o cosiendo frente a ellos y oyendo, aburrida, tontos monosílabos y sin que nunca las manos de los enamorados se tocaran, estarían hasta las once, hora en que el padre cerraría el diario demostrando que era el momento de retirarse”.
Tal vez en otros barrios de menos alcurnia, el com- portamiento de los enamorados fuera más arriesgado, aprovechando un control más benevolente por parte de los mayores. Lo cierto es que pasados los años, los zaguanes continuaron siendo un ámbito privilegiado para probar los primeros sorbos del amor. Notable es constatar cómo –más allá de las letras de tango– desde algún arrabal de Buenos Aires, uno de los primeros bluseros rioplatenses que originó ‘el movimiento rock’ de fines de los sesenta, el legendario Botafogo, comienza su tema ‘Amor de zaguán’ con una confesión no privada de poesía: “Recuerdo cuando te besé/ una tarde de zaguán/ mi corazón me decía/ que por primera vez latía”.
El zaguán en la literatura
Como testimonio literario de la existencia del zaguán en la arquitectura colonial y postcolonial hispanoamericana, “desde el Caribe a La Pampa” (como decíamos al inicio de la nota), baste con citar a Alejo Carpentier y Jorge Luis Borges, a manera de metáfora geográfica.
El escritor cubano lo presenta a través de su prodigioso discurso neobarroco en Los pasos perdidos, como espacio donde los hombres se ubican durante el velorio, o sea, en las antípodas de una situación erótica: “En aquel caserón de ocho ventanas enrejadas seguía trabajando la muerte. […] De la noche surgían flores demasiado olorosas, que eran flores de patios, de alféizares, de jardines recobrados por la selva […]. En el zaguán, en el recibidor, los hombres, de pie, hablaban gravemente, mientras las mujeres rezaban en antífona en los dormitorios, con la obsesionante repetición por todas de un Dios te salve María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, cuyo rumor se levantaba en los rincones oscuros, entre imágenes decayendo, con el tiempo invariable de olas apacibles que hicieran rodar las gravas de un arrecife”.
Borges, con un uso del castellano mucho más austero y ‘anglosajón’ pero igualmente prodigioso, incorpora los zaguanes (sinécdoque emblemática de ese amado sur porteño) en su personal concepción filosófica del universo, y los hace formar parte del misterio del laberinto. En La biblioteca de Babel puede leerse: “Una de las caras libres [de la biblioteca] da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias”.
En Uruguay, y para Juan Carlos Onetti, el zaguán no ofrece mayores misterios, se lo observa como el contacto entre la casa y la calle: “Al fondo del corredor, por las vidrieras que daban a la calle, se distinguía el movimiento del tráfico y el ir y venir de las gentes. En el umbral, como una mancha de aceite en el agua, se extendía el reflejo amarillento del gran farol del zaguán”, escribe en Tiempo de abrazar. Lo mismo sucede con Felisberto Hernández: el zaguán toma forma anglosajona y se resuelve en ‘hall’, como también se lo conoce. En el cuento ‘El acomodador’, el hall es el espacio que recibe a los invitados a cenar al comedor de la casa que “cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle”.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero vayamos, para finalizar, a escritores mucho menos célebres –o mejor, desconocidos–, que a la vez de publicar sus textos en Internet, religan el zaguán con el ámbito del primer amor.
Tal el caso de la argentina Alicia Firpo, que en un blog sobre “adolescencia y zaguanes” traza un sencillo y muy humano relato en el que seguramente podrán reconocerse muchos lectores cuya primera juventud transcurrió varias décadas atrás.
“A pesar de lo imprevisto, impactante y doloroso fallecimiento de mi amado padre, estrenando mis flamantes diecisiete años… Puedo decir que tuve una hermosa e inolvidable adolescencia. Mi casa de la calle Maipú, a pocos pasos de la plaza principal, fue albergue y tránsito de una muchedumbre de jóvenes de distintos sexos, y edades. Y, sí, éramos cinco hermanas…
Su zaguán, de antiguas, lustrosas y arábigas baldosas, fue testigo incondicional de incontables vivencias. Allí, retumbaron tacos altos, agujas, zuecos; allí desfilaron proyectos de mujeres, sobrecargadas de coloridos maqui- llajes, uñas y pestañas postizas.
Sin dejar de mencionar el ritual semanal del cabello planchado, papel de diario y plancha de mamá. Las polleras se iban encogiendo cada vez más, que apenas cubrían las zonas prohibidas.
Oh querido zaguán… tantas veces salpicado por bombitas de agua de nuestros deseados pretendientes. Cómplice de idilios contrariados, de encuentros furtivos, de aquellos cuyos padres impedían noviazgos.
De vez en cuando, suelo pasar por allí, y una sonrisa pícara ilumina mi rostro”.
La escalera. Fragmento de un relato de la escritora argentina Ana von Rebeur, publicado en el sitio web 15:22, el 11 de setiembre de 2008.
Vamos, que hace un siglo también pasaban cosas modernas.
En esa época la abuela hablaba de lo que sucedía en el zaguán, el pasillo de entrada que conectaba a la casa con la calle. Era un sitio al que convenía acercarse tosiendo, ya que siempre había alguna parejita en una eterna despedida. Los zaguanes eran un sano punto medio para lograr que la niña esté en casa poco antes de que den las
diez sin incomodar a toda la familia con el galope hormonal. La niña estaba sana y salva en casa, con un novio que la estaba arrancando de a poquito hacia afuera, como debe ser. La abuela contaba que supieron que Carlota, la del tercero B, se casaría pronto, luego de que la vieron dos veces seguidas abrazada en el zaguán con el chico del quinto C. Hasta recuerda que la abuela dijo que un novio que por amor aguanta el olor a humedad de ese zaguán, es un novio que sirve para casarse. Seguramente, su mamá también usó el zaguán. Pero los años la habrán hecho olvidarlo. A ella la esperaba furiosa cuando tardaba dos horas en subir a casa, luego de despedir a su novio. Se demoraban comiéndose a besos a oscuras en la escalera, sobresaltados por la luz eléctrica que encendía algún vecino que entraba o salía del edificio. El sonido del timer apagándose y envolviéndolos nuevamente en la noche, indi- caba que había que aprovechar al máximo ese lapso de efímera intimidad. Codos apretados contra la pared, el borde duro del peldaño contra los costillas, cintos abiertos, cierres bajos, ojales desnudos de botones que miran con callado reproche… Y a la hora de separase con dolor, batían el aire con la correspondencia olvidada en el primer peldaño, para espantar el olor a sexo que estaban seguros los delataría.
Zaguán
Canción de la folclorista
y cantautora peruana Chabuca Granda (1920-1983).
Zaguán a la noche abierto, refugio de mi ilusión,
a ti se quedó prendido
la flor de mi corazón.
Bordado con piedrecitas, caminitos de mi amor,
al fondo una lucecita
de un misterioso interior.
Zaguán tibio iluminado con panelitos de amor, recuerdas a quien yo diera mis labios y tú, candor.
Si se detiene a tu puerta, dile que ha quedado yerta la flor que yo te ofreciera, flor de la ilusión primera.
Recuerdos que no me nombran su nombre y este tormento, desapareces y siento
la sensación de su boca.
Acariciada su risa
con fondo de campanarios y al traérmelos la brisa
me llaman a tu santuario.
Recuerdos que no me nombran su nombre y este tormento, desapareces y siento
la sensación de su boca.
Acariciada su risa
con fondo de campanarios y al traérmelos la brisa
me llaman a tu santuario.
Cómo lastima la herida
de mirar por tu rendija;
no te encierres en tu noche, no te cierres a mi vida.
Zaguán a la noche abierto, refugio de mi ilusión,
a ti se quedó prendido
la flor de mi corazón.