Antes de la 94ª ceremonia de entrega de los premios Oscar.
Por Carlos Diviesti.
Hace tiempo que el cine de Hollywood no genera obras impactantes, esas por las que ganar el Oscar signifique alcanzar una prestigiosa eternidad. A lo mejor el tiempo terminó dándole al Oscar el lugar que pretendía tener al comienzo de la historia de la Academia: ser un premio para la industria del cine estadounidense, la que aún genera exorbitantes cantidades de dinero sea cual sea la plataforma a través de la cual se proyecte. Aquí, entonces, una mirada hacia los diez títulos nominados como mejor película este año por orden de interés (claro que para quien suscribe, of course).
No miren arriba (Don’t look up, EE.UU., 2021, Adam McKay)
El descubrimiento que hacen el doctor Randall Mindy y su pasante Kate Dibiasky (un meteorito impactará inevitablemente contra la Tierra y hará colapsar el planeta) choca, justamente, como un meteorito contra la falta de escrúpulos de los medios de comunicación y contra la desidia, la ignorancia, la falta de visión y el completo desinterés de la clase política que gobierna la nación. Aunque McKay experimenta con formas propias del cine indie o artístico, su necesidad por generar adhesión a la denuncia sobre el impacto por el calentamiento global se traduce en pura declamación y en mero consumo efímero del cine por streaming.
El callejón de las almas perdidas (Nightmarealley, EE.UU., 2021, Guillermo del Toro)
Es cierto que El callejón de las almas perdidas no se acerca al cine negro que ansía emular (no son suficientes la escenografía y el vestuario si la actitud de los personajes no tiene espesor) y que tampoco alcanza –sobre todo en su segunda parte– el grado de maestría que uno espera de los intrincados mundos inventados por Guillermo del Toro. Pero sin dudas que es una película construida al detalle, bella, con momentos inquietantes… e impersonal. Se extrañan mucho los ominosos primeros planos de Cronos o de El laberinto del fauno, que no pueden ser remplazados jamás por un travelling perfecto.
El poder del perro (The power of the dog, Reino Unido-Canadá-Australia-Nueva Zelanda-EE.UU., 2021, Jane Campion)
En La lección de piano, Jane Campion revestía de exotismo maorí un melodrama desbocado. En El poder del perro, veintiocho años después de aquella obra que le diera la Palma de Oro en el Festival de Cannes, reviste de western trágico otro melodrama desbocado. Quizás la hermosura seca de esa Montana en la tercera década del siglo XX (magníficamente recreada en Nueva Zelanda, aunque la altura del paisaje no haga necesarias las tomas aéreas) no alcance para esconder las razones de los personajes de Benedict Cumberbatch y Kodi Smit-McPhee, evidentes desde un principio para espectadores atentos y que no derivan en ninguna sorpresa al llegar el final de la película.
Belfast (Reino Unido, 2021, Kenneth Branagh)
Aunque la primera escena en blanco y negro de Belfast recuerde al plano secuencia de Enrique V, del propio Branagh, con Buddy portando un escudo de lata y una espada de madera como un héroe shakesperiano, el resto de la película se debate entre la empática semblanza de una infancia en tiempos turbulentos (la Irlanda de los 60 antes del Domingo Sangriento y el gran estallido del IRA), y una anodina serie de viñetas sobre la vida familiar que no aportan aristas nuevas a los coming of age acostumbrados. Eso sí: el diseño de producción y las actuaciones le dan brillo a una película lamentablemente opaca.
DUNA (Dune, PartOne, EE.UU.-Canadá, 2021, Denis Villeneuve)
Duna, cuyos mundos digitales resultan apabullantes a lo largo de sus dos horas y media –que nunca resultan largas, hay que decirlo–, quizás hubiera necesitado mayor claridad expositiva para que no se transformara en una sucesión de hechos y personajes cuya entidad no queda del todo clara. Como su relato pareciera descansar en los capítulos que la sigan, a veces una sensación de desvío genera la incómoda sensación de que pivotea entre el llano desinterés y el gesto deslumbrado.
Amor sin barreras (West Side Story, EE.UU., 2021, Steven Spielberg)
Aunque sea una película grandiosa, toda esa emoción que nos provoca la energía del reparto en la pantalla, y todo ese esplendor visual de la milimétrica reproducción de un mundo perdido para siempre, demanda un verosímil mucho más afilado. Lo que en la versión de 1961 se presentaba a través de la sinécdoque de un estado de las cosas (la adecuación de actores blancos y sajones a las imágenes de latinos mestizos, clara indicación del nefasto código Hays), el nombrar a las cosas por su nombre aquí solo suena a rancio pleonasmo: hay un énfasis en ese spanglish primitivo que muchas veces resulta forzado a su pesar y, en tal marco realista, no es suficiente con hablar de amor en las canciones.
Coda, señales del corazón (CODA, EE.UU.-Francia, 2021, Siân Heder)
Ruby sabe que cantar no es una actividad que pueda hacer en familia: aunque a su papá le gusten las vibraciones del rap, a su mamá le parezca un gasto de dinero comprar un equipo de música o su hermano esté preocupado por encontrar alguna chica a través de Tinder, el problema es que su papá, su mamá y su hermano son profundamente sordos. En Coda (Children of Deaf Adults, Hijos de adultos sordos) sus actores principales también son sordos. En ciertos momentos la película investiga la ausencia de sonido con un claro efecto estético e inclusivo: el encuadre siempre incorpora las manos de los actores, algo que para el espectador puede resultar poco importante pero que determina, cuanto menos, el alcance universal de esta película. El silencio al fin de cuentas es otra imagen a percibir.
King Richard, una familia ganadora (King Richard, EE.UU., 2021, Reinaldo Marcus Green)
Richard Williams trazó un plan para hacer de sus hijas, Venus y Serena, dos tenistas excepcionales. Podrán llamarlo visionario o dictador, y quizás sea las dos cosas, pero aquí aún estamos lejos de estos tiempos en los que la agenda incluye naturalmente las cuestiones raciales y de aquella época en la que un afroamericano fuera dos veces presidente del país. Quizás lo único que no quiera Richard sea que lo consideren un negro ignorante, y mucho menos que sus hijas sean humilladas frente al público. Y aunque sea una película de guion directo, su resolución es tan compleja (los partidos de tenis han sido recreados, por supuesto) que enseguida nos obliga a dominar los nervios frente a la número uno del mundo, como cuando enfrentamos nuestro primer partido profesional.
Licorice pizza (EE.UU., 2021, Paul Thomas Anderson)
Gary tiene quince, Alana veinticinco; Gary es un actor que ya está abandonando la infancia, Alana tiene trabajos que no la satisfacen. Son los principios de los setenta en Los Ángeles, cerca de Hollywood aunque lo suficientemente lejos del éxito. La vida para Gary y Alana se asemeja a una serie de grandes éxitos guardados en un viejo long play, una licorice pizza cuyas canciones se olvidarán muy pronto. Pero ellos recién se enamoran. ¿Qué hace de esta premisa una gran película? Que Paul Thomas Anderson jamás se aleja de sus personajes, no solo desde la historia que cuenta, sino también porque la cámara nunca los abandona y los sigue en su movimiento constante, como si latiera con ellos. Imprescindible.
Drive my car (Japón, 2021, Ryûsuke Hamaguchi)
¿Hay más Anton Chéjov que Haruki Murakami en esta adaptación de algunos relatos de su libro Hombres sin mujeres? Sí, pero no porque en una muy buena parte de la película se cuele la acción de Tío Vania, sino porque el tono aparentemente reposado que utiliza Hamaguchi recuerda cómo respiran los personajes del gran autor ruso entre las líneas de cualquiera de sus piezas. No hay psicología, estudio sociológico o análisis hermenéutico que permita comprender el impacto que provoca en el espectador observar la deriva de los personajes de Drive my car. Quizás baste con mirar con atención la escena a bordo del Saab 900 Turbo, aproximadamente entre los noventa y los noventa y cuatro minutos de las tres horas de metraje, para observar cómo la luz que se cuela desde la autopista por la noche incide en Yusuke y en Misaki, para descubrir el perfecto y sutil balance entre la calidez y la frialdad o entre la alegría y la tristeza, en el insobornable curso de la vida.