Por Pablo Trochón.
La costa este autraliana en motorhome.
Explorando apenas una brizna de lo que este país masivo ofrece, aquí va una selección de paradas en las que descubrimos una dimensión alucinante de la vida: patas, picos, hocicos, garras, alas, aletas, branquias, pelos y plumas para sorprenderse.
Dedicado con amor a Nora, Waldemar, Elsa, Jackie, Kevin y Noelani
El clima en este junio-julio es por demás agradable, aunque en algunas zonas se requiere un poco de abrigo. Las rutas mayormente son solo de una vía y abundan las rotondas, por lo que –sumado a las largas distancias– se recomienda siempre sumar tiempo extra al mapa de ruta.
En una campervan muy cómoda que alquilo por 750 dólares incluyendo el seguro, que posee camas para tres personas, lavatorio, cocina, heladera, microondas y mesa rebatible, inicio un roadtrip que dura un mes y conecta, de norte a sur, el Cabo Tribulación con Sídney, la ciudad que cautiva.
Esta modalidad de viaje resulta muy conveniente en Australia porque hay zonas que no están conectadas por el transporte público y porque permite pasar la noche en campings (vitales para cargar electricidad) o en hostels (para tener un poco más de comodidad) y gratuitamente en zonas de descanso (en las que se debe arribar temprano para conseguir lugar), además de la libertad implícita de moverse de acuerdo con los pálpitos personales. Debe decirse que en la maravillosa y vecina Nueva Zelanda, la infraestructura y facilidades gratuitas (incluyendo agua potable) para este tipo de viaje son aún mejores.
Así, durante treinta días, paso visitando a voluntad, cocinando donde me agarra el hambre, abasteciéndome en los supermercados low cost, a veces de alimentos que en nuestro país son inaccesibles y así darme el lujo de desayunar con salmón y palta mientras los canguros pastan en los alrededores.
Los campings “económicos” son, es cierto, bastante rústicos y algunos –que son verdaderos barrios de casas rodantes– albergan residentes bien extravagantes, aunque probablemente nuestro hábito del mate nos ponga en igualdad de condiciones. Para tener en cuenta: las cocinas cierran muy temprano (21 horas) y el checkout es muy estricto… es que Australia es el país de las normas y las multas, y los tienen educados así.
Primera parada: cocodrilos y casuarios
En Cairns, y también a lo largo de otras playas norteñas (Trinity, Palm Cove, Ellis, Port Douglas, Cooya), se ven carteles que advierten estar infestadas de cocodrilos y medusas mortales (sí, mortales, y no es broma). El clima está súper agradable. La ciudad ofrece unos murciélagos enormes; el Rustys, un mercado de verduras, artesanías y comida asiática a precios económicos; el Lagoon, una piscina pública abierta e impecable que parece sacada de un resort (recurso vital dado lo prohibitivo del océano), y la presencia de etnias aborígenes, que son las más antiguas vigentes, porque datan de hace más de sesenta mil años, que más al sur son difíciles de ver. Lamentablemente, como en casi todo el mundo, son marginadas, segregadas y encapsuladas en el estatus del lumpen.
Ascendiendo, y tras pasar los balnearios chics que suceden al brillante mirador Rex, la ruta se tupe de plantaciones de caña de azúcar y vagones llenos de la cosecha. Bien temprano, con el Bruce Belcher’s Daintree River Cruises, recorro el río en cuestión y avisto garzas, serpientes del árbol verde y cinco salties (cocodrilos de agua salada), entre ellos un macho enorme que en un momento se enoja por nuestra presencia y arremete contra la lancha. El día está hermoso y la experiencia vale la pena.
Estos reptiles, los más grandes del planeta, que llegan a medir seis metros y pesar una tonelada y media, suelen habitar en pantanos costeros y resultan mortíferos para animales desprevenidos o bañistas incautos, puesto que poseen la mordedura más poderosa que existe. Sin poseer un depredador natural, se convierten en un gran problema: han protagonizado múltiples ataques a personas. Por estos, y la gran variedad de arañas, serpientes, tiburones, medusas y pulpos letales, Australia es uno de los países más peligrosos del mundo y por ello siempre es conveniente tener al Cocodrilo Dundee, de Paul Hogan, a nuestro lado.
Cerca del mediodía cruzo el río con la camioneta, en una gran barcaza que demora dos minutos y cobra 19 dólares por vehículo, ida y vuelta. Del otro lado, visito el mirador Alexandra, desde el que se ve un poco la desembocadura en el océano, en una zona donde la selva milenaria, desbocada, la más antigua del mundo, se zambulle en el mar y se encuentra con la famosa Gran Barrera de Coral, ecosistema inconmensurable cuya superficie casi duplica la de Uruguay, que aloja, aún, corales y especies marinas de las más increíbles del mundo.
Me interno en la fronda por el breve sendero Jindalba. Tomo un helado de frutas que cultivan en la selva, en la Daintree Ice Company, y recorro el paseo costero Dubuji, que se desenvuelve entre manglares acariciados por los dibujos que el sol hace al colarse por entre las hojas, para desembocar en la playa Myall, donde los cangrejos hacen increíbles dibujos con bolitas de arena (¿inspiración del estilo pictórico aborigen de este país?), que aprecio de igual modo que un extraterrestre las líneas de Nazca. Finalmente arribo al Cabo Tribulación, el punto más al norte del viaje, que diviso desde el mirador Kulki.
Por la mañana, luego de una noche adornada por los sonidos de la fauna selvática, emprendo el descenso entre decenas de complejos y paseos turísticos que han seccionado la experiencia de recorrer la selva más o menos libremente. Desayuno en el parking del cabo Kimberley, en el estuario del río Daintree y el Mar de Coral. La playa es inmensa y en su recorrido me cruzo con un lagarto monitor.
Ya al costado de la ruta a Etty Beach aparece un casuario enorme, después de tantos días de buscarlo en la espesura. En la playita, hay uno bebé y otro adulto queriendo robar comida. Aunque raramente son domesticables, suele vérselos en los alrededores de lugares donde las personas hacen picnic, para comer restos y revolver la basura. Entre los dos metros y los ochenta kilos que pueden alcanzar, su pico, sus increíbles garras y el imponente cuerno, el porte de este animal que habita en selvas tropicales es sin dudas intimidatorio.
En la partida me vuelvo a cruzar con un ejemplar adulto de estas aves solitarias y de belleza proverbial, primas de los emúes y los kiwis, que tampoco vuelan y cuyas plumas tienen apariencia de pelos.
Los automovilistas, como es habitual, se te pegan presionando el avance, lo cual por las noches no es muy agradable. En lo alto hay unas pasarelas de cuerda para que animales pequeños, inclusive el escurridizo canguro de los árboles, crucen la ruta sin riesgo.
Segunda parada: koalas y wallabies
Tras ligar una multa de doscientos dólares por ir a ciento trece donde el máximo es cien, pero que luego incomprensiblemente lograré exonerar, dejo la camioneta en el puerto de Townsville para tomar el ferry hacia Magnetic Island.
Durante el viaje veo el partido de Uruguay y Chile (1-0) por la Copa América. Ya en la isla, en el camino a Horseshoe Bay, donde está el camping, veo decenas de autitos estilo Barbie, atracción para un público que viene aquí solo a sumar seguidores en sus redes.
Tras armar la carpa me entrego al sendero The Fort, donde abundan los koalas. Si bien se encuentran religiosamente en las horquillas de los eucaliptos, cuyas hojas les aportan nutrientes y agua, porque es donde se asientan en su letargo, el hecho de que se la pasen durmiendo (veinte horas al día) o beboteando hechos un ovillito, hace que no sea fácil encontrarlos, demandando mucha paciencia y fuertes dolores en el cuello de tanto mirar para arriba.
Si no tenés tiempo para disfrutarlos en su hábitat, no los visites en cautiverio, excepto en sitios en los que se dediquen a su rehabilitación para devolverlos a la naturaleza. Tampoco busques el famoso abrazo para la foto ni intentes tocarlos, todo esto supone un estrés innecesario para cualquier especie salvaje. No busques poseer para poder disfrutar.
Ver cómo tragan y tragan estas estrellas de la fauna local es un gracioso espectáculo: tironeando hojas encaramados en ramitas que se doblegan ante sus cuerpos rechonchos y se sacuden con el viento, no se perturban en la única faena que parece motivarlos.
Son una especie protegida que apenas vive dieciocho años y está sujeta al ataque de perros y atropellos viales al cruzar rutas por la noche, momento que en el bosque pueden oírse los graves y estremecedores rugidos de estos pequeños marsupiales que perdieron la cola porque, dicen los que saben, un canguro se las cortó por haraganes y sibaritas.
El camino, de montañas cubiertas de un verde refulgente que contrasta con azules bahías y por el que se camuflan los equidnas, va en leve ascenso por restos de una antigua fortificación defensiva, de la época en que Japón inició la Guerra del Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial. Desde una de las torres de vigilancia se obtienen memorables vistas de 360 grados.
Volviendo por una ruta que parece haber sobrevivido a un terremoto, pasando por bellas playitas, encuentro otro koala comiendo frenético y varios wallabies furtivos. La marea ha crecido así que me saco las sandalias para finalizar el rodeo.
Han sido dieciséis kilómetros, por lo que el happy hour del camping es salvador. El ambiente es muy agradable.
A las siete hay terrible griterío de pájaros. Tomo sol un par de horas en la playa y levanto todo para ir hacia el Bremner Point, donde inmediatamente aparece una gran cantidad de rock wallabies, brincando por entre los bloques de piedra, para que la gente los alimente con zanahorias.
Dando nombre a la selección nacional de rugby, este marsupial dulce y curioso es muy similar al canguro pero más pequeño (aunque puede medir 1,20 metros), es más ágil en el bosque, se alimenta solo de hojas, tiene un pelaje con mayor gama de colores, es más dado al boxeo y tiene una longevidad mucho menor (entre 10 y 14 años).
Tercera parada: ornitorrincos y canguros
Cuatrocientos kilómetros más abajo, me sumerjo en el Eungella National Park, por una ruta angosta llena de subidas. La temperatura desciende y las vistas hermosas aparecen. Pasa raudo algún wallaby.
Con la luz mermando, desde las plataformas cerca del camping estatal veo varios ornitorrincos. Son de los animales más difíciles de observar, dado que su tamaño es mínimo (entre 40 y 50 centímetros), contrariamente a la idea que traía, y que salen a la superficie de los riachuelos por pocos segundos, hasta que detectan los impulsos eléctricos de alguna presa y se zambullen de nuevo. Bicho extraño si los hay, hubiera hecho saltar los famosos esquemas mentales kantianos, como bien nos hace notar Eco en su ensayo, procediendo en un error similar al de Marco Polo al clasificar al novedoso rinoceronte con el concepto de unicornio que traía en el morral. Mamífero sin mamas que pone huevos (como el equidna), desdentado, venenoso, de piel fluorescente, que tiene pico de pato, garras con membranas interdactilares y cola de castor. Acuciado por el cambio climático, este animal antiquísimo, que posee diez cromosomas sexuales, en recientes estudios ha aportado la clave que acerca a los seres humanos con las aves más de lo que se creía.
El segundo intento es a las ocho de la mañana y son muchos más los ejemplares que contemplo; también se asoma alguna tortuga de río. Tras un desayuno reparador hago unos diez kilómetros por la selva, bordeando el río y viendo más ornitorrincos. En algunas partes abundan las sanguijuelas, por lo que hay que tener cuidado.
140 kilómetros más al sur, en el camping del cabo Hillsborough, que cobra treinta dólares (empezaron las vacaciones de julio y los precios suben) por el espacio para vehículos, hago una caminata de unos tres kilómetros por unos miradores espectaculares y me cruzo con otro wallaby bastante sociable.
Si bien ya he visto, lamentablemente, decenas de canguros muertos en la ruta, que muchas veces asustados por las luces envisten a los automóviles causando verdaderas tragedias, espero con ansias este momento. Me despierto a las 5.45 con dos de ellos pastando al lado de la camioneta. Una guardaparque les da de comer a una cantidad de wallabies y un canguro, que brincan entre los curiosos de un lado al otro de la inmensa playa, mientras las primeras luces del día se asoman. Acabado el ritual, lentamente, todos se van alejando, entre gateando y saltando, y se pierden entre la vegetación. El espectáculo y la proximidad son fantásticos.
El canguro es un animal que puede verse por doquier en el país, en los bosques, pastando junto a las vacas, saltando alambrados, cruzándose en la ruta e incluso recorriendo las calles de algunos pequeños poblados. Munidos de sus potentes patotas y las colas que les aportan equilibrio, tendré la oportunidad de verlos varias veces al aire libre o atravesando la polvareda en manadas que parecen un verdadero convoy. Este herbívoro tiene predilección por las amapolas, por lo cual a veces se los puede ver mareados por sus efectos narcóticos.
Si bien su caza está prohibida, la carne de canguro se exporta a sesenta países en grandes cantidades para frenar su expansión exponencial (alrededor de cincuenta millones de ejemplares) y pone el debate entre el gobierno y los activistas sobre si son una plaga nacional o si en realidad el problema es la competencia con el ganado vacuno y ovino por los pastos, los cuales en realidad han mermado por el cambio climático.
A media mañana, tras el desayuno, salgo a explorar de nuevo y observo muy de cerca a una wallaby, que está echada como si fuera un perro, entre formaciones rocosas de origen volcánico.
Cuarta parada: ballenas, más koalas y camellos
Más de mil kilómetros después, y ya sin yerba, a minutos de la querida Brisbane, donde aparece la motorway de doble vía que agiliza mucho más la circulación, llego al Daisy Hill Koala Park. En esta clínica de rehabilitación de koalas que han estado en cautiverio o que padecen alguna enfermedad, en el medio de un inmenso bosque de eucaliptos, hay cinco hembras y un macho que están muy activos. La visita es gratuita y posee un centro de información muy completo. Lo cierto es que los demenciales fuegos que vivirá Australia unos meses después aniquilará a miles de estos amigos peludos.
De Surfer Paradise, que es una especie de Punta del Este, con importantes edificios de diseño sofisticado, salgo hacia el mar en un catamarán que va por unos canales, alternados por bancos de arena tupidos de pelícanos, tapizados de mansiones de millones de dólares con muelles privados. Complementan las lanchas gente haciendo parapente y los yates lujosos.
El paseo dura tres horas y vemos cerca de treinta ballenas jorobadas, con sus anchas cabezas negras cubiertas de tubérculos cefálicos que van acompañando la embarcación. Sueltan, con graves resoplidos, chorros de agua por sus espiráculos pintando arco iris, dan saltos mostrando sus colas o sus prominentes y blancas aletas dorsales. La yubarta puede llegar a medir dieciséis metros de largo y pesar unas 36 toneladas, pese a lo cual son proclives a las acrobacias. Cazan en manada, girando hasta provocar una red de burbujas que marea a los peces, cuyos cardúmenes son engullidos en pocos segundos. Afortunadamente en los últimos años la mayoría de las comunidades se ha regenerado, saliendo de la lista de especies en extinción.
Migran de sur a norte para parir en aguas cálidas, guiadas por ballenas pilotos que estos animales sociales siguen ciegamente, lo cual a veces genera accidentes fatales al adentrarse en aguas poco profundas. Es uno de los cetáceos más inteligentes y los machos emiten un canto de gran complejidad.
Vendrán tantas otras experiencias pero me quedo con la hermosa compañía de la migración de las ballenas jorobadas siempre a la izquierda; un memorable trekking por unos farallones sobre una selva que data del continente de Gondwana; la visita a una cueva que aloja glowworms verdes (larvas fosforescentes que se transforman en una especie de mosquito); el almuerzo gratuito en una jornada abierta de música indígena en Nimbin, reducto hippie donde se realizó el Woodstock australiano en 1973; el imponente atardecer en Byron Bay; las águilas de mar en Yamba; las postales fabulosas de las aguas infernales del Bennet Lookout; la caminata por los acantilados del Parque Nacional Bouddi y los camellos deslizándose por dunas rojizas en la inmensa playa Birubi, cubierta de una bruma inmensa por las olas enfurecidas mientras se encarama una gigante luna llena que va tomando luz… In your afterglow/ Heal me from all this sorrow,/ as I let you go/ I will find my way… Y entonces la vuelta a Sídney, el reencuentro con el cariño inmenso de una familia hermosa, el trabajo en hormigón… las clases a niños en Indonesia, Filipinas, Sri Lanka, Montevideo, la pandemia… But no matters, road is life.