Por Carlos Diviesti.
Pide al tiempo que vuelva.
Cuando Rina se muere después de 65 años de casada con Nino, él no se deja llevar tan fácilmente por la tristeza que sus hijos quieren leer en su semblante. Para Nino llegó el momento en el que aquel amor profundo y sereno de todos esos años será puesto a prueba: aquella carta que Rina le diera el día en que se casaron, donde dice que el amor que se profesan es inmortal, tendrá que enfrentarse con la certidumbre de la realidad. Así es como Nino sostiene que ella aún le habla, del mismo modo que también le habla su cuñado, y como también se vuelven ciertos los recuerdos de la vuelta al pueblo, ya casado, y su madre, sus hermanas y su tía conocerán a su esposa y la aceptarán en la familia, aunque a Rina esa nueva vida no le guste y quiera escaparse apenas comienza.
Del mismo modo recordará a su cuñado, muerto también, y sus tardes de pesca y sus explicaciones filosóficas respecto del sendero de la existencia. Todo esto, para un hombre que supera los ochenta años, y de acuerdo con la mirada de los que aún son jóvenes, no es más que melancolía, pero ¿lo es? ¿No será que existe una dimensión a la que podemos ir y volver hasta que decidamos quedarnos en un solo sitio? La hija, la editora de una editorial que puede decidir el futuro de la próxima novela de Amicangelo, cree que más que un psiquiatra su padre necesita contarle su historia de amor a alguien.
Qué mejor que poner un escritor fantasma que ordene la memoria de Nino y al menos le dé al padre el consuelo de hablar con un amigo. Los hijos, que aún son jóvenes, quizás no entiendan que los padres (que se han vuelto viejos) tal vez necesiten perderse en los remolinos del alma y que nadie les indique el camino de regreso, por lo que las grandes ideas no implican grandes resultados. O sí, según se mire, según se entienda qué son las grandes cosas. En la última película del hoy octogenario Pupi Avati, basada en el best seller de Giuseppe Sgarbi, debiera reconocerse que estamos en presencia de un maestro moderno. Filmada con la elegancia impar de quienes siguieron la posta de los padres fundadores (la llegada de Amicangelo a la villa de Nino, custodiado por un chofer que es como un enorme querubín, en medio de una tormenta de nieve nocturna, es de una belleza perturbadora), Avati se permite narrar un drama romántico con apuntes de fantasía sin necesidad de forzar el relato hacia alguno de los subgéneros en particular. Es quizás una decisión que implica tomar partido por la experiencia (o la sabiduría) que dan los años, la que indica que hay que jugar las cartas incluso en el momento que sigue a la muerte. Avati se vale además de la máscara de Renato Pozzetto como el Nino adulto que a medida que avanza la historia está cada vez más convencido de encontrarla otra vez a Rina. Pozzetto, uno de los cómicos más notables del cine italiano de los setenta y ochenta, realiza quizás su actuación más importante en una película, una que aun en los límites de un drama quiere bordar una mirada llena de preguntas, como la de un chico ávido por descubrir qué significa estar vivos.