Por Gabriela Gómez.
Se considera un pintor figurativo, realista, a veces hiperrealista, pero no el que pinta de un modo cuyo resultado es casi el de una fotografía. Le gusta que le pregunten: “¿Está pegado, está pintado?”, porque este es el efecto que causa en muchos de sus cuadros: el de un realismo que casi parece que los objetos o las personas van a salir del cuadro. Quizás por esto ganó en 2016 el concurso Miradas, justamente por esta capacidad de reproducir algo tan sutil y referencial como la visión humana. Fernando Oliveri (Montevideo, 1957) empezó desde muy temprano con el dibujo como un juego, se formó en diversos talleres y probó diferentes técnicas, luego lo alternó al rutinario trabajo bancario que desempeñó durante 25 años ‒muchas veces pintando por la noche y haciendo horas extras‒ hasta que, finalmente, se dedicó de lleno a lo que siempre le interesó y nunca abandonó: la pintura.
¿Cómo fue tu formación artística? Fuiste alumno de varios talleres y también pasaste por el Club del Grabado.
Nací en Montevideo, pero por razones laborales de mi padre nos fuimos a vivir al interior. Estuvimos en Paysandú, Mercedes y Fray Bentos. Desde chico siempre dibujaba, lo hago desde que tengo uso de razón. Me vine a Montevideo en 1978, al Instituto de Bellas Artes, no el que está ahora, sino el que estaba en los Padres Conventuales. Ahí había varios talleres, dentro de ellos el de Clever Lara, donde estuve dos años. Después la escuela cerró y dije: “¿Qué hago ahora?”. No sabía que Clever seguía dando clases en su taller, pero yo conocía a Gustavo Alamón y me formé plásticamente con él. Me enseñó el oficio de pintor y estuve trabajando mucho tiempo con él. Después me empezó a interesar el grabado y fui un año al Club del Grabado, pero sabía que lo mío era la pintura. Veía que el grabado era todo un proceso de grabar una plancha, de trabajarla, pero yo me sentía muy cómodo con el óleo, más que con el proceso del grabado. Me sirvió mucho desde el punto de vista de conocer otras técnicas, porque todo aporta, pero lo que me terminó definiendo fue la pintura. Después instalé mi taller, por el que han pasado más de 150 personas, gente de todas las edades, y esto es muy enriquecedor.
¿A qué te dedicabas cuando vivías en el interior?
Fui bancario, tuve una actividad de muchos años; siempre trabajaba y pintaba. Porque cuando me vine del interior mi padre me ayudaba con la pensión donde vivíamos con mi hermano, que también estudiaba, pero ya a los diecinueve años quise solventarme mis cosas y comprarme mis materiales. Mi padre también era bancario, mi hermano y mi abuelo también lo fueron; el único que rompió un poco con esa tradición fui yo, que me fui del banco para dedicarme a la pintura. Nunca descuidé la actividad plástica, porque para mí era lo fundamental. Era como una balanza: la parte económica y la artística. Te lo menciono por el tema de los relojes, que está muy presente en esa etapa: los relojes, las corbatas; el hecho de entrar y salir a determinada hora yo lo sentía como una cosa deshumanizada: yo era un número y no soportaba eso. Lo hacía por una cuestión económica, porque tenía familia, pero me llevaba determinado tiempo que ya no soportaba. En ese momento era un noctámbulo trabajando: pintaba de noche. Llegaba del banco, estaba con mi familia, cenábamos, me preparaba el mate y me iba a pintar; eran las tres o cuatro de la mañana y yo seguía pintando.
¿Cuánto tiempo estuviste trabajando en el banco, con ese régimen de pintar durante la noche?
Estuve veinticinco años en la actividad bancaria y también hacía horas extras, porque tenía que pagar un préstamo que había pedido para comprar mi casa, entonces a veces dormía muy poco. Tanto fue así, que me produjo un desgaste psicológico por el estrés: estuve un año con licencia médica, porque tenía que cumplir con el trabajo y seguir mi vida de familia, con todo lo que conlleva la vida familiar. Trabajé en dos bancos, en el Caja Obrera y en el Sudameris, y, por momentos, alguna gente me veía como a un bicho raro o en forma despectiva. Había de todo, porque vivimos en un medio muy competitivo. El Caja Obrera era un banco nacional y el Sudameris era franco-italiano.
Cuento esto porque en 1989 hice una exposición en una galería de la calle Bartolomé Mitre casi Rincón, que en ese momento era de Margarita Percovich y Washington Delgado. Yo trabajaba con ellos y vendía mucho también. Invité a todos mis compañeros de Caja Obrera y sólo fueron dos o tres, el presidente del banco en ese momento me llamó para felicitarme. Pasó el tiempo, me fui al Sudameris y, después de estar trabajando bastante tiempo ahí, hice una exposición en el Argentino Hotel de Piriápolis y dije: “Me va a salir un dinero esta exposición”. Hablando con una compañera, me preguntó por qué no hablaba con el banco para ver si podían darme una mano. Pensé que no iba a ser posible, pero bueno, hablé, presenté lo que quería hacer y el gerente de marketing me pidió que le presentara una nota escrita de todo lo que necesitaba y me pidió fotografías de mis obras.
Armé un dossier con cantidad de cosas y lo presenté. Después de unas dos semanas, me llamó la secretaria del gerente, que era un belga, y cuando llegué a su oficina estaba con tres franceses mirando mis carpetas y me dijeron: “¿Usted pinta esto?”. Y los franceses dicen: “¿Qué está haciendo usted en el banco?”. Les dije: “Necesito mantener una familia, no vivo de esto”. Me dijeron: “Lo que necesite nosotros se lo vamos a brindar”.
Me armaron la exposición, me hicieron los catálogos, me compraron obra; lo que más me llamó la atención fue que hicieron las invitaciones con la obra que me compraron y con obras que había hecho para la exposición y las entregaban a los clientes del banco. Yo estaba incómodo, porque había una parte positiva y otra negativa: en algunos compañeros generó otra mirada. Encontré tiradas en la basura las invitaciones. Es increíble; me dolió, eso me afectó, me llegó, y vi con mis propios ojos que tiraban las invitaciones. Pero lo hice, lo pude hacer y es de las cosas que rescato más lo positivo que lo negativo, porque es parte de mi historia. Después uno se va curtiendo porque, como se dice, nadie es moneda de oro para que todo el mundo lo quiera. Después he participado en concursos, he ganado premios, he viajado y estoy siempre atento a lo que pasa alrededor de lo que es arte.
En 2016 obtuviste el primer premio de la sexta edición del concurso de pintura Miradas, Premio Lacy Duarte, con el cuadro ‘La visiónʼ, sobre una pintura de Steve Jobs, seleccionado por un jurado muy exigente.
En el caso de Steve Jobs y el concurso Miradas, lo hice específicamente para esa propuesta y lo presenté porque comprende la mirada del ver y la mirada del hombre que va más allá que el normal de la gente. Empecé a trabajar con una idea y no me gustó mucho. Era una serie de lentes, que no me convencía, y dije: “Tiene que estar la presencia humana”. Busqué por internet imágenes y de repente apareció la mirada de Steve Jobs, esa mirada de halcón, y empecé a jugar reduciendo la imagen. Luego la completé con una paleta de los colores marrones, sienas, a pesar de que hoy también he incorporado color, porque se me va generando esa necesidad del color. Voy cambiando porque si no me aburro. Me considero un privilegiado: vivo de mi trabajo, estoy en mi casa, en un barrio precioso, tengo una familia. ¿Qué más puedo pedir? Entonces a veces me cuesta salir de mi casa.
¿Cómo denominarías tu técnica, tu modalidad expresiva?
Soy un pintor figurativo, soy un pintor realista, a veces voy un poco más hacia el hiperrealismo. Pero no a ese hiperrealismo que es casi fotográfico, porque me genera una especie de ansiedad, porque es casi perfecto, porque está en esa ambigüedad de distinguir si es una pintura o una fotografía. El ojo que no está acostumbrado a verlo pregunta: “¿Esto es una foto o es una pintura?”. A veces me ha pasado, y por momentos me gusta trabajar con lo que se llama trampa al ojo [del francés trompe-lʼœil], cuando la gente se pregunta si está pegado, si está pintado. Y por momentos me gusta jugar con eso.
¿Cómo es tu ritmo de trabajo?
Trabajo permanentemente y con distintas composiciones, todos los días. Tengo un taller con alumnos que vienen dos veces por semana, y el resto de los días me los dedico a mí. Estoy siempre en contacto y en diálogo permanente con mis obras y voy rotando; no estoy trabajando solamente en una obra, porque así me mantengo entretenido y al estar variando me encuentro con una obra diferente. Estoy muy atento a estos cambios. Es un poco lo que estoy haciendo ahora con este billete de dólar que recién empecé a trabajar. Específicamente esta obra [se trata de la pintura de un billete de un dólar doblado y pegado con una cinta] surgió porque yo siempre tengo en la billetera un billete de un dólar, como una especie de llamador del dinero, pero como hoy por hoy nos estamos manejando más electrónicamente que con los billetes y prácticamente tienden a desaparecer, el billete tiene pintada una cinta que lo sostiene.
¿Qué idea querés representar con esta pintura?
A veces uno no quiere darle una explicación: surge a medida que trabajo, y a veces la idea inicial se va deformando. Lo que trato de hacer es sorprenderme a mí mismo; me gusta encontrar cosas, incluso me pasa con muchos trabajos en los que no me repito, varío constantemente. Eso es lo que me hace sentir, en esta actividad plástica u oficio, como quieran llamarle, y es lo que me motiva: el hecho de siempre estar creando. Me da vitalidad, una buena energía, estoy bien conmigo mismo, tanto que en ese diálogo que se genera con la obra no me encuentro, cambio de humor, pero sé que es pasajero, porque a veces se trata de encontrar ese punto y decir “ya está”.
Supongo que eso tiene que ver con la dinámica del trabajo de docente.
Sin dudas, porque me nutro de todo. Nunca me cierro; además, la docencia la aplico volcando mis experiencias. Tengo más de cuarenta años en esta actividad, tengo 62 años, y lo que me hace más feliz es transmitir todos mis aprendizajes, no me guardo nada. Disfruto mucho con que la gente esté feliz con la actividad que hace; les aporto mucho, pero ellos me vuelcan mucho a mí, muchas cosas: es un ida y vuelta. Trato de que cada uno sea él mismo, es como la huella digital que todos tenemos. Soy como un guía de mis alumnos, porque son todos distintos. Hace poco, el taller hizo una muestra y la gente comentaba eso: que eran todos diferentes, y es porque somos todos diferentes. No comprendo esas situaciones en que todos tienen que hacer un trabajo parecido al del profesor. En ese caso me parece que no estamos funcionando bien. Cada uno tiene que ser lo que es y transmitir lo que quiere transmitir. Encontrarse con ellos mismos hace que los alumnos estén muy conformes con esa actividad, porque, en definitiva, todos tenemos algo para mostrar. No es necesario generar una obra muy complicada, pero a medida que se empieza a trabajar, es como quien empieza a entrenar, como quien empieza a correr: cuanto más trabajás, se te ocurren más ideas, hasta cuando vas al trabajo y estás pensando en esta actividad permanentemente; ese es el tema.
¿Qué opinión tenés de la nueva obra de arte contemporáneo del artista italiano Maurizio Cattelan, que despertó diversas reacciones y críticas: una banana pegada a la pared con cinta adhesiva gris, titulada Comediante, que fue valuada en 120.000 dólares y fue comida por otro artista?
Mi cuadro también tiene una cinta y no es un invento mío, es un invento de los años sesenta. No estoy dentro de esas cabezas. Es algo que me causa risa; es muy subjetivo esto, pero no me parece serio, porque estoy seguro de que hasta el que se comió la banana es parte de ese entorno, de ese juego que se creó con el galerista, con el coleccionista. A veces hay cosas que a uno lo sorprenden por ser un tipo de las llamadas locuras por el común de la gente. Esas cosas ya no me generan nada. Cuando algo se hace seriamente se nota, y para mí eso no es serio, pero es mi punto de vista y puede ser muy opinable. Lo que sucede es que ocurre en una feria como Art Basel, una de las más importantes de las que se hacen en Miami, y capaz que si yo tuviera un mánager multimillonario que me sugiriera: “Vamos a hacer esto y esto para que tu nombre salga”… Entonces ya salió: ya logró el propósito de que este hombre fuera más conocido, y además va a quedar como una anécdota.
¿Cuál es tu definición de arte?
Es difícil explicarlo con palabras. Es un sentimiento. A veces no puedo explicar mis obras, porque una vez que se usa esa manida frase “terminé este cuadro y después pasa a ser de todos”, todos le van a encontrar un significado diferente y van a tener una opinión diferente. Lo mismo pasa en la literatura, en el cine, en el trabajo de cualquier artista.
Porque el trabajo de un artista es el de exponerse, y eso trae sus consecuencias
Exacto. Siempre quien hace algo va a estar expuesto a la crítica, buena o mala, pero es un diálogo con la obra, y ese diálogo hay que alimentarlo. Yo me instalo en mi estudio y empiezo como a dialogar con la obra. Esta cueva donde trabajo es mi paraíso, y de esa manera empieza a fluir la idea, de a poco empiezo a volver al eje, a encontrarme con ese centro, que muchas veces se corta, pero sé que va a volver porque es parte de la vida misma. Hay que saber convivir con eso, sobrellevarlo y salir adelante de vuelta. Sé que va a volver ese momento y hay que esperarlo. De eso se trata.