Por Alexander Laluz.
Tras lanzar su proyecto discográfico Amor, Samantha Navarro repasó las historias de esta obra en la que reúne canciones de distintas épocas a través de un hilo conceptual y expresivo: el amor. También reflexionó sobre cómo su vida atraviesa el trabajo compositivo –y viceversa– para definir su estilo como una construcción vital e intensa.
En el patio de la casa de Samantha, Victoria y Simón, hay una enorme piscina azul al lado de los girasoles. Al lado de los girasoles –altos, exuberantes como exuberante es su amarillo–, el muro, plantas, pasto. Todo está cuidado, pero sin el esmero de un jardinero profesional, sin los brillos ni la estética de los jardines de diseño; aquí ese todo es verde, amarillo, azul, y parece brotar solo, como si existiera una secreta y amistosa complicidad con los habitantes del lugar. Hay también una escalera, hay otra casa, hay una mesa y sillas de jardín, hay sombra, hay sol. Adentro, está la heladera, la cocina, la mesa con platos y vasos, la ropa para doblar, la penumbra del lugar de estudio y trabajo, los libros, los discos, la guitarra, la computadora; adentro hay una penumbra estival confortable, llena de hogar.
En ese paisaje interior, a unas pocas cuadras de la playa, donde el tiempo parece transcurrir en un leve bucle vespertino, con permiso para caminar descalzos y la promesa de un chapuzón, Samantha y su familia construyeron un refugio. Es el lugar donde se prepara la comida de Simón, donde Simón juega, donde las mamás miran cómo juega Simón, juegan con él, y fraguan sus proyectos. Es otra cosa criarlo acá, dicen Samantha y Victoria. En la ciudad, en Montevideo, el ajetreo es complicado. Acá hay aire y tiempo. La casa será, dirían, quizás, un proyecto mayor: un proyecto de amor. Suena cursi, ¿no? ¿Suena trillado, obvio, como una declaración del famoso o famosa en un programa de cocina o de variedades para televidentes que consuelan el aburrimiento? Claro que sí. Claro que no. Es que a esa palabra se le permite actuar de forma cursi, ser banal, ser exagerada e intensa, misteriosa también, existencialista, seria, profunda, banal. A esa palabra se le permite ser parte de un verso de canción. O ser el título de un disco. O lucir con orgullo el desgaste de lo bizarro, del doble sentido, de la picaresca popular. Incluso puede ser el punto de partida y el de arribo para un crucero por islas imaginadas. Se le permite todo, hasta la tan temida contradicción.
Aquí, a la sombra de un patio de la Ciudad de la Costa, la palabra amor se enuncia como título y razón para escuchar, justamente, el proyecto Amor –pero ahora anotado en itálicas– y sus tres islas, que se ofrecen como un recorrido por algunos sentidos posibles a los maridajes de palabra y sonido paridos, escudriñados, amados, ordenados, por la frondosa creatividad de Samantha Navarro.
Las canciones de Samantha tienen una cualidad que solo podría nombrarse así: Samantha. No es un juego de palabras pseudointeligente o pretencioso. Si aceptamos, aunque sea a regañadientes, el mandato social de que todo tiene que tener una etiqueta, entonces las canciones de Samantha pertenecen al género Samantha.
Para quien no la conozca –ella dirá que son muchos los que no la conocen–, su lenguaje es raro, extraño. Y ella dirá: “Porque yo siempre fui la rara; desde chica era la extraña”. Los que la conocen –y, aunque ella no lo diga, son muchos– la reconocerán en los primeros compases, y quizás antes de que ella comience a cantar. Lo correcto sería anotar que tiene un estilo afirmado, que ha madurado una red de rasgos de lenguaje que trascienden las variantes puntuales de cada canción, de cada período creativo, de cada disco. Esto es: Samantha suena a Samantha. Una maraña de rulos sónicos que dislocan el tiempo para contar quién es esta chica desde muy chica y desde la vida adulta, desde que sube a un ómnibus –el 104, que le sigue fascinando porque recorre toda la rambla, o el 105, o el 116– y descubre a un personaje para sus historias o compone una canción o devora casi todo un libro; desde que vuelve sobre sus historias familiares, sus padres, las músicas cultas que ellos escuchaban e interpretaban; desde los discos de Pink Floyd que escuchó en el tocadiscos de una amiga de la adolescencia; desde el descubrimiento del amor, o los amores; desde Bowie a El Príncipe; desde las primeras canciones de la adolescencia hasta Amor. Desde Samantha hasta Samantha. La contemplación en estas condiciones no admite la indiferencia ni la quietud. En cada sonido algo está latente, a punto de explotar. Y hay que estar preparados.
¿No me cree? Haga el experimento: antes de escuchar las islas del proyecto Amor, que ya están, por ejemplo, en su perfil de Spotify, repase Saltar al tiempo deseado, que es el disco anterior, de 2015. O Mujeres rotas, de 1998 o cualquier otro de sus títulos como solista. O el proyecto Trovalinas, que la reunió con Eli-U Pena y Rossana Taddei, o con La Dulce. O léala en alguno de sus libros de ficción. O búsquela en Wikipedia si está apurado o apurada.
¿Lo intentó? ¿Se dio cuenta de que algo pasa en cada canción, algo irresistible que incluso puede ir más allá del “me gusta” y “no me gusta”? ¿No logra explicarlo? La explicación racional está sobrevalorada; se le exige demasiado a las palabras. ¿Es una genialidad? Eso no importa mucho. Sumidos en la otra pandemia a escala planetaria, la del sinsentido, la estupidez de plástico, si una trama de sonidos conmueve, revuelve la percepción del tiempo y nos coloca al borde de lo posible, es una proeza poética y musical. Y cuando Samantha suena a Samantha pasa algo de esto. El resto de las etiquetas y los juicios altisonantes sobran.
“Desde chica no me conectaba con las canciones que sonaban en la radio –cuenta Samantha–. Eran del estilo romántico, melódico… era la época en que sonaba mucho Pimpinela. Me puse entonces a hacer canciones distintas, que me cantaban y contaban otras cosas. Eso fue en un momento muy especial, la adolescencia, cuando una se sentía la no besada, la rara. Y empecé hacer canciones sobre otras cosas, sobre otras historias que me imaginaba. Pasó el tiempo y sigo en eso”.
En ese camino, con curvas, idas y venidas, encontró que muchas de esas canciones que venía componiendo desde el principio de todo, tenían como tópico central al amor, pero concebido y desarrollado desde un lugar diferente. “Por eso me imaginé para este proyecto Amor como una especie de crucero del amor por unas islas y que cada isla tuviera una particularidad”.
La piedra de toque está fechada: 2016. Ese año la invitaron a registrar un ciclo de tres canciones en el estudio donde suele grabar, que luego serían utilizadas como recurso didáctico para un curso sobre técnicas de registro y edición de sonido. Cuenta Samantha que las canciones quedaron, pero el plan de continuar con el proyecto quedó congelado. “Seguí componiendo y encarando otras ideas hasta que, en algún momento, surgió la idea de armar un disco. También en ese momento, con mi hermano queríamos grabar un disco muy pop. Y así comencé a trabajar con ideas y materiales en ese plan pop y a grabarlas. Todo estaba pronto, o casi pronto, como para darle forma a un nuevo disco”.
Y cuando Samantha cuenta, allí, a la sombra, a pasos de los girasoles, sus ojos se agrandan, sonríe como si estuviera descubriendo su historia en ese momento. Pero es un relato que ella conoce muy bien. Lo ha vivido y revivido intensamente: su cabeza no se detiene. Trabaja mucho con sus ideas, con sus vivencias, y el tiempo se revuelve: pasado y presente dejan de ser casilleros fijos, dejan de ser una suma de hitos en una cronología, para asumir un solo estado, un estado fluido, cambiante, intensamente motivador. Se convierten en Samantha, ahí, a la sombra, con bermudas, remera. Mamá, pareja, compositora, intérprete, escritora, devoradora de todo lo que está escrito –sea libro, revista, nota pegada en la heladera–. Todo se suma. Todo se lee como trazo vital dispuesto a ser redescubierto.
Como ráfaga de viento, Simón vuelve al patio. Tiene una misión: ir a buscar a la abuela. Y nada mejor que Victoria para oficiar de asistente, con música y juguetes como armas. La piscina, los otros juguetes, los girasoles esperarán su regreso. Besos, bromas, corridas. Todo se pliega en una historia.
Samantha ya terminó el café, arma un tabaco, y cuenta.
“Como te decía, el proyecto Amor lo armé con tres islas separadas en el tiempo, siempre con la idea de que el viaje por las canciones fuera como un crucero, y que cada una tuviera tres canciones.”
Comencemos por la primera, entonces.
La primera es la isla más cercana, que es la más pop; es la que lancé primero.
¿Es la del amor más positivo?
Sí, claro, positivo al mango, el más exagerado, el del I love you, el amor que yo por ti siento.
Toda la miel.
¡Claro! Y ahí hay una canción para mi esposa, otra para Simón, mi hijo, que la titulé “Centeno”, que la compuse antes de que existiera: “Elegiremos el camino perfecto, fuerte la roca y suave el centeno. Abrazaremos el misterio del tiempo, resistiremos el ataque del miedo”. Es una canción llena de optimismo y energía pop.
Qué hermosa y qué contundente es la palabra centeno.
Es que soy muy fan del pan de centeno, me da mucha felicidad comerlo. Y la palabra es hermosa.
En esta isla está también “I love you”.
Sí, “I love you” empezó a partir de una idea grabada en el Garage Band durante un viaje en ómnibus. Creo que fue en un 116.¿Viste?, siempre están los ómnibus. Esta es una canción de amor concreto, inevitable, donde el microcosmos y el macrocosmos se encuentran: “El amor que yo por ti siento, viento que alimenta el día, gira el mundo en el espacio, otra vuelta suelta, libra las amarras, vuela”. Este grupo de canciones las grabé durante 2019 junto a Guillermo Berta, que se encargó de la producción.
Antes de que se lanzara esta isla completa, en los primeros meses del año pasado, ya había salido el hitazo bailable, descarado, swingueado, de “Pulso redentor”. Claro, es la canción de Ricky Martin, que es una canción de amor al santificado. Es ese amor que a veces sentimos los uruguayos –no sé si a veces hay diferencias entre las capitales y lo rural–, la inmersión en el mundo místico.
Es el camino a lo sagrado, la trascendencia.
“Es muy fuerte ese fenómeno a la vez religioso y popular. La canción tiene las partes del ritual, de la celebración, de la confianza… una confianza desde esa otra forma de amor que me encanta. Es como un mundo alternativo. Alternativo a ese mundo científico, donde Dios es la ciencia. Por supuesto que todo esto lo pensé después de que tenía la canción. Me pareció increíble que Ricky Martin fuera como un santo. El ídolo pop que había llevado todo un camino de aceptación, de la exposición de su orientación sexual, de su camino en el amor. Vi ese poder de comunicación que me pareció que no está del todo aprovechado. Me hace acordar al Hombre Araña, cuando el tío le dice a Peter Parker que todo poder conlleva una gran responsabilidad. Hay ahí una cuestión con la responsabilidad con la comunidad.
“¿Otro café?”, pregunta Samantha.
Después llegó la segunda isla, como este segundo café.
Sí, la isla del amor complicado. No complicado de un lugar tipo Pimpinela, o Rodrigo… más en el lugar del amor imposible porque se murió la persona y el no haber dicho lo que tendrías que haber dicho por miedo, por estupidez, ese tipo de historias. Por eso está la canción “2 de noviembre”.
Esta isla entonces tiene un aire más introspectivo.
Por supuesto, más intimista, meditativo. La sonoridad que logramos es más suave, orgánica. Hay una canción muy luminosa, “Siempre me decía”, que es una de agradecimiento al azar: “Mi madre siempre me decía, que el amor ya me tocaría”, era cuestión de no desesperar. Hay como una parte de la confianza en el amor, un momento en que las expectativas se bajan para que no sean una barrera y para dejar que fluya. Es un poco de luz en esa isla que tiene lo del amor muerto. Por eso le hice una canción a Bowie. Otro ídolo. Esa canción la comencé como un ejercicio de composición. Quise usar un número de ómnibus, el 526, entonces lo asocié al campo armónico de do mayor: sol mayor, la dominante, re menor, la menor. Y lo hice en inglés porque era Bowie. Nunca lo pude ver en vivo… ni a Prince. A Spinetta sí… fui la telonera de él acá, y me venía en los sueños a pasar temas. “Bowie” es un relato intenso sobre los amores imposibles y de un ideal inalcanzable.
¿Qué músicos participaron en esta tríada de canciones?
Acá estuvieron Martín Ibarburu en batería, Shyra Panzardo en bajo, José Redondo en teclados. Yo canté, hice los arreglos y también me encargué de la producción.
Y llegamos a la última isla, el final del crucero.
Es la más vieja, además.
Sí, la más distante, es la que reúne las canciones de 2016. Aquí las temáticas rondan por el amor más carnal, erótico. Tiene una versión, “Electrodomésticos”, que es una composición genial de Silvia Meyer y Marco Maggi. La elegí porque tiene una conexión con una historia familiar. Resulta que mi abuelo, que amaba mucho a mi abuela, siempre le regalaba electrodomésticos, tanto en fechas especiales como en otras. Y mi abuela le decía: “Pero por qué no me regalás otra cosa”. Entonces, cuando ella protestaba mucho mi abuelo le regalaba otra cosa… era como que no podía pensar en otra cosa para regalarle. Era onda “Te voy a regalar esto porque así va a ser todo más fácil en tu vida”. Los electrodomésticos eran objetos hermosos en esa época, y valían mucha plata. El electrodoméstico se enfoca desde muchos lados: lo que significa la mujer en ciertos imaginarios, como el lugar de la mujer en la casa. Y tiene esa otra parte de ese amor raro… y el amor que le agarrás a los electrodomésticos. Yo, por ejemplo, tuve una relación muy intensa y amorosa con mi heladera, a la que le puse nombre: Gertrudis. Después esta isla tiene “Al vino y al cielo”, que es la historia de esos amores de una noche y que después se transforma en amor de toda la vida; es una oda al alcohol deshinibidor, mago, liberador”.
¿Cuál es la historia de “A punta de llama”?
“Esta canción relaciona el amor con la comida. La historia es muy divertida. Estábamos en un cumpleaños fantástico, en el que había mucho alcohol y muy poca comida. Una combinación letal pero divertida. En cierto momento, ya avanzada la noche, pintaron unos chorizos. Y para apurar el asunto se hicieron a punta de llama. Ahí me enteré que esa es una técnica tradicional en el medio rural, que era como el microondas de los gauchos. Me encantó la imagen de “a punta de llama”. Y en la canción está conectada con el deseo máximo, ese amor ya jugado, intenso, que solo quiere eso: cocinarse a punta de llama.