En un mar que conecta un racimo de capitales, y que el viajero avezado ha de navegar alguna vez, he aquí una crónica lejana que busca el acercamiento a una de ellas. Un concierto arquitectónico y una maravilla testimonial de la cotidianidad del Medioevo en pleno siglo XXI.
Mientras la tenue llovizna se convierte en diluvio en Toompea –la parte alta de la ciudadela–, me guarezco bajo un arco de piedra erigido en el siglo XIII que vaya uno a saber las miles de historias que ha de tener impresas. ¿De cuántas otras lluvias habrá guarecido, bajo estos mismos cantos, a seres centenarios que han de haberse hecho la misma pregunta mientras los miembros de la Hermandad de los Cabezas Negras –estos comerciantes jóvenes y solteros que rendían culto al santo africano Mauricio– correteaban por allí/aquí?
Este tipo de disquisiciones siempre me asaltan en estos lugares cargados de historia; difícil de concebir para quienes venimos desde países tan jóvenes, o mejor dicho desde países en los que se conserva tan poco de épocas tan remotas. Algo parecido me pasó, en un arrebato de autocontemplación, sentado tomando unos vinos en una escalinata medieval de Venecia (ciudad con la que Tallin mantiene una relación de hermandad, de las que nunca sabré cómo se originan) como si fuera el más simple cordón de vereda montevideano o cordobés.
Maravillas del viaje, de los mundos que habitamos…
Adagio en azul, negro y blanco
El ronroneo de la interesante experiencia chelística de Apocalyptica, las muchas diéresis, vocales dobles y profusión de k, los raros peinados nuevos, una cantidad de pibes borrachos con gorros de capitán y los sosos diseños arquitectónicos vanguardistas entre los que se revuelve Helsinki aún resuenan en esta mochila. La capital finesa está aún buscando su identidad y por eso prefiero quedarme con la tarta que doña Fredrika creó a base de almendras, mermelada de frambuesas, azúcar y ron, y que hoy lleva el apellido de su marido (qué raro), el poeta nacional de obra perfectamente olvidable Johan Ludvig Runeberg, y que puede disfrutarse todo el año por las entrañables callecitas de Porvoo.
Cruzo aguas bálticas durante tres horas y media, en un crucero grandísimo de doce pisos tapado de viejos. Los últimos adioses son de algunas antiguas chimeneas industriales de ladrillo, unas preciosas playitas con coloridos cambiadores de madera y unos islotitos con cristianos tomando sol sobre las rocas.
Ya desde la cubierta se alcanza a intuir lo que será el encantamiento de mañana: varios torreones, cúpulas, murallas, siluetas que agradan inmediatamente. La modernidad del puerto no opaca la maravilla que se asoma por detrás.
La fisonomía cambia rápidamente; no hay tanto verde, y los vestigios de una interesante arquitectura soviética venida a menos son evidentes. De camino a la ciudad, desde el puerto, grandes factorías convertidas en centros culturales, chimeneas que hoy rezuman otras inquietudes. Ondean los pabellones nacionales.
Tomo el bus a casa de Ants, mi anfitrión de Couchsurfing, que está a unos diez kilómetros del centro, en el bosque, en una zona residencial de casas muy lindas, rodeada de altos árboles y mucha calma.
Entre el humo de pucho y los mosquitos, me recibe con cervezas y Gijoe en un plasma enorme. Cumplo mis minutos de huésped agradecido y paso a refugiarme en mi cuarto, un altillo en una casa de madera que no sólo cruje, sino que se mueve con cada paso: el hazmerreír de sus antepasados arquitectónicos que aún se mantienen incólumes a poco de aquí.
Gesta en sol sostenido
Hace mucho calor. Se asoman como centinelas estoicos decenas de chapiteles, con uno o dos miradores y remates en aguja con figurillas en la punta, indescifrables a los ojos del transeúnte. Tallin –el centro histórico más grande del mundo según la Unesco– es increíblemente linda por ser, además, una de las urbes de origen medieval mejor conservadas, junto con la belga Brujas y la croata Dubrovnik. Es la capital de Estonia, un país subyugado por períodos al imperio ruso, a los nazis y a la Unión Soviética, que posee más de dos mil islas, que aún es marginado del grupo de países nórdicos pese a sus claros encuentros históricos y culturales, que está habitado desde hace trece mil años y que hoy es el país más ateo de Europa.
Extasiado, recorro el casco antiguo de una de las más bellas ciudades del viejo continente –epíteto obtuso si los hay–. Se suceden por entre el trazado adoquinado y serpenteante de Vanalinn (la ciudad vieja) torres, tejados ondeantes, desagües metálicos con detalles decorativos, farolas y faroles de destaque, balconcitos abiertos y cerrados, austeros enrejados, postigos, portaestandartes y, por entre ellos, nosotros, simples mortales.
Callejuelas de ensueño que se vienen unas sobre otras, creando un entramado urbano cautivante, un remolino nutrido por el legado sedimentado de los siglos. Que se quiebran, que pasan bajo pequeños túneles a través de las casas y reaparecen igual de simpáticas, con cafecitos que invitan a detenerse a observar el pastel que se crea entre el revoque caído, las capas de pintura de diferentes colores expuestas aleatoriamente por el paso del tiempo y la herrumbre en los techos y ornatos metálicos.
Se conservan veintiséis de las originales cuarenta y seis torres terminadas en chapiteles –una de las marcas arquitectónicas de la Edad Media, ya fuera con finalidades bélicas o religiosas– que se desparramaban alrededor del muro perimetral. De sus seis puertas acompañadas por voluminosos torreones, una, en el sur, ha llegado a recibir los golpes de las olas, así como cañonazos que han dejado huellas aún visibles.
La plaza central, antiguo mercado donde se encuentra el Ayuntamiento, con una imponente torre y pintorescos desagües con cara de dragón coronado, es una explanada rodeada de casas y restaurantes sin que medie calle alguna.
Pululan edificios de tres o cuatro pisos y cuatro o cinco chimeneas del siglo XV, muchos pertenecientes a antiguos comerciantes y que exhiben aún unas aparatosas roldanas en sus fachadas, usadas para cargar los sacos y almacenarlos en los diferentes pisos. Con piñón escalonado, cubiertas de ornatos, maceteros con lavandas furiosas y, de vez en cuando, antiguos escudos en madera, de familias de antaño, invitan al detenimiento.
El gótico que se asoma en las naves de las iglesias, en los vitrales de algunas casas, se funde en tabernas subterráneas que aún funcionan a la luz de las velas y mantienen un mobiliario hecho a base de viejos barriles de vino. Por allí, orgullosos, no pasan desapercibidos la Raeapteek, la farmacia activa más vieja del mundo, cercana a cumplir sus primeros seiscientos años, y la Iglesia del Espíritu Santo Püha Vaimu Kirik (del siglo XIV), con un encantador reloj astronómico en su fachada.
Subo a la torre de la iglesia San Olaf, del siglo XII. Este ícono urbano, construido bajo la égida noruega, culminado por un hombre poseído por el demonio, según el mito, y centro de inteligencia de la KGB durante la ocupación, ofrece una vista fantástica de la ciudad con un cielo nublado subyugante. Desde aquí las calzadas se antojan canales, cuyos meandros se hayan tapizados de tejados de múltiples cumbreras con lamparones que crean los asimétricos patios internos, y a lo lejos las cúpulas de la alta ciudad vieja pertrechada tras su muralla, tomada por partes por la arboleda y los paraísos. Más allá, tras la foresta y al lado del puerto, un puñado de modernas casas coloridas.
Arrabbiata molto sensoriale
Después de pedir, sin éxito, información en la Oficina de Turismo sobre lugares que ellos mismos recomiendan, paro famélico en el restaurante Le Chapeau a almorzar una delicia: pato con papas, albahaca y salsa agridulce, con un chop grande.
Ya en la parte alta, visito el Parlamento, situado en el castillo, la catedral ortodoxa, que data en realidad del siglo XIX, y la iglesia Toomkirik, del temprano siglo XIII, que alberga unos cuantos ilustres sarcófagos. Es en la Toompea donde explota la lluvia y me guarezco bajo esta gentil arcada…
Luego vendrá un paseo subyugante por los túneles del bastión, creados durante el dominio sueco, pero que tuvieron su mayor protagonismo durante la Segunda Guerra Mundial como refugio antiaéreo. Por cierto, fueron los soviéticos quienes luego instalaron tendido eléctrico, ventilación y teléfono.
Y así se pasan las horas. En un muro reza “The Century is yours” (El siglo es tuyo) y uno agradece para adentro, aunque prefiera, ya que está, alguno más primitivo. Dos por tres, emergen de las paredes los cuerpos frenéticos de artistas como Voldemar Panso y Gustav Ernesaks. También se anuncia, en un parco frente, que Fiódor Dostoievski habría vivido tras el mismo alrededor de 1840. Incluso hay lugar para un paste up que podría ser del brillante y misterioso al mismo tiempo Banksy, el memorial Maarjamäe, dedicado a las víctimas del terror instaurado por el comunismo (un quinto de la población total de la época), algunos esténciles de Darth Vader y una inscripción con la fórmula de la teoría de la relatividad junto a un monstruo de trazos infantiles.
Acabo el día habiendo recorrido, con una obsesión motivada por el embeleso, exhaustivamente todo el damero en una y otra dirección. Cada cuadra es una obra de arte, realmente: los frentes coloridos, las encantadoras ventanitas de los altillos y de los sótanos, los detalles, los guiños. A estas horas de la tarde ya está fresco; sin embargo, la mitad de la gente luce prendas de verano.
Tengo la fortuna de haber arribado durante la Tallinna Vanalinna Päevad, una celebración que ocurre en junio y consiste en remontarse a sus tiempos caballerescos durante cuatro días y por medios de diversas propuestas culturales y gastronómicas, entre las que brillan el jabalí, el alce, el queso de enebro, el chancho con gelatina y otras delicias locales. Por ello es también la profusión de vestimentas típicas, juglares, armaduras rimbombantes y otros menesteres.
Asisto a la actuación de un coro de niñas muy dulce, con una coreografía de manos que desmerece ampliamente la performance, y de una orquesta militar para alternar. El público se compone mayormente de veteranos de tiradores y veteranas de enagua.
Al llegar a la casa de Ants, luego de un periplo en ómnibus, mi anfitrión me ofrece hacer un asado ante mi completa felicidad; felicidad que durará poco y se transformará en angustia rioplatense al ver que se trata de un cerdo marinado enlatado que pone en una especie de brasero y al que, ante mis denodados intentos por aconsejarlo, cocina por ¡diez minutos! Sale medio crudeli, claramente; lo sirve acompañado con verduras saltadas con hongos, pero debo reconocer que está exquisito.
Una buena charla con él y su novia, a la vera de medio litro de whisky distribuido groseramente en apenas tres vasos, es interrumpida cuando decreta ver la tele. Me invita con un licor casero que me recuerda a uno de cerezas que hacía mi tío en Córdoba, y fumamos.
Pizzicato por la natura
Temprano en la ciudad vieja, desayuno capuchino, jugo de manzana y pan negro con queso, huevos y verduras. Los de la Oficina de Turismo tampoco saben dónde está la gente del tour que ellos recomiendan y que tiene un stand enfrente. Después de unas vueltas, los encuentro y me sumo a cuatro viejos con rumbo al Parque Nacional Lahemaa.
Esta Tierra de bahías, que es muy grande en superficie, en ecosistemas y en biodiversidad, está repleta de hileras de pinos y es el primer parque nacional acuñado bajo el hashtag #UnionSovietica, lo cual dudo que sea un honor. Dentro de todo lo que hay para ver, visitamos una cascada, una antigua base militar soviética de submarinos invadida por los grafitis, un par de playas entre las cuales se ve algún antiguo polvorín subterráneo, una villa de pescadores y una casa-museo-restaurante cuidadosamente decorada con botellas de colores y muebles de época, donde comemos salmón a las brasas con papas, mayonesa con verduras y té con tarta, ¡todo muy rico y por sólo ocho euros!
Luego viene el relato aburridísimo de la moza guía sobre los hitos de su familia, por lo que me escapo a recorrer la orilla del lago, donde hay una canoa muy rústica hundida, llena de piedras. Me subo a una perimida torre de observación soviética y me evado a través de los ojos.
A continuación, vamos a otra playa con antiguas casas de madera, la residencia señorial del alcalde, una garza con su nido en un puesto de alta tensión y, cuando ya creo que todo esto es un timo, terminamos con una amena caminata por el parque, sobre tablones para proteger la húmeda turba, como es habitual, cubierta de florecillas radiantes de nutrientes. Pasamos por un lago de agua casi roja donde nadan algunos niños.
Volvemos a Tallin después de casi diez horas de recorrida. En el monumento Eesti Vabadussoda, que conmemora la campaña independentista, tras la Primera Guerra Mundial, contra la flamante nueva investidura del imperio ruso, una formación militar hace sus cabriolas alrededor de la gran cruz. Visito algunos lugares más, que habían quedado en el tintero, y me prosterno nuevamente ante Le Chapeau: esta vez, conejo a la Normandia style con una salsa de mostaza, papas y albahaca, y otra helada y dulce de morrones. Paso una última vez mis dedos por los rostros sempiternos de la muralla de piedras y ladrillos coronada, por partes, por una pasarela para guardianes que ya no están.
Son las once de la noche y aún hay luz solar. Un hermoso concierto de música barroca se sucede en la plaza central.
Coda
A medianoche tomo el bus que va a Sankt-Peterburg y luego tengo una situación con la parca agente de migraciones, que se niega a creer que los uruguayos no necesitemos visa cuando el resto de los europeos sí. Me pregunta por qué; le digo que le pregunte a Putin.
Finalmente obtendré el sello ruso, y con ello vendrá el edificio pestilente donde me alojaré y en el que habrá que subir y bajar corriendo, aguantando la respiración, las cinco horas del museo Hermitage y el cerdo con verduras en un restaurante súper fino pero económico a la vez, con mozos de guantes blancos, dos cubiertos, servicio permanente, pianista en vivo, y en el que se puede fumar. Vendrán las estrictas normas y sus agentes atentos para hacerlas cumplir (como no dejarte cruzar a mitad de cuadra ni entrar por la puerta de salida a las estaciones –incluso cuando ya estás adentro–, la tosquedad, los uniformes caricaturescos herencia del sóviet, cuya simbología todavía se exhibe por doquier y se legitima en el merchandising de souvenirs. But no matters, road is life.