La bestia pop.
Si ingresa al Cementerio de Montparnasse, en París, en busca de la tumba de Charles Baudelaire, el visitante se sentirá seguramente defraudado, esperando un monumento acorde al precursor de los simbolistas, al “poeta maldito”, título que le otorgó para la inmortalidad Paul Verlaine.
Sus restos descansan en una lápida para nada suntuosa. Solo aparece su nombre, una breve inscripción y su fecha de muerte (“Son beau fils, décédé à Paris à l’âge de 46 ans le 31 août 1867”). Ni siquiera su fecha de nacimiento: 9 de abril de 1821. Tampoco tiene un lugar destacado en el monolito. Por encima de él, el nombre de su padrastro, Jacques Aupick, un general con quien el poeta tuvo una mala, casi inexistente, relación.
Por debajo de la inscripción del autor de Les fleurs du mal, aparece la de su madre: Caroline Archenbaut Defayes, con la siguiente leyenda: “Veuve en premières noces de M. Joseph Francois Baudelaire. En secondes noces de M. le Général Aupick et mère de Charles Baudelaire, decédée a honfleur (Calvados) le 16 aoút 1971 à l’âge de 77 ans. Priez pour eux”.
Resulta paradójico que uno de los mayores poetas universales, que ha influido y sigue influyendo a cientos de escritores y movimientos culturales y estéticos –hablamos al inicio del simbolismo, pero se podría agregar al surrealismo, al hermetismo y varios otros “ismos”‒ pase casi desapercibido, entre otros “moradores” ilustres. Porque en el Cementerio de Montparnasse descansan otros intelectuales y artistas, como el pensador y filósofo anarquista Pierre-Joseph Proudhon; Tristan Tzara, padre del dadaísmo; Samuel Beckett; Eugène Ionesco; Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir; Marguerite Duras, Julio Cortázar, César Vallejo, Carlos Fuentes y el actor Philipe Noiret, entre otros.
En realidad, y pensándolo bien, el sitio donde se encuentra Baudelaire, una calle lateral que lleva su tiempo encontrar, un monolito de pequeño y humilde tamaño, reserva un estricto acto de consonancia con su vida. Una existencia vivida al límite –un borderliner, cuando el término, acuñado casi estrictamente en el rock aún no existía– y breve. Su madre y su padrastro lo sobrevivieron biológicamente. Su padre biológico, François Baudelaire, que fue dibujante, sacerdote y funcionario del Senado francés, era treinta años mayor cuando que Caroline cuando se casaron. De esa unión nació Charles, que disfrutaría a su padre poco tiempo. François falleció a los 68 años, cuando Charles apenas tenías seis.
Charles Baudelaire nació en París, en el número 13 de la calle Hautefeuille, en lo que se conocía por entonces como el barrio de la Escuela de Medicina. Dice François Porché en Baudelaire. La biografía,que cuando su padre lo llevaba a pasear de la mano por las calles parisinas, más que padre e hijo, debido a la diferencia de edad, se asemejaba a una pareja de abuelo y nieto. Esta diferencia de edad no fue obstáculo para que el pequeño Charles fuera un niño feliz. Pero esa felicidad duró poco. Exactamente los primeros seis años de la vida del poeta. Cuando murió su padre y llegó a la vida de su madre el militar Jacques Aupick, todo cambió.
Baudelaire amaba a su madre y vio en su padrastro un enemigo. Un hombre exigente, parco, controlador y, para peor, militar, que no empatizaba con el espíritu sensible e inteligente de Charles, que ya había dado cuentas de estas dos cualidades desde su niñez. Los conflictos no tardaron en llegar. El adolescente se rebeló y tuvo varios peregrinajes por más de un internado.
Pero en 1840, a instancias de su madre aconsejada por su nueva pareja, Baudelaire ingresó en la Facultad de Derecho y conoció a nuevas amistades en el Barrio Latino. Duró un año. Su padrastro pergeñó otro plan para el díscolo Charles: que realizara una carrera diplomática, idea que el poeta rechazó de plano. En marzo de 1841, la familia lo envió a Burdeos para que embarcara con destino a los mares del sur. La travesía debía durar dieciocho meses y llevarlo hasta Calcuta, en compañía de comerciantes y oficiales del ejército. En este período escribió uno de sus poemas más célebres: ‘El Albatros’. Pero al llegar a la isla de Mauricio, Baudelaire decidió interrumpir su viaje y regresar a su país. De regreso a la bohemia parisina comenzarían, o se profundizarían, las adicciones que lo acompañarían por el resto de sus días: el alcohol, el cigarrillo y el hachís. Fue en casa del pintor Boissard, que vivía en el hotel Pimodan, donde el poeta probó por primera vez hachís en el llamado Club de los Haschischinos. De hecho, en 1958, un año después de Les Fleurs du mal, publicó Le Poème du haschich. En el Club de los Haschischinos conoció a Théophile Gautier, por el cual se sintió tan influido como por el autor de ‘El Cuervo’. A esto hay que sumarle su relación de pareja con Jeanne Duval, una joven negra, cuya unión escandalizó a los círculos pacatos y racistas parisinos.
Sería injusto decir que Baudelaire tuvo una vida de excesos y escándalos. Baudelaire fue mucho más que eso. Fue, además del poeta que sentó las bases de lo que vendría, uno de los mejores traductores de Edgar Allan Poe y también un lúcido (e irónico) ensayista de pintura y caricatura, artículos con los que, por cierto, se ganaba el pan.
El 9 de abril de este año se conmemoraron doscientos años de su inmortalidad.
El lector que tenga la dicha o la suerte de encontrar en una librería de viejo Lo cómico y la caricatura o El pintor de la vida moderna confirmará dicha afirmación. Su visión del arte y la estética, su perspectiva de la imagen plasmada en el lienzo o el papel y el rol que la pintura juega en la sociedad se mantienen hoy vigente.
Basta leer el artículo ‘La modernidad’, de El pintor de la vida moderna. “Si echamos una ojeada a nuestras exposiciones de cuadros modernos, nos impresiona la tendencia general de los artistas a vestir a todos los personajes con trajes antiguos. Casi todos se sirven de las modas y de los muebles del Renacimiento como David se servía de la moda y de los muebles romanos. Sin embargo, existe una diferencia: David, habiendo elegidos temas y romanos, no podía hacer otra cosa que vestirlos a la antigua, en tanto que los pintores actuales, al elegir temas de naturaleza aplicable a todas las épocas, se obstinan con ataviarlos con los trajes de la Eda Media, del Renacimiento o del Oriente. Es evidentemente, signo de una gran pereza; pues es mucho más cómodo que todo esté, aunque absolutamente más feo en el vestido de una época, que aplicarse a extraer la belleza misteriosa que puede contener, por mínima y ligera que sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.
Volvamos a Las flores del mal, publicada en 1857, cuya edición produjo un escándalo. La censura, disfrazada de justicia, prohibió seis poemas y Baudelaire fue perseguido por la “fuerzas de la moral” y las “buenas costumbres”. Al igual que ocurrió con Los Cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, Balada de los ahorcados, de François Villon, o Una temporada en el infierno,de Rimbaud.
Hace 164 años se publicaba Las flores del mal, con una serie de poemas sobre el ‘Spleen’, ‘El enemigo’, ‘La muerte de los artistas’ y ‘La muerte los pobres’, pero elegimos cerrar con ‘El albatros’, acaso el poema que resuma mejor el arte en Baudelaire: “El poeta es igual a este rey de las nubes / Que habilita la tormenta y ríe del arquero; / Exiliado en el suelo, en medio de abucheos, / Sus alas de gigante le impiden caminar”.
El pensamiento y accionar de Baudelaire recuerda a lo que dijo la escritora argentina Ariana Harwicz a Miguel Frías, en el diario Clarín, hace unos días: “La corrección política engendra arte infame”.
Fuentes consultadas
Baudelaire. La biografía, de François Porché. Editorial Taurus, traducción de Sylvia Iparraguirre, 1997, 211 págs.
Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna, de Charles Baudelaire. Editorial La Balsa de Medusa, traducción Carmen Santos, 2015, 202 págs.
Las flores del mal, de Charles Baudelaire. Editorial Losada, traducción y prólogo de Nydia Lamarque, 1953, 223 págs.