Por Fernando Sánchez
Una parte fundamental de la fotografía de Santiago Barreiro (1985) se adentra en el desdoblamiento del cuerpo y el ser que, al buscar representar historias, vidas, deseos, vuelve posible aquella idea en la que el cuerpo se torna hacia sí mismo y toma posesión de una imagen. El cuerpo se sabe imagen y en ese mirarse consigo mismo se origina una sustancia poética que se convierte en testimonio. Ese concurrir del ser dentro del cuerpo y la exploración que hace a través del espacio y el tiempo solo pueden ser testimoniados mediante la imagen.
El misterio de ese desdoblamiento del cuerpo y el ser cautivó a Santiago aquel día en el que los bailarines del Ballet Nacional del Sodre (BNS) subieron al escenario de los festejos por los dos siglos de independencia de Uruguay. Allí había ido contratado por el Ministerio de Educación y Cultura para documentar uno de los acontecimientos más importantes de las últimas décadas. Y, de alguna manera, mientras documentaba nacía en él una idea que marcaría el posterior rumbo de su carrera como fotógrafo.
Años después, tratando de buscar una explicación a ese momento, reconoce que hubo algo más profundo que la mera convergencia de dos manifestaciones artísticas. “Pienso que pudo darse una sinergia creativa en donde yo tenía un marco para componer mi fotografía y los bailarines tenían el suyo sobre el escenario. En esa sinergia se componía un mensaje, una idea. He repetido esto muchas veces y lo creo, pero siento que tiene que ver también con la libertad, con mi vivencia personal en el interior, con la fascinación por los cuerpos, con la masculinidad”, dice durante una charla con Dossier que intenta cartografiar los pasos de este artista del lente.
Los pasos de Santiago se iniciaron en La Paloma, una de las pequeñas ciudades balneario que le plantan cara al Atlántico en la costa de Rocha. Sus padres, originarios de Montevideo, recalaron allí luego de haber vivido primero en Brasil y luego en Mar del Plata, de donde se fueron tras la guerra de las Malvinas. Con el oficio y la destreza de hacer tablas de surf, el padre vio en La Paloma una zona para desarrollar un negocio próspero, a la vez que resultaba un sitio tranquilo y propicio para criar a los dos hijos que luego vendrían.
“A medida que vas creciendo y te vas acercando a las necesidades sociales y biológicas que te pide la adolescencia, estar en un lugar de cinco mil habitantes –contando todos los balnearios aledaños– es raro”, cuenta Santiago cuando recuerda su vida en el balneario. “Entonces se daban situaciones extrañas que, ahora viéndolas en retrospectiva, generaron un acervo particular a la impronta artística de uno. Todo el año estaba muerto, literal: nadie en las calles, ninguna propuesta cultural, apenas estaba la educación pública, a la que fui y de la que guardo un grato recuerdo. Dependía mucho de tu círculo familiar para contener y formar a un niño. Pasábamos todo el invierno solos y de pronto en verano se producía una explosión sideral de vínculos sociales, propuestas, trabajo. Y en febrero, pum, de vuelta a la muerte. Era rarísimo. De alguna manera, siempre estábamos esperando el verano. Estar siempre esperando algo que demora en llegar marca como una especie de idiosincrasia de la nostalgia, que es muy uruguaya, pero que en el interior se ve con más fuerza”, afirma.
¿A qué edad te fuiste?
Me fui bastante tarde, como a los veinte. Si bien mi familia era clase media, digamos, tampoco había plata como para decir “ándate a Montevideo a hacer lo que quieras y después vemos”. Me puse a trabajar, porque no sabía lo que quería. Pasé por varios laburos. Empecé a estudiar periodismo a distancia pero no lo terminé, trabajé con una página web y tuve contacto con la fotografía. Como no sabía qué hacer, no podía hipotecar la situación económica de mi familia para venir a probar a la capital. Y cuando lo hice fue un poco tarde, como también fue tarde la propuesta de la fotografía. Yo no tuve ese contacto romántico de que algún familiar me regalara una Zenit rusa como puntapié para iniciarme en el mundo de la fotografía. No fue así.
¿Y cómo te encaminaste a la fotografía?
Empezó por el trabajo en una inmobiliaria web, de las primeras que surgieron. Allí yo tenía que salir a vender el aviso, programarlo en la página y, además, hacer las fotos. Ese fue mi primer contacto con la cámara. Era de las primeras digitales, de menos de dos mega píxeles de resolución. A mí me encantó, pero por la tecnología. Me llamaba la atención el poder ver la foto al momento, era algo nuevo, y ya anteriormente había demostrado interés por las cosas tecnológicas. Por eso siempre digo que mi acercamiento a la fotografía fue técnico y no artístico o autoral. Eso comenzó a mutar rápidamente. Me compré una cámara chiquita y me empecé a copar hasta que me metí en un curso de fotografía. Ahí cambió mi visión: ya no era lo técnico lo que me deslumbraba, sino la posibilidad de crear algo y manifestar algo que quería decir. En ese momento no sabía lo que quería decir, por supuesto, pero ya empezaba a sentir esa necesidad.
¿Qué te marcó en esa etapa de enamoramiento de la fotografía?
A priori yo no tenía la impronta documental, comencé a trabajar con la naturaleza y la belleza del lugar donde vivía. Fue una especie de reconciliación, pues venía de una adolescencia tardía en la que ya no quería saber nada ni valoraba esos parajes. No hubo una adoración a algún(os) autor(es), sino una nueva forma de ver mi entorno. La fotografía me permitió eso.
¿Cómo fue la llegada a Montevideo, empezar a descubrir y adaptarse a su movida social y cultural?
Venís como un pollito a deslumbrarte. Para mí fue un mundo de oportunidades y creo que me ayudó el venir convencido de lo que quería. Estudiaba en el Foto Club Uruguayo y trabajaba. Era todo nuevo. Sin embargo, siempre intuí que Montevideo era solo un paso, aunque después me haya quedado muchos años y siga estando acá actualmente. Estuve mucho tiempo sin moverme de esta ciudad. Cuando tenía tiempo libre me dedicaba a pensar proyectos y llevarlos a cabo. Algunos veían la luz, otros no. Fui muy pragmático y me dediqué a formarme, hacerme conocido, crear contenidos.
¿Qué recuerdos guardas de ese tránsito por el Foto Club Uruguayo? ¿Cómo piensas que fue tu formación y cómo valoras la formación de un fotógrafo en el Uruguay de los últimos años?
Fue maravillosa. Tal vez lo romantice un poco, pues como no hice facultad lo más parecido a una camaradería de estudiantes que tuve fue el Foto Club. Más allá de la formación, que me pareció excelente, tengo ese recuerdo. Ahí conocí colegas que con los años se convirtieron en compañeros de trabajo y creación. No podría nunca hablar mal de una etapa tan linda. Si me preguntás si faltan cosas con respecto a la enseñanza, sí, faltan: que sea académico, universitario; cursos que te den herramientas para saber manejarte fuera del círculo uruguayo o el ámbito de creación local. Años después me encontré trabajando para medios extranjeros y no sabía cómo desenvolverme, cómo pitchear, cómo proponer. Sentía que eso no lo tenía. En ese sentido, existe un vacío.
¿Es la academia determinante para un fotógrafo, para su obra? ¿Cuánto influye transitar por ella?
No creo que la obra, pero sí los caminos para descubrir su obra. Para crear una obra no precisás tanta academia. Precisás maestros, guías; precisás ver, buscar, pensar, un montón de cosas más desde el punto de vista creativo. Me refería anteriormente a las posibilidades técnicas cuando te tenés que enfrentar con un mercado, en especial cuando no es un mercado local. Los fotógrafos siempre estamos luchando con el problema de querer crear pero, a la vez, estar inmersos en un sistema capitalista en el que tenemos que generar ingresos para vivir. Entonces ese balance, que puede dolernos ideológicamente, tenemos que aceptarlo para poder crear una obra.
Encontrar el camino
A Santiago se le eriza la piel cuando evoca el momento en el que comenzó a trabajar para National Geographic. Fue de los primeros desafíos en su carrera. Recuerda que cuando llegó a Washington, luego de optar por una beca que ofrecía la prestigiosa publicación, se vio de pronto delante de experimentados colegas y editores a los que tenía que presentar en inglés su propuesta y de qué se trataba su trabajo. “Los fotógrafos a veces no nos damos cuenta de la importancia de saber comunicar lo que hacemos, las estructuras narrativas, los conceptos que queremos desarrollar. Hoy en día la fotografía ya no es solo una imagen, es leer literatura, es saber expresarte, es poder presentarte, si querés, delante de una charla TED y explicar por qué hacés lo que hacés”, explica.
¿Por qué la danza? ¿Qué te llevó a seguir ese camino luego de haber documentado aquella presentación del BNS en los festejos del Bicentenario?
Siempre quise encontrar un rumbo en la parte autoral. Sabía que quería generar una identidad y que tenía que tener espacio para lograrlo, más allá del trabajo profesional. Fue una búsqueda de años en los que transité un montón de formas de asumir la fotografía, pasando por lo documental. Hacía muchas cosas, notaba que a la gente le gustaba, pero no veía una línea narrativa que me definiera. No me encontraba a mí mismo. Sentía que cierto purismo en la fotografía te marcaba los estilos, de los cuales no podías salirte. Si eras documentalista no podías irte a algo conceptual o pictórico. A veces tenía ganas de ser más creativo dentro del documentalismo, pero me arrepentía porque si iba para ese lado perdía mi hilo, mi identidad. Y eso es una idea errónea que con el tiempo la maduré. La danza tuvo que ver con esa maduración.
El hecho del cuerpo como herramienta del artista me parece algo muy complejo de estudiar. Para el bailarín es muy difícil aislarse de su propia obra. Me quedé maravillado. Y en ese instante, en ese día de trabajo, me di cuenta de que era un tema que quería trabajar. Me desprendí de la mochila del estilo, me dije “voy a trabajar el tema y no el estilo”. Comencé a investigar, a indagar qué se había hecho, qué no, porque de alguna manera también tenía incrustado el purismo de no repetir lo que hace otro fotógrafo. Otra idea errónea que se supera con la madurez. La danza me permitió romper esas barreras y me dio herramientas narrativas para trabajar otros temas con mayor libertad.
Tras ese descubrimiento, Santiago se propuso estudiar y adentrarse en el mundo de la danza. En ese afán, surgió el proyecto de sacar a los bailarines a la calle y fotografiarlos en el entorno urbano. Y, si bien al principio le pareció una idea que se tornaba cliché, se dio cuenta de que le interesaba mostrar la reacción de las personas ante la irrupción del ballet clásico en su devenir cotidiano. Esa premisa, armada en una narrativa consecuente, terminó siendo Pueblo Ballet, un proyecto que se alineaba con la filosofía del Sodre y de su director, Julio Bocca, de popularizar y democratizar el acceso a la danza.
Santiago enfiló su obra autoral a explorar los caminos, trillados o no, que esta manifestación artística le abría. “Dije ʻvoy a trabajar este tema hasta que deje de tener preguntas, hasta que sienta que no tenga nada más para contarʼ. Ahí empecé a hacer fotos en teatros, en el backstage, a vincularme con otras compañías. Obviamente el nombre de Julio Bocca abría muchas puertas. En un momento me di cuenta de que la danza tenía un contenido estético muy fuerte, una belleza que por sí sola a veces hablaba. Me di cuenta de que era peligroso caer en esa obra solo bella y me propuse trabajar para que esa belleza fuera un componente narrativo y no el fin. Me permití salir de lo estético para profundizar en otras cosas”, relata.
Luego de empaparse de ese universo, estudiarlo desde una perspectiva antropológica y sociológica, vinieron los viajes para profundizar otras aristas de este arte en el continente. Fue a Brasil, donde arrancó con Los hijos de Terpsícore, un proyecto aún inconcluso que cuenta historias de gente común que hace de la danza su fuerza vital, bailarines de cuerpos y humanidades disidentes. Ese derrotero lo llevó luego a Cuba. Allí descubrió un universo excepcional que ha dado al mundo una de las principales escuelas de ballet. De esa estancia en La Habana surgió El método cubano.
“En un primer momento El método cubano iba a ser la historia de una niña específica. Cuando llegué y vi toda la riqueza que me brindaba esa escuela, me di cuenta de que no podía ser un perfil y terminé contando una historia más amplia. Fue de los momentos más felices de mi vida porque hacía un tiempo ya que estudiaba la danza e indefectiblemente terminaba vinculándome con Cuba”, refiere. Luego comenzaron a surgir otros viajes: México, Colombia, Perú, Argentina. Y sucedió algo que no es muy común en la trayectoria de un artista del lente: la conjunción del trabajo autoral con el profesional. Ese momento en el que la obra más personal también puede ser una fuente de sustento.
¿Por qué enfocarse en las masculinidades dentro de la danza? ¿Qué te llevó a tocar ese tema?
En el principio de la danza clásica quienes bailaban eran los varones. Ese privilegio estaba reservado para ellos. Después cambió. Con el Romanticismo comenzó a tener un rol la mujer e inmediatamente el varón quedó relegado. Con los siglos la danza siguió por ese camino de darle protagonismo al lado femenino y el varón permaneció como un simple partenaire. Ese interés me nació en Cuba, porque ese país es la excepción a la regla. La Escuela Nacional de Ballet tiene más varones que mujeres y eso la hace única en Latinoamérica. También me pasó en el plano más personal. Cuando empecé a trabajar con la danza, en mi círculo íntimo en los chistes yo era el gay. Más allá de lo irrelevante de esa cuestión, que no me enojaba, me sorprendía que siguiera pasando ese fenómeno. A su vez, sucedió que se comenzó a hablar muchísimo más de género y hacía tiempo que quería tocar esos temas, pero sentía que del feminismo tenían que hablar más ellas. Sí me parecía muy interesante que un varón hablase de género y en cómo incidía el patriarcado en las masculinidades en un ámbito como el de la danza, cómo afectaba al varón su propia opresión.
Este proyecto lo pensé mucho. Para hablar de algo uno tiene que tener cierta formación, por eso sentía que para tratar este tema me tenía que formar, estudiar mucho. Sabía que debía abarcar al menos una parte de la región y para eso precisaba dinero, pues hasta ese momento los viajes que había realizado lo financiaba con mis vacaciones y mis ingresos. Me presenté a una beca de National Geographic y para hacerlo tuve que investigar cómo se confeccionaba una tesis. Tenía que quedar bien planteado. No fue fácil, aunque sí muy satisfactorio. Finalmente, me otorgaron la financiación para seguir con mi proyecto. Viajé por varios países y pude desarrollar el tema como quería.
¿Qué recepción tuvo? ¿A qué descubrimientos te condujo este trabajo?
A National Geographic le encantó la propuesta y el resultado final. No se publicó en la revista porque la línea editorial de ese año se centraba en el Amazonas, pero terminó saliendo en la web para Latinoamérica. Me hubiera gustado, no obstante, que esa investigación hubiera tenido más resonancias acá en Uruguay. De lo que me di cuenta ya a medio camino en este proyecto es que falta mucho para que se deconstruya la idea de que hay una sola masculinidad, de que hay una sola manera de ser varón. Que falta mucho para que esa idea de ser varón no termine significando muerte, dolor. Fue bastante desalentador. Me di cuenta de que persiste una adhesión a las ideas hegemónicas y se reproducen en pleno siglo XXI los mismos patrones de antes, se cuestiona al varón por elegir una carrera en el arte de la danza. Mi intención, más que encontrar una solución, era poner el tema en el tapete.
El reto de reinventarse
A lo largo de estos años Santiago ha colaborado y trabajado para numerosos medios nacionales e internacionales: Reuters, El País, La Diaria, Danza Brasil, Dance Europe y Pointe Magazine. También ha fotografiado a figuras fulgurantes de la danza mundial: Natalia Osipova, Tamara Rojo, Paloma Herrera, Misty Copeland, Daniil Simkin, por citar solo algunos nombres. Para él, el fotoperiodismo se adhiere más a la objetividad purista, por aquella idea de que no se puede intervenir o poner demasiado de sí mismo, de reflejar la noticia de forma directa, con un tiempo más fugaz y sin que se pueda dar un ida y vuelta entre el sujeto y quien fotografía.
“Cuando hice fotoperiodismo me di cuenta de que caía en recursos más compositivos en la imagen porque tenía que resolver rápido. No me gustaba tener que valerme solo de esos recursos ni tener tiempo para nada. Esto último es en verdad una virtud de los colegas: hacer algo en tan poco tiempo. Pero yo sentía que no era mi camino, ni lo quería”, afirma y explica que el trabajo que realiza actualmente para medios como Aljazeera (AJ+) y National Geographic tiene un giro documental con un proceso más elaborado. “Tengo derribada la idea de que no puedo intervenir. Lo documental me permite abrir más la cancha”, asegura.
Uno de esos trabajos, Soledad aislada, nació producto de un año muy raro y difícil, marcado por el azote de una pandemia que resquebrajó los cimientos del mundo tal cual lo conocíamos. Un año que llevó a que muchas cosas se reinventaran, también la fotografía.
“Hace mucho tiempo tenía escrito algo sobre la soledad y quería realizar un trabajo largo sobre personas solas y aisladas. En abril vi que National Geographic había sacado una beca para los colaboradores que son parte, que buscaba tratar el impacto de la pandemia. Esta beca tenía la particularidad que te otorgaban el cien por ciento del presupuesto para vos, cuando normalmente eso se distribuye entre varios factores. Agarré el proyecto que ya tenía y con la ayuda de mi compañera, que es psicóloga, me puse a desarrollarlo. Era interesante porque Uruguay presenta una de las poblaciones más envejecidas del continente, a la vez que altos índices de depresión, suicidios. Lo escribí muy rápido y gané la beca”, cuenta.
Realizarlo no fue fácil, pues trabajar en plena pandemia con una población de alto riesgo como son las personas ancianas implicaba una responsabilidad y un reto. “Toda la estructura que uno normalmente arma resultaba casi imposible. No podías pasar una semana con una persona mayor, a lo sumo dos días, además de que tenías que estar todo el tiempo con gorro, túnica, tapabocas. ¿Cómo contar una historia dentro de una burbuja sanitaria en la que se hacía muy difícil interactuar con el sujeto, que en esa cotidianidad tenía muy poco movimiento? Fue un desafío porque tuve que desprenderme de los recursos narrativos a los que estaba acostumbrado y recurría habitualmente, y valerme de otros que resultaron ser más poéticos. Al final logré imágenes no grandilocuentes, sino muy íntimas”, concluye.