Lo que el viento nos dejó
Posiblemente hayan visto la 93ª ceremonia de los Premios Oscar, y es muy probable que coincidan conmigo en decir que fue horrible. Porque fue horrible, en serio: sin show, sin ritmo, sin interés, sin picos emotivos, y sin grandes obras sobre las cuales discutir o admirar hacia el futuro. La entrega de los Oscar al fin y al cabo no es otra cosa más que un programa de televisión, y si esta vez fue horrible es porque trató de disimular todo el tiempo que la industria del cine en Hollywood entró en colapso, un colapso que se ve venir desde hace muchos años pero que, hasta este freno obligatorio y obligado, se podía esconder bajo la alfombra, aunque ya hacía bastante bulto. Yo me doy una respuesta al tema, una que no es original pero que usualmente no forma parte de la discusión, y que más adelante les voy a presentar (sepan disculpar la primera persona, pero esta vez no me sale excusarla para parecer ecuánime).
La primera entrega televisada de los Oscar se realizó el 19 de marzo de 1953 desde el Pantages Theatre de Hollywood. Esa fue la 25ª edición, y desde entonces nunca dejó de producirse entre febrero y abril de cada año. La entrega de los Oscar, hasta hace una década más o menos, y antes de la explosión del streaming hogareño, era uno de los programas especiales que mayor interés causaba, tanto o más que el Superbowl, y un programa que marcó agenda cultural y política en los Estados Unidos como en el resto del mundo. Hoy estamos muy lejos de escuchar discursos como los de Sacheen Littlefeather cuando en 1973 subió a rechazar el premio en nombre de Marlon Brando (que había sido elegido como Mejor Actor por «El padrino (The godfather, Francis Ford Coppola, 1972)», en virtud del trato injusto, racista y violento hacia las minorías indígenas en el mundo del cine; o aquel con el que Vanessa Redgrave defendió a la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) en 1977, y que le valió el repudio de la mayor parte de la industria del cine encolumnada detrás de la causa de Israel. Lejos estamos porque esos fueron discursos que provocaron una tensión entre el cine y la geopolítica, y además porque fueron televisados en directo y sin posibilidades de corte comercial, cuestión que subía la exposición tanto de las películas y de las estrellas, positiva y negativamente.
Pero no eran estas las razones por las cuales el show del Oscar era un programa ineludible en la agenda de los telespectadores. La ropa de las grandes figuras, las joyas que no les eran propias pero que quizás lo fueran, los números musicales que superaban a los de los musicales en Broadway en el living de su casa, la ilusión de aquellos escenarios infinitos reproducidos en el tablado de un teatro (y que a veces causaban asombro, y que lo causan aún hoy reproducidos en YouTube), eran razones como para abandonarse a las tres largas horas que casi siempre duró el envío, y que motivaban a la teleaudiencia a buscar aquellas películas en los cines más cercanos a su domicilio. Lo que paulatinamente se ha perdido respecto de los Oscar es la sensación de acontecimiento. Hoy el Oscar tiene más de balance comercial anual que de espectáculo, el desfile de modas es un catálogo esponsorizado y sin estilo, y las películas son lo menos importante, mucho menos de lo que lo eran antes. Con la 93ª entrega quedó expuesto que las películas son intercambiables, y que el Oscar es mucho más impactante en un teatro vacío que en una desangelada estación de trenes ambientada como el salón de un club nocturno de hace cien años. ¿No hubiera sido más eficaz, en el contexto en el que vive el mundo, que la entrega de los premios hubiera sido un anuncio de nominados y ganadores en el set de un estudio, por ejemplo, que dejara testimonio del estado de las cosas en este último año? Algo así como lo que sucedió en la 15ª entrega, la de 1943, en la que Greer Garson (ganadora como Mejor Actriz por «Rosa de abolengo –Mrs. Miniver, William Wyler, 1942-)» arengó al público, a través de la radio, a comprar bonos de guerra para sostener a las tropas aliadas durante la Segunda Guerra, con un discurso de seis minutos que aún sigue siendo el discurso más largo de aceptación a un Oscar en cualquier categoría, y que a la vez sirvió para que la gente abarrotara las salas para ver la historia de una mujer que sostiene a su familia durante los bombardeos en la Inglaterra rural durante la Segunda Guerra.
Aquellas películas del siglo XX realizadas por guionistas, productores, directores, actores y actrices contratados por los grandes estudios, eran vehículos que fomentaban el entretenimiento al tiempo que reflejaban la época que las llevaba a la pantalla. Hasta que esas películas pasaban a emitirse en la pantalla de televisión años después, esos productos se consumían en el cine: por los espectadores que las miraban ávidos en la pantalla, y por los proyectores que lentamente corrompían la cinta que les servía de soporte hasta dejarla hecha jirones. El Oscar, quizás, haya sido una de las causas que llevó a pensar en la conservación del material cinematográfico más allá de su explotación comercial. Los festivales de cine son eventos posteriores a la decisión de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood de crear un premio a la usanza del que otorgaban las grandes instituciones europeas, como el de la Fundación Nobel. Hollywood nunca necesitó de grandes festivales porque ya tenía el Oscar una vez al año para celebrar su propio genio, genio nutrido por gente de todo el mundo que recalaba en Hollywood para encontrar fama, dinero o refugio cuando sus países estallaban por el aire. Por eso la gloria del Oscar en tantas ocasiones era un premio a la resistencia, a la resiliencia, al reconocimiento a los fundadores de ciertos paradigmas culturales que aún nos gobiernan a falta de paradigmas nuevos. Porque sin dudas que nuestros paradigmas culturales actuales responden al reciclaje de las normas dictadas por la vieja guardia.
Se dice que las reglas de la Academia para nominar una obra como Mejor Película, a partir de 2024, indican que las películas deberán contar en su ficha técnica con integrantes que respeten a las minorías raciales, sexuales y de discapacidades variadas. En muchas de las notas publicadas por los medios norteamericanos horas después de la entrega no se señalaba que Chloé Zhao fuera la segunda mujer en obtener la estatuilla a la Mejor Dirección por NOMADLAND, sino que era la primera mujer de color en ganarla. Claro, Chloé Zhao es china, una mujer de raza amarilla. ¿De qué diversidad se habla si se nombra a las personas como gente de color? Es lógico que aún falte mucho tiempo para que las minorías se diluyan bajo el nombre de humanidad, por lo que falta mucho también para que eso suceda en las películas. Lo que nos deja el viento de la historia es la evidencia de que este presente del cine aún está desnudo de futuro, y que la ropa del pasado ya no le sienta de la misma manera porque le ha cambiado el cuerpo.
De las ocho nominadas como Mejor Película, solo una de ellas es estética, política y emotivamente relevante. Me refiero a SOUND OF METAL, una inmersiva experiencia sensorial tanto para Ruben Stone (el personaje protagonista, compuesto de forma prodigiosa por el nominado Riz Ahmed) como para el espectador. Uno tiene la posibilidad de descubrir la sordera de Ruben del mismo modo que la descubre el personaje, porque la narración de la película incluye la investigación más exhaustiva que se haya hecho en el plano sonoro en mucho tiempo: hay un sonido que acompaña el ambiente, y hay un sonido que acompaña la percepción de Ruben y su estado de ánimo. Y cómo demuestra que una discapacidad no aplica para definir la normalidad o anormalidad de alguien, resulta de una ecuanimidad política poco usual para estos días de cancelación y corrección rampantes. Corrección o cancelación que se aprecian en la copia lavada y acrítica de un tiempo y una estética que modificaron la historia del cine (MANK), en el maniqueo tratamiento sobre el maniqueísmo de los tribunales de justicia (THE TRIAL OF THE CHICAGO 7), o en la poco probable, solemne y hasta reaccionaria venganza de una Cassandra que calcula demasiado su profecía (PROMISING YOUNG WOMAN). En las demás, la corrección política adquiere niveles críticos más plausibles, por ejemplo en cómo dejarse llevar desnudos por el agua de un río (NOMADLAND), en cómo no cometer el error de no cometer errores (MINARI), en cómo sobrevivir al mundo difuso de la demencia (THE FATHER), o en cómo no asesinar la liberación (JUDAS AND THE BLACK MESSIAH).
Las mejores películas estaban en las categorías menores (QUO VADIS, AIDA?, el demoledor retrato sobre la disolución de un país dirigido por la bosnia Jasmila Zbanic; COLECTIV, la investigación que hacen un periodista y un ministro de salud sobre el estado sanitario de Rumania luego de una tragedia, dirigida por Alexander Nanau; CRIP CAMP, o cómo un campamento para discapacitados posibilitó que un grupo de personas se animaran a luchar por sus derechos civiles en los años ’70, dirigida por James Lebrecht y Nicole Newnham; THE LETTER ROOM, la historia de un guardiacárcel que se compromete a serle útil a los presos que vigila, al menos espiritualmente hablando, dirigida por Elvira Lind), pero ninguna de ellas recibieron premios en las categorías de Mejor Película Internacional, Mejor Documental o Mejor Cortometraje de Ficción. Todas ellas están disponibles en las plataformas de streaming o para descargar en los sitios de internet que las ofrecen, así que les recomiendo que las busquen y las vean. Por eso la discusión del día refiere no tanto a los premios que merecen estas películas sino a la posibilidad de tener contacto con ellas. Hoy, que podemos consumirlas y descartarlas desde nuestro sillón favorito, no tenemos necesidad de ir a verlas al cine. El contenido de estas películas siempre se potencia en una sala oscura, su eco se amplifica y su recuerdo permanece como una huella indeleble en nuestro espíritu. Y esta es mi respuesta a ese debate demorado: los cambios en la percepción de la imagen audiovisual acarrean cambios culturales muy profundos, que ni el Oscar, ni los festivales, ni los premios subsidiarios son capaces de observar sin parpadear, como Alex en aquella escena terrible de «La naranja mecánica (A clockwork orange, Stanley Kubrick, 1971)», una película que en 1971 no ganó ninguno de los cuatro Oscars por los que estuvo nominada, ni falta que le hacía.