Nadia Mara, primera bailarina del BNS
Siempre supo que quería ser bailarina. Empezó a bailar cuando tenía tres años en la academia del barrio. Bailó 16 años en el Atlanta Ballet, de Estados Unidos, donde además se desarrolló como coreógrafa. Este año regresó a Uruguay para ser primera bailarina y figura del Ballet Nacional del Sodre.
Dice que no lo busca, que su cuerpo y su cabeza aprendieron a hacerlo de manera automática. Dice que sucede así: tres o cuatro días antes de un estreno Nadia Mara, 34 años, primera bailarina del Ballet Nacional del Sodre (BNS), logra que la mente le quede en blanco. Ella dice que entra en “modo zen, en estado de concentración”. Dice que se conoce y que si baila nerviosa, baila mal. Dice que hace meditación, sobre todo cuando tiene la mente muy cansada y cuando tiene funciones, porque es un estrés más grande bailar para que el público la mire, porque las funciones son muy seguidas, porque hay otra presión. Dice que si pensara en todo eso, no podría salir al escenario. También dice que fue un proceso hasta entender que la presión no sirve para nada: “No te deja crecer en ningún sentido”.
El día que tiene un estreno llega al teatro mucho tiempo antes de la función. No es por nervios, es porque le gusta estar tranquila. Primero, cuando el salón está vacío, hace ejercicios de estiramiento. Después repasa qué quiere hacer ese día, porque para ella todas las funciones son diferentes y no siempre está energéticamente igual. También intenta alejar de su cabeza los pensamientos que la cuestionan –“¿Qué pasa si en el escenario no me sale esto?”–, porque si llegado el momento algo falla, ella lidió con la situación dos horas antes, mientras nadie la miraba, cuando estaba sola frente al espejo.
Ese es uno de los pocos momentos del día en el que Nadia no escucha música: necesita escucharse a ella y a su cuerpo, entender en silencio qué es lo que pasa.
Luego se peina, arregla el camarín, prueba las zapatillas, las cambia, las acomoda. Se asegura de que todo esté donde tiene que estar. Nadia transforma al tiempo en un ritual. Lo hace, dice, porque así se siente segura. Después va a la clase, se pone el vestuario, se apagan las luces y empieza la función.
Antes de salir al escenario Nadia mira hacia abajo y agradece. Por estar haciendo lo que siempre quiso, por estar allí, por la pasión, por el trabajo, por la gente que está del otro lado esperando para verla, por sentirse afortunada. Dice gracias y sale a bailar.
Cuando termina, cuando las luces están encendidas y puede ver la cara del público, vuelve a mirar hacia abajo y a decir gracias. Sabe que sin la gente el ballet no tendría sentido. También sabe que si algo falló, ella hizo todo lo que pudo. Esa, dice, es la única manera de disfrutar del ballet.
El jueves 26 de noviembre de 2020 el Ballet Nacional del Sodre estrenó La tregua, una obra a partir del libro de Mario Benedetti, con coreografía de Marina Sánchez, dramaturgia de Gabriel Calderón, música de Luciano Supervielle y dirección de Igor Yebra, director artístico de la compañía hasta que termine el año.
La obra cuenta la historia de amor entre Martín Santomé y Laura Avellaneda, pero no es estrictamente igual al libro. En el ballet, por ejemplo, hay dos personajes, la Rutina y el Azar, que en el texto de Benedetti no existen y que son fundamentales para comprender una historia tan mundana y tan compleja.
Cuando Marina, coreógrafa, le dijo a Nadia que iba a ser Laura Avellaneda, ella volvió al libro, que había leído en el liceo y además miró la película argentina dirigida por Sergio Renán. Sin embargo, las dos versiones eran diferentes y ella sentía que la suya se parecía a las dos y no se parecía a ninguna. Así que empezó a crearla con las indicaciones de Gabriel y con la coreografía de Marina, y también junto con sus dos compañeros, Sergio Muzzio y Ciro Tamayo. Ambos, cuenta Nadia, hacen a dos Martín Santomé diferentes y para ella fue un desafío que su Laura respondiera de manera intuitiva y sincera a cada uno.
“Es un personaje que me gusta mucho porque realmente tengo que contar una historia. Si la interpretación no está bien desarrollada en Martín y en Laura, quizás no se entiende. Es un rol que me desafió y me está gustando mucho hacer”, confiesa Nadia.
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La cooperativa Vicman de Malvín Norte tenía un salón que por las mañanas funcionaba como aula de escuela y por las tardes como academia de ballet. Todavía recuerda ese salón porque allí fue la primera vez que tomó una clase de danza: era un espacio pequeño y frío, tenía los pisos de baldosas, unas barras agarradas a la pared y todo el tiempo había muchas niñas corriendo por todas partes.
Nadia tenía tres años y ya sabía que quería ser bailarina: “Nunca tuve ninguna duda. El ballet o la danza iban a ser parte de mi vida. En mi casa me pasaba bailando, les pedía a mis maestros que me prestaran los videos grabados de El cascanueces, de El Lago de los Cisnes, tenía recortes de diario sobre ballet, revistas, zapatillas colgadas. Siempre supe que quería bailar”.
Tenía el cuerpo pequeño y delicado y una fuerza que siempre la hacía ir hacia adelante y buscar más: estirar más, girar más, saltar más. Cinco años después, sus maestros, Juanita Cabral, Pepe Vázquez y Julio Falcón, le dijeron que si quería seguir creciendo tendría que cambiarse de academia porque ella ya podía empezar a hacer puntas y allí las condiciones del piso no eran las mejores para eso.
Con ocho años llegó a la escuela de Mariel Odera, que por entonces era bailarina del BNS. En ese momento entendió que la danza era una carrera difícil y que tenía que estar fuerte psicológicamente para no rendirse por el camino.
Nadia quería ser bailarina pero no quería dar la prueba de ingreso para la Escuela Nacional de Danza: “Yo amo tanto lo que hago que tenía miedo que me dijeran que no. Y si me decían que no, sabía que me iban a arruinar mi sueño, que era bailar. Tenía mucho temor porque, además, yo sabía que no era perfecta, que no tenía el cuerpo perfecto; sí tenía muchas ganas, sí trabajaba mucho pero no era la perfección. Soy muy exigente y sentía que me faltaba todo”.
Fue engañada por su madre. Entró al edificio de Julio Herrera y Obes y 18 de Julio sin querer entrar. Tenía doce años. Era el último día de audiciones y ella estaba en el límite de edad para poder ingresar. En el salón grande de la escuela había más de cinco maestros. Le colgaron un cartel con un número, colocaron en una fila a todos los niños y niñas y les miraron el cuerpo de frente, de perfil, del otro lado, la parte de atrás. Después les hicieron hacer estiramientos en el piso y saltos. Luego pusieron música y les dijeron “ahora bailen”. Y Nadia bailó. En ese momento sintió que si no entraba no pasaba nada, que ella la estaba pasando bien y que todo habría valido la pena por ese vals que bailó como si nadie la mirara. “Después bajé a esperar. En un momento nos llamaron y empezaron a decir los números que entraban. Dijeron mi número y yo no podía creerlo. Bajé corriendo a decirle a mi mamá y ese día me cambió la vida. Porque en ese momento todo lo que soñé se empezaba a transformar en un camino. Quizás no sabía cómo iba a terminar todo, pero oficialmente había entrado a una escuela nacional, iba a tener una formación buena”.
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Giselle era la primera obra que el Atlanta Ballet de Estados Unidos iba a hacer en el año. Nadia tenía 19 años. Había llegado allí a los 18, después de haber pasado unos meses por el North Carolina Dance Teathre tras ser becada por el maestro Gyula Pandi, el mismo que había llevado, años antes, a María Noel Riccetto, figura de la danza nacional.
Ese era el primer año en el que formaba parte de la compañía de forma oficial. Se sabía esa obra de memoria: la había aprendido mirando videos cuando era una niña. Cuando el Atlanta Ballet anunció el reparto de la temporada, su nombre aparecía al lado del personaje de Giselle. Nadia pensó que había un error. “El director me dijo que sí, que era yo. Al principio me habían puesto solo para que lo aprendiera y después pasé a ser parte del reparto oficial”.
No son muchos, pero Nadia sabe reconocerlos: esos momentos en los que siente que todo cobra sentido.
La primera vez que bailó Giselle con el Atlanta Ballet es uno de esos momentos. Tuvo dos funciones. La primera fue un domingo de tarde. Lo recuerda porque antes de salir al escenario sintió que se quedaba sin aire y porque era la primera vez que sus padres la veían bailar en Estados Unidos. Después del saludo final, con las luces encendidas y su familia cerca, sintió que todo lo que siempre había querido estaba empezando a suceder. Y que no tenía ninguna duda de que ella estaba dispuesta a todo con tal de seguir bailando.
Estuvo en el Atlanta Ballet por 16 años. Ahora mira hacia atrás y le parece que es mucho tiempo, pero que todo pasó demasiado rápido.
“Para mí encontrar esa compañía fue lo mejor que me pudo pasar, me incentivó desde el principio. Fue una compañía donde siempre me sentí cómoda porque la gente era divina y me apoyaba mucho, pero además artísticamente me dio la oportunidad de crecer, y eso no pasa en todas las compañías: o por una visión artística de los directores que no encaja en tu forma de bailar, o porque capaz que sos buena pero no te dan las oportunidades. No es siempre ser talentosa y ya está. Encontré un lugar que fue como un nidito para mí. Ahí fui creciendo mucho. Cada año me daban más retos, más dificultades y más funciones. Y me fueron formando como bailarina”, recuerda.
Allí no solo hizo ballets clásicos y piezas contemporáneas, sino que también empezó a desarrollar otra parte de la danza que le encanta: la coreografía. En Atlanta, por más que bailara mucho, siempre tenía el tiempo y la energía para crear.
Con el BNS estrenó Trilúdico, una pieza suya que bailó con Sergio Muzzio y Ciro Tamayo en el regreso de la compañía después de la pandemia. Ahora dice que no tiene demasiado tiempo, pero siempre está escuchando música. Nadia sabe detectar cuando una canción puede generar un movimiento y una historia. A las ideas que se le vienen no las anota en ningún lado. No tiene miedo de perderlas. Dice que se quedan en el cuerpo y en la cabeza. También que sabe que algún día podrá llevarlas a cabo, es una de las metas que tiene y mientras tanto hace coreografías solo por el placer de hacer. Y porque sabe que, algún día, todo lo que ha hecho porque sí durante tanto tiempo, va a ver la luz.
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El 28 de setiembre de 2019 Nadia llegó al Auditorio Nacional del Sodre a las tres de la tarde. A la noche era la primera función de Onegin que haría como bailarina invitada junto al BNS. Era, también, la primera vez que volvía a bailar en Uruguay después de haberse ido a Estados Unidos, y la primera que iba a ponerse en la piel de Tatiana para contar la historia de un amor no correspondido. Esos son los roles que más le gustan a Nadia, los que la desafían desde la interpretación, los que la llevan a los límites. También implican un riesgo: es un personaje difícil, física y emocionalmente.
Nadia había esperado mucho esa noche: volver a bailar para su familia, encontrarse y conocerse con el público uruguayo, bailar en el escenario de la sala Adela Reta. Y aunque se fue sabiendo que alguna vez iba a volver, no esperaba que fuera así, tan de repente.
Cuando el telón se abrió al final de la función, Nadia estaba de la mano de Sergio Muzzio, su partener. Levantó la cabeza y vio que el público estaba aplaudiendo de pie y que cada vez aplaudía más fuerte. Entre ellos vio a su hermano, emocionado. Y entonces supo que no era justo que su familia no pudiera disfrutar de su danza solo por estar lejos.
No son muchos, pero Nadia sabe reconocerlos: esos momentos en los que siente que todo cobra sentido. En esa función de Onegin sintió que el trabajo que había hecho durante tantos años había sido solo para bailar esa noche. “Otra vez sentí que lo había logrado, que estaba viviendo ese sueño por el que tanto había luchado, eran como momentos que se volvían a repetir”.
Después de la función, Igor Yebra, director del BNS, le dijo que fuera a su oficina, que quería hablar con ella.
–¿Viste cómo la gente te recibió?, ¿cómo te abrazó?
–Sí, la verdad que sí.
–El público uruguayo te abrió las puertas. ¿No te gustaría volver?
Nadia regresó a Estados Unidos y habló con el director del Atlanta Ballet. “Y así empezó todo”, dice. “Era un deber para mí volver a mi país”.
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Entre el 19 de setiembre y el 4 de octubre de este año el BNS hizo, en la Sala Adela Reta, la Gran gala de ballet, con piezas de ballets clásicos y contemporáneos y con el estreno de tres trabajos coreografiados por Mauricio Wainrot, Francesco Ventriglia e Igor Yebra.
Fue la primera vez que Nadia bailó como parte del BNS en ese escenario. Ella hizo Chopin Número 1, la pieza de Wainrot; una suite de El quijote del Plata, creación de Blanca Li que el BNS estrenó en 2018, y Encuentros, de Marina Sánchez.
La sala tenía el aforo reducido a un veinte por ciento de su capacidad. Había dos butacas vacías a los costados, atrás y adelante. Sin embargo, en la función de estreno el aplauso final fue fuerte y largo como si la gente hubiese querido celebrar todo lo que no había podido este año.
Para Nadia el vacío de la sala fue una sensación extraña pero buena. Sobre todo, fue una sensación de alivio.
“Fue divino que se prendieran las luces y ver que la gente aplaudía fuerte, como que se morían por aplaudirnos porque capaz que ellos también sentían el vacío de la sala. Era como ‘Miren que apreciamos lo que acaban de hacer’. Y eso nos dio fuerza también, nos sirvió para entender que no todo estaba perdido, que la gente que estaba allí realmente quería vernos, que el arte no va a morir, que el ballet va a seguir adelante pase lo que pase”.
–¿Pensaste en qué podía pasar durante todo este tiempo?
–Sí, pensé muchísimo en qué iba a pasar con nosotros. ¿Qué pasa si las funciones se tienen que cancelar? ¿Qué va a pasar con el ballet? ¿Qué va a pasar con el arte de este país? En muchas partes del mundo está muy complicado. En Estados Unidos, por ejemplo, no están bailando nada. Y yo hablo con mis amigos y están muriéndose internamente, artísticamente se sienten tristes, con bronca, con ganas de hacer cosas y no pueden. Nosotros tenemos un teatro abierto y funcionando, estrenamos una obra completa absolutamente nueva, seguimos trabajando en lo que nos gusta. Somos afortunados. Seguimos bailando. Somos muy afortunados.