En compañía de lobos
A Mario se le va la mano con Cuqui y ella se muere. Se lo avisa a la dueña, le dice que Cuqui era epiléptica pero que eso no se ve en los estudios previos. La dueña se queda patitiesa con la noticia, pero solo atina a firmar la autorización para que a Cuqui la cremen en el cementerio de mascotas.
Cuqui tiene otra dueña, pero esto Mario no lo sabe. La otra dueña no se traga el verso de que Cuqui era epiléptica y, cuando Mario le lleva las cenizas a la casa, la otra dueña se la jura. Ella no había autorizado la cremación y quería una autopsia para saber las verdaderas causas del fallecimiento de su perra.
A todo esto Silvia, la esposa recién retirada de Mario, vigila que Guadalupe, la asistente de su hija y que también colabora con ella, no se lleve cosas de su casa porque cada vez que va a trabajar algo falta. No mucho más que esto sucede en el seno de este matrimonio, que por la noche, a la hora de dormir, se lo balbucean o se lo ocultan con la placa para combatir el bruxismo tan puesta como el pijama.
Pero, qué pasaría si las dueñas de Cuqui lo escrachan a Mario por Facebook, y si alguien se mete y le revuelve la casa a Mario y a Silvia y hasta les dejan un regalito fresco sobre la cama, y la mirada sagaz de Silvia indica que en todo este asunto de la casa revuelta tuvieron que ver Guadalupe (que no es natural del país) en connivencia con una plancha que siempre anda tirando la manga por el barrio.
Y qué pasaría si alguien se mete en casa de su hija, una casa vigilada hasta los dientes por cámaras de seguridad, porque “en este país ya no se puede vivir tranquilos”.
Entonces, es el momento de confesar que (aún con climas que recuerdan los momentos ominosos del mejor Michael Haneke, y la nostalgia por perder la juventud que atraviesa el relato de Misterioso asesinato en Manhattan, de Woody Allen) estamos en presencia de una comedia brutal que satiriza la obsesión de la clase media rioplatense por conservar la seguridad (una seguridad a la que uno no está del todo seguro de definirle bien su objeto), al tiempo que se permite analizar el chovinismo sordo que campea en las relaciones de trabajo, la preocupación por el reflejo de la propia imagen en las astilladas superficies sociales, y la tranquilidad que nos da saber que estamos fuera de peligro, así escondamos detrás de los ojos que nos sabemos impunes.