Caminar por la parte superior del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), recorriendo la maravillosa muestra sobre Petrona Viera (Montevideo, 1895-1960), en la que las curadoras María Eugenia Grau y Verónica Panella exhiben parte del acervo de mil y una obras de esta artista (la cifra es literal), es una experiencia doblemente reconfortante: por un lado por la obvia calidad de los trabajos de Petrona, realizados durante cuarenta años de creación ininterrumpida; y por otro lado por la satisfacción que otorga la reparación y el homenaje que esta muestra realiza respecto al silencio sufrido durante décadas sobre al arte creado por algunas mujeres, en múltiples épocas y lugares.
Gran representante del Novecientos y del planismo, reconocida como “la primera pintora uruguaya profesional”, “hija de un presidente de la República”, Petrona dejó un amplio legado que incluye dibujos, aguadas, acuarelas, pasteles, óleos, grabados y trabajos en madera y metal, además de sus obras pictóricas de grandes, medianas y pequeñas dimensiones.
Quizás su sordera temprana contribuyó a ese ensimismamiento contemplativo que se observa en su obra, una suerte de detenimiento del mundo, donde las imágenes aparecen planas, sostenidas indefinidamente en una suerte de quietud infinita que registra la luz y el gesto captado durante un segundo en el espacio-tiempo.
Este detenimiento se observa tanto en sus grandes pinturas, en las que sus trabajos son un claro eco de la influencia del planismo propio de la época, como en sus dibujos en los que las líneas bocetadas muestran, por el contrario, un movimiento y una fluidez que no se observa en sus ya clásicas pinturas. Debido a su sordera y gracias a pertenecer a cierta clase social, Petrona fue educada en su propia casa, “puertas adentro”, por su profesora francesa Madeleine de Larnaudie, “de corte netamente oralista y alejada del lenguaje de señas, en un ámbito aún influido por el modelo burgués del empaque del cuerpo”, estrategia comunicativa realizada, sin embargo, en forma “clandestina” en internados de Buenos Aires y Montevideo, según afirman las curadoras.
Las mil y una obras que conforman el acervo del museo fueron donadas en su mayoría por la familia de la artista y constituyen la colección más numerosa del MNAV. El objetivo de esta muestra fue exhibir las diferentes técnicas y temáticas recorridas por Petrona, además de sus obras ya conocidas.
Hay óleos, dibujos y acuarelas realizados en su infancia, grabados realizados a partir de 1940, retratos de los años veinte, una serie de paisajes menos conocidos pero de marcada audacia cromática y formal, desnudos iniciados cerca de 1936 (sorprendentes por haber sido realizados por una mujer en esa época) y finalmente una serie de frutos y flores que constituyen la última etapa de su producción, magníficamente exhibidos en la pequeña sala superior del museo, sobre pared azul y con una iluminación que destaca esa última mirada, mínima y colorida sobre lo simple, cotidiano y cercano.
El incendiario ejercicio de ver y no oír
¿Quién fue y es Petrona?, se preguntan las curadoras. Y se proponen, por supuesto, dejar de lado las eventuales etiquetas con las que fue conocida o desconocida durante años, las mismas etiquetas con los cuales a tantas mujeres el patriarcado solía, y aún suele, definir. A saber: “hija”, “discípula”, “esposa”, “amante”, “amiga”, “hermana”, “discapacitada”, entre otras.
De niña quedó sorda, “supuestamente” por una meningitis y no pudo desarrollar su capacidad de habla. Se crió en su casa y solía estar siempre acompañada por su hermana Lucha (Luisa Viera), a quien pintó reiteradas veces. Su vida y su obra están también atravesadas por las primeras décadas del siglo XX, con todo lo que implicó el Uruguay progresista de la época, con sus profundos cambios políticos, sociales, económicos y culturales, producto de la primera época batllista, las primeras izquierdas emergentes, las organizaciones empresariales y los sindicatos, entre otras fuerzas.
Su familia fue parte también de una población aluvional proveniente de la inmigración tanto externa como del campo a la ciudad, “excesiva y a menudo autocomplaciente”, como se referencia en el excelente catálogo editado por el museo. Petrona fue la primera hija de un matrimonio de once hijos, entre Carmen Garino y Feliciano Viera, presidente colorado entre 1915 y 1919, hombre que murió en 1927, cuya muerte significó un colapso familiar. “Pobre papá”, escribiría reiteradamente Petrona en su álbum de recortes familiares. Su vida discurría dentro de su casa, donde recibió las enseñanzas de quienes, más allá de la etiqueta de “discípula de”, se los reconoce como sus maestros de arte: Vicente Puig, Guillermo Laborde y Guillermo Rodríguez.
El feminismo y el machismo de los años veinte esgrimía la fórmula de niñas educadas y esposas cultivadas que supieran llevar adelante un hogar, “colaboradoras indispensables” del hombre productor y proveedor, como escribía Zum Felde en el diario El Día, en 1922, a quien citan las curadoras en su investigación histórica.
“Gracias” a esta “valoración de la enseñanza femenina”, de efectos excelentes en el “ambiente doméstico”, según Zum Felde, Petrona pudo tomar ese “derecho otorgado a mujeres inquietas, rebeldes o privilegiadas” de la época. Pudo entonces disfrutar de la década feliz del Uruguay de 1920 e insertarse en la corriente pictórica enseñada por los docentes del Círculo de Bellas Artes del momento, el planismo: procedimientos organizativos formales y cromáticos donde los contornos se definen a través de planos de luz y color que generan un esquema visual simplificado. Algo que a Petrona le salía a la perfección.