Por Carlos Diviesti.
Nosotros, los vivos.
A los cuarenta y nueve minutos de Om det oändliga (Sobre lo infinito, 2019, Suecia-Alemania-Noruega-Francia), un muchacho le afirma a su novia, libro en mano, que el primer principio de la termodinámica indica que todo es energía y que la energía no puede ser destruida porque siempre se transforma en otra cosa. Luego el muchacho sostiene que dentro de cientos de años nuestra energía actual quizás vuelva a encontrarse a través de una papa o de un tomate, a lo que su novia le responde que ella, en todo caso, preferiría ser un tomate.
Qué otra cosa es nuestra vida más que un cruce de situaciones arbitrarias, tan arbitrarias como la imaginación cuando se entrevera con el sueño. Porque es muy probable que cuando se nos caiga una papa de la bolsa reparemos en las escaleras por las que subimos para volver a casa, ahí donde nos topamos con Svelker Ohlsson que pasa a nuestro lado y no nos saluda, y aunque no sepamos nada de su vida desde que dejamos el liceo, estemos convencidos de que él llegó a ser doctor en algo y nosotros no hayamos terminado la carrera de nada. O tal vez nos sorprenda que ya sea setiembre cuando una bandada de cigüeñas viaja hacia el sur al mismo tiempo que se le descompone el auto a un hombre, y el hombre no atine a descifrar qué es lo que le pasa al motor de su Renault 12.
Así son las cosas. Podemos ir al dentista justo ese día en el que está de mal humor y prefiera tomarse un trago de parado en el bar, justo cuando un hombre en el bar pregunta en voz alta si no es fantástico todo, en general, mientras afuera nieva mansamente. Afuera nieva como cuando los soldados derrotados van a los campos de prisioneros a través de Siberia, y el día se ha puesto gris como las nubes que rodean a una pareja de enamorados que vuela sobre una vieja ciudad, una ciudad que fue hermosa antes de que la guerra la atacara y la pusiera gris. Tan gris el cielo como se ponen también grises las ciudades cuando llueve como en el día del diluvio, mientras un padre le ata los cordones de los zapatos a su hija de camino a un cumpleaños.
¿Se puede perder la fe cuando vivimos en días así? ¿Podemos disfrutar del champán de todas formas, aunque sepamos cómo nos atacó la Historia? Roy Andersson no nos da respuesta alguna; simplemente nos transforma en una especie de Shahriar encantado por el relato de lo que ha visto Sherezade, mientras observamos, apenas por encima de la altura de los ojos, sus viñetas existencialistas cargadas de ironía y de pesar, aunque la esperanza corre al fondo del cuadro y aparece a la carrera por donde uno ni siquiera ha reparado. El estilo de Roy Andersson, cuyos actores impávidos recuerdan a esos seres inexpresivos de las esculturas hiperrealistas de Ron Mueck, sin embargo no tiene nada de caprichoso: es como una paloma sentada en un rama y que reflexiona sobre la presencia del hombre en el decurso del tiempo. No sabemos si las palomas reflexionan, claro, mucho menos si reflexionan sobre los hombres, pero nosotros, que sí reflexionamos, quizás debiéramos pensar un poco más en cuál es la marca del tiempo a nuestro alrededor, así de quietos como una paloma, para tratar de aprender algo aún cuando el mundo sigue su curso.