Hay libros que quedan en el olvido y otros que pudieron correr la misma suerte de no haber sido rescatados por generaciones posteriores. Quiso el destino que este fuera el caso de La tierra purpúrea, ficción de carácter autobiográfico que transcurre en la Banda Oriental, a fines del siglo XIX, escrita en lengua inglesa por el angloargentino William Henry Hudson cuando ya había abandonado el Río de la Plata para afincarse definitivamente en Londres.
Hubo que esperar varias décadas para que esta novela publicada en 1885 ganara cierta relevancia en Europa, y más aun para que adquiriese significancia en nuestra región: primero fueron sus compatriotas, los argentinos ‒entre los que se destaca Jorge Luis Borges‒, quienes pusieron el ojo en Hudson; de ahí en adelante los uruguayos le hemos dado el valor que merece una obra que atañe tanto a nuestras raíces. Felizmente, hoy no pocos escritores y académicos uruguayos se han encargado de estudiar este texto que, en los últimos años, ha sido representado en teatro nacional, y hasta oportunamente adaptado a la estética de western sangriento en un cortometraje dirigido por Charly Gutiérrez y producido por Oriental Films.
Es, justamente, la sangre de sus habitantes ‒los orientales‒ la que tiñe de color púrpura la tierra del entonces Estado Oriental del Uruguay. Cabe recordar que las peripecias que atraviesa Richard Lamb ‒protagonista de la novela y reflejo más o menos ficcional de su autor‒ están ambientadas entre los dos últimos años de la década de 1860. Por lo tanto, las andanzas de Lamb, fugado de Buenos Aires hacia Montevideo para huir del padre de su flamante esposa ‒dado que este se había opuesto a la boda‒, suceden en un período en que, como dijo José Pedro Varela, la guerra era “el estado natural de la República”. Similares palabras usó Hudson para describir la situación política de un país que constantemente se hallaba en vísperas de alguna revolución. Debe tenerse en cuenta que era un tiempo muy cercano a la guerra de la Triple Alianza, al sitio de Montevideo y a la Defensa de Paysandú; no en vano el protagonista habla de la Nueva Troya ‒como lo hiciera, años antes, Alejandro Dumas‒ para referirse a la capital uruguaya y también alude a la belicosidad del departamento sanducero, cuando se apea en esas tierras para buscar trabajo.
Más allá de que, a la pasada, se mencione a Manuel Oribe y a Fructuoso Rivera o que sea posible reconocer acontecimientos de nuestra historia dentro del relato, está claro que no se trata de una novela histórica. Sin embargo, evoca con bastante fidelidad el espíritu de aquel Uruguay pastoril y caudillesco, así sea con la expresión de un escritor romántico, como era Hudson. De hecho, este ofrece ‒según Borges‒ un retrato más verosímil del gaucho que cualquier otra obra canónica de la literatura gauchesca ‒en la que, por ser el tema central, es excesivamente dramatizado‒. En La tierra purpúrea el gaucho es pintado casi de soslayo, como personaje secundario y, por lo tanto, con mayor naturalidad. Prueba de ello es el general blanco Santa Coloma, personaje al que no le corresponde un claro referente real, pero que representa una condensación del gaucho y del caudillo oriental, a quien Lamb se une, por compromiso, en un levantamiento fallido contra el gobierno de los colorados.
Ante la polémica de si es posible considerar una obra escrita en inglés dentro de la literatura gauchesca, en este caso, puede decirse que es un subgénero al que no pertenece, pero al que tampoco es ajeno. Es una narración que puede leerse de maneras diversas: un lector europeo bien puede entenderla como novela de aventuras, ya que la fuga de Lamb no es más que un pretexto para que este sea protagonista de un sinfín de peripecias. En cambio, para el lector uruguayo supone el interés de ser una obra de temática nacional, un testimonio de cómo se vivía en campaña y de lo que el historiador José Pedro Barrán llamó la “sensibilidad bárbara” de una sociedad proclive a la violencia y a la indisciplina, que fue el panorama característico de nuestras primeras décadas como país independiente.
Hudson recorrió la Banda Oriental en ese período que podría considerarse el principio del fin de la barbarie. La creciente modernización permitió que el país, en el siglo XX, deviniera una república estable y civilizada ‒por ende, con otra sensibilidad y otras costumbres‒. Este aspecto parece verse reflejado en la melancolía del protagonista al cuestionarse si es conveniente forjar un país próspero, en detrimento del aroma silvestre y de las libertades propias de una sociedad insubordinada: “Si ese aroma característico no pudiera poseerse al mismo tiempo que la prosperidad material resultante de la energía anglosajona, yo expresaría el deseo de que esta tierra nunca conozca tal prosperidad”.
En Historia de la sensibilidad en el Uruguay, Barrán cita varios testimonios de la época que dan cuenta de una estructura social con diferencias más bien tenues, en contraste con la de países europeos, estratificadas por diferencia de clase o de casta. Esta mayor igualdad o dignidad en la interacción social está dada por la abundancia de ganado en el campo ‒es decir, de alimento, lo que permitía a los más pobres vivir de changas y establecer relaciones de poca dependencia con los patrones‒ y quizás porque, años antes, la lucha por la independencia fue la causa común que acercó a los sectores más altos con los más bajos. Por ello, Lamb considera al oriental “un republicano y un hombre libre con una libertad que sería difícil de igualar en cualquier otra parte del globo”, donde “el dueño de muchas leguas de tierra y de innumerables ganados se sienta a hablar con el pastor a sueldo”.
Si bien Hudson fue un naturalista ‒como ornitólogo, escribió libros sobre aves de nuestra región‒ y vivió en la época del positivismo ‒en que se creía que mediante el saber científico se alcanzaría el dominio absoluto de la naturaleza‒, su visión es la del romanticismo: “Aún seguimos marchando valientemente, conquistando la Naturaleza, pero ¡qué cansados y tristes nos estamos volviendo!”, se lamenta. Además del proceso civilizatorio que se imponía a la barbarie en nuestro territorio, por ese tiempo, Europa vivía un acelerado proceso de industrialización ‒lo que se conoce como la Segunda Revolución Industrial‒; esto significó que la civilización europea se disociara cada vez más de la naturaleza, hecho que los escritores del romanticismo tardío ‒como en este caso‒ lo expresaron con nostalgia, añorando algo así como un paraíso perdido. No hace falta señalar, entonces, que su inclinación por las ciencias no era fruto de una visión positivista, sino de su amor por las plantas y los animales. Esto explica la apasionada precisión con la que describió los paisajes que adornaron sus cabalgatas por los departamentos del interior: los alrededores a orillas del río Yi; la solitaria pradera levemente ondulada, rica en aves y flores silvestres; la sencillez de las costumbres de los orientales, que toman mate en la cocina, sentados en cráneos de caballo.
Más importante que enterarse de las escaramuzas y los breves dramas sentimentales en los que se involucra el protagonista es percibir nuestra tierra a través de los ojos de un extranjero, seguir su ruta por nuestra geografía, aun cuando haya algún topónimo inexacto o ficticio ‒como cierto lugar de Florida, aledaño a Cuchilla Grande, al que Lamb conoce por el nombre de Cañada de San Paulo‒. En esta travesía el lector atestigua el paulatino acriollamiento del personaje y cómo, en esa transformación, este consigue penetrar en la idiosincrasia del pueblo oriental y comprender el valor de la libertad.
En este sentido, La tierra purpúrea guarda un interés especial para los uruguayos: el de observar nuestra historia con un distanciamiento que nos permita analizar nuestro presente con mayor lucidez; ver cuánta vigencia hay en los dichos de Hudson/Lamb en el Uruguay del siglo XXI. Por ejemplo, aquel trato interpersonal entre ricos y pobres, que tanto elogiaba en comparación con sociedades más clasistas, como la inglesa, ¿es una virtud que seguimos conservando los uruguayos?, ¿aún tiene validez la famosa frase que dice que aquí “nadie es más que nadie”? Asimismo, el bucolismo del autor es una voz del pasado que nos alerta sobre el futuro y nos recuerda la importancia de preservar la naturaleza y sus recursos ante su inevitable explotación por parte del ser humano.
Y si faltara agregarle más atractivo a la lectura, basta decir que entre la variedad de traducciones al español que existen sobresale la de Idea Vilariño, que nos invita a sumergirnos en este libro extrañamente familiar.