El año no podía empezar de manera más auspiciosa. Comenzó con la magistral puesta de Solsticio de invierno, de Roland Schimmelpfenning, por Jorge Denevi, y poco después la entrañable La ternura, de Alfredo Sanzol, dirigida por Bernardo Trías al frente de un elenco de la Comedia Nacional. Mientras que en la primera Pepe Vázquez brillaba como el aparentemente frágil anciano que llega desde el frío de la noche una Navidad, Andrea Davidovics componía un personaje graciosísimo en la segunda obra, que recorre y cita múltiples textos de William Shakespeare en un tono de comedia inteligente. Dicho sea de paso, descreemos de la necesidad de separar, en el siglo XXI, a la comedia como un género aparte; el propio concepto de género no tiene sentido en estos tiempos. O sí, pero en otros ámbitos.
No faltaron espectáculos extranjeros como Pundonor, de Andrea Garrote y dirigida nada menos que por Rafael Spregelburd en el marco de la Feria de Artes Escénicas de Treinta y Tres, un maravilloso evento que puso en contacto a productores con observadores de festivales de la región y con críticos del medio. Este tipo de acciones deberían ser más frecuentes, pero nos tememos que no soplen buenos vientos para inversiones de este tipo, por rentables que sean. Esta iniciativa de la entonces directora de Cultura olimareña, Luisa Rodríguez, y de Mariana Weinstein fue de lo más productivo del año, sin dudas.
Más adelante pudimos ver la inteligente Bakunin Sauna, de Santiago Sanguinetti, y la brillante puesta de La langosta, del colectivo El Almacén, ambas obras originales y que marcan el camino a seguir en el arte de hacer reír sin concesiones. Más hacia lo dramático, se sumaba Neso, de Marcel Sawchik.
Mención aparte merece una puesta deliciosa de Christian Zagía, Luz negra, con texto de Fernanda Muslera y actuaciones soberbias: un entrañable personaje del propio director, la seductora “luz negra” interpretada por Elena Delfino, o la antagonista interpretada por Camila Sanson y el detestable “amigo” en la piel de Fernando Amaral como contrapunto del protagonista.
En agosto y setiembre marcaron la escena el Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE), con la mano maestra de José Miguel Onaindia, y el Festival Red de Artes Vivas, que presentaba, con muchos menos recursos, obras de teatristas jóvenes. En este último pudimos ver pequeñas joyas, como Claudia, la mujer que se casa, del colectivo El Almacén, Medusa, de Cecilia Caballero Jeske, o interesantes propuestas como Mad, el nuevo orden mundial, de Jonathan Parada. Una gran iniciativa que ojalá se mantenga.
La grilla del FIDAE estuvo en el nivel de siempre, con brillantes puestas nacionales y extranjeras entre las que se destacaron dos puntos altos: el trabajo genial de Onaindia, un actor insustituible en la gestión cultural, y el estreno mundial de Cuando pases sobre mi tumba, del que sin dudas es el mayor teatrista que dio la patria: Sergio Blanco. Otro punto alto del festival es lo bien estructurado de sus servicios, como el de la formación de audiencias a cargo de la Escuela de Espectadores del Uruguay, EDE (escueladespectadores@gmail.com), que interactuó con el público y los teatristas en obras seleccionadas.
Transcurriendo el tiempo, otras obras marcaron la escena, como Un drama escandinavo, de Vika Fleitas y Alejandro Bello, con una interesante aplicación no convencional de los sótanos de la sala Verdi; La función por hacer, puesta por Alberto Zimberg, con un muy buen elenco y la actuación descollante de Álvaro Lamas, o la bellísima y estilizada Clausura del amor, de Pascal Rambert, puesta por Marcel Sawchik.
Mención aparte merece la innovadora y excelente reescritura de El enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen, que realizó Marianella Morena, con un aggiornamento al incluir el tema de la planta de celulosa de UPM, y nada menos que con el elenco oficial. Nada sale mal con esta obra, de las mejores de Morena y con actores que se lucen en escena. Si bien todo el mundo comenta el trabajo de Emilia Asteggiante (revelación, sin duda), nosotros queremos destacar el duelo representativo y letal a tres bandas entre Natalia Chiarelli, Luis Martínez y Leandro Ibero Núñez.
Ya cerrando el año (esto es una reseña personal y arbitraria como todas), llega la temporada de premios, entre ellos los clásicos Florencio, que este año parecen haberse convencido de que tal vez no estaba bien ignorar a Sergio Blanco (cosa que hacen sistemáticamente desde 2011, mientras el mundo entero lo premia, con cinco nominaciones en distintos países sólo en noviembre) y seguramente reparen, tarde y mal, la injusticia o miopía, vaya uno a saber.
Se suman los premios EDE, mucho más modestos. Entregados por los participantes de la escuela y no por un jurado (además de informales), protagonizaron, junto con los Florencio, el triste destino de ser víctimas de acusaciones absurdas de teatristas enojados por no haber sido mencionados. Pequeñas mezquindades humanas. Quienes ganan se alegran y quienes pierden se enojan, pero acusar de deshonestidad a ambas instituciones es mucho, especialmente cuando los teatristas indignados, en oportunidades pasadas, habiendo ganado (Florencio en este caso), lo exhibieron y pasearon por las redes. No está bueno futbolizar la cultura, y el teatro es cultura. Seguramente el año que viene tendrá sus puestas, sus premios y sus sinsabores, pero estamos todos en el mismo barco, no tiene sentido agujerearlo.
Vivamos la fiesta, que el teatro uruguayo vive y lucha.