La gran ilusión
El concepto de obra maestra para las películas está muy difundido y sobrevalorado. Quizás los grandes festivales de cine tengan la necesidad de hallar tales películas para reafirmar al propio cine como arte o para seguir en la brecha de su prosapia. Pero que por dichos eventos han pasado obras maestras que no ganaron premios y obras perecederas que sí los ganaron es mucho más común y habitual que lo que indican las apariencias. Es que una obra maestra establecerá un nuevo canon, permitirá a los espectadores reconocer después cuándo se fundó un movimiento, se modificó la narrativa, se innovó técnicamente. Eso es lo que implica que estemos en presencia de una obra maestra: su persistencia en el tiempo. El resto son películas que superan la media, sean excelentes, buenas, mediocres o malas, pero no serán obras maestras. Desde este punto de vista (aprendido y aprehendido a lo largo de los años por quien suscribe), podemos indicar que obras maestras son películas como Cabiria, La última carcajada, Amanecer, Un día de campo, Ladrón de bicicletas, Vértigo, Simón del desierto, El árbol de los zuecos, Toro salvaje, Con ánimo de amar o Lazzaro felice, entre tantas otras. Es una nómina discutible, por supuesto, porque, además, descubrir una obra maestra tiene mucho más de subjetivo que de tangible.
Entonces, es más fácil definir cuándo una película no es una obra maestra. Por ejemplo, Guasón, decididamente, no lo es. No funda, no innova, no modifica nada en el cine pasado o presente. Tal vez sea una película que exceda la media del cine mainstream de estos tiempos, pero eso no la redime de ninguno de sus pecados. Guasón tiene muchos pecados encerrados en su guion y en sus imágenes, pero cuidado, que peque no significa que sea culpable de ningún delito. Es una pieza artística cuyas intenciones superan sus resultados, nada más. Es una película mediocre pero no una película irresponsable. Volvemos a decir que esta, quizás, sea una percepción equivocada de quien suscribe; es factible que así sea, cómo no. El problema es de quienes lo discutimos, no de la película. Porque uno se pregunta si Guasón, en serio, debe cambiar algo. ¿Es que el cine está obligado a escribir la historia contemporánea? ¿Ese es el rol del cine?
Como uno de los pecados de Guasón (quizás el más notorio) implica una suerte de spoiler (ese reciente espanto que se ha vuelto cuestión de Estado), sólo diremos de él que es una vuelta demasiado fácil del guion, que pone en tela de juicio todo el relato. Pero bueno, a esta altura del siglo XXI se entiende que películas como Qué bello es vivir o Doce monos hayan sido olvidadas hasta por la crítica. Otro de los pecados de Guasón es que copia, no recrea, estéticas de films de la que quizás sea la última década dorada de Hollywood, la de 1970. Y en ese afán por recrear estéticas como si esa época hubiera sido realmente así, como luce en las películas, olvida que Gotham City no puede parangonarse a Nueva York, San Francisco, Filadelfia o Washington, porque es un ente puramente ficcional. Guasón no es Taxi driver, Mi vida es mi vida, El último deber, Harry y Tonto, Contacto en Francia o Alicia ya no vive aquí, por citar algunos títulos referenciales o azarosos. Guasón proviene de un universo cuyo anclaje con la realidad es sólo paradigmático, poético: el universo del cómic. Y si se aparta a Arthur Fleck (nombre original de quien será conocido como Guasón) de este mundo arquetípico, es posible que se quiebre el verosímil y que la irrupción de una realidad posible demande una indispensable solidez dramática. Por ejemplo, habría que haberse profundizado en situaciones, características, detalles, que nos indicaran cuál es la patología de Arthur Fleck, no hacerla tan gráfica y unívoca. En ese sentido Guasón debiera haber mirado mejor Atrapado sin salida que el costado violento de las películas de Scorsese. Para llegar a ese costado violento, Martin Scorsese apeló, siempre, al tempo interno con el que sus actores hacían reaccionar a sus criaturas, y al crescendo dramático de la música no para acentuar momentos de la historia, sino para crear el paisaje sonoro del ambiente que habitan esos personajes. En Guasón la utilización de la música, lejos de darle dramatismo al relato, lo torna grave y banal, caótico y estrepitoso, sin objeto.
¿Qué actores podrían haber interpretado a este Arthur Fleck en una hipotética obra maestra de aquellos tiempos? Uno de esos actores bien podría haber sido Paul Muni. Otro, James Cagney. Otro más: Ernest Borgnine. Y el más extraño de todos, a lo mejor por olvidado, Ned Beatty. Cuatro actores cuyo rango dramático iba de la ternura a la brutalidad sin escalas, que podían ofrecer otra imagen del cuerpo sin necesidad de modificarlo, cuya mirada adquiría el brillo de la situación más que el reverbero del contexto. Sin embargo, este es un ejercicio bastante tonto para llevar adelante, porque esta clase de películas no podría haberse hecho en ese pasado, cuya cercanía a los horrores de la humanidad de entonces causaba desequilibrios reales, en absoluto ficticios. El cine de ayer, hoy, está al alcance de la mano. Hay muchas más plataformas virtuales que contienen aquellas imágenes que las que uno conoce. Lo que no hace obra maestra a Guasón no es la cita o el homenaje a otras formas u otros títulos; es su pereza por no investigarlos en su esencia, en su impacto en las audiencias a las que fueron destinadas, en el sentido que adquirieron por refractar la materialidad de la existencia. Y porque Guasón no invita al espectador a cuestionarse lo que ve: le sirve en su plato deliberadamente ajado un menú cuya propuesta, lamentablemente, tiene gusto rancio.