Por Carlos Diviesti.
Mujer Maravilla. Un documental sobre Belela Herrera.
Belela no es una abuelita plácida. Es, como ella dice, una mujer hipercinética, largamente pasados sus noventa años. Hace yoga, nada, se maquilla levemente, prepara el té, mira la playa desde el ventanal de su apartamento y se sorprende por esa fila gruesa de autos que circulan frente a su casa como si fueran hormiguitas. Quizás ya no esté tan activa como antes, cuando ponía el cuerpo a las vicisitudes, pero su cabeza sigue siendo tan ordenada y precisa como para hablar en inglés con un prisionero de Guantánamo asilado en Montevideo. Belela eligió esa vida más que vivir la que le tocó. Son pocos los que se enfrentan tan francamente al destino cuando el que tenían fijado, a los ojos de los demás, era tan promisorio como para quedarse tranquilo y despreocuparse para siempre de los problemas cotidianos. Porque la casa de la infancia de Belela tenía una fuente y mayólicas con arabescos y contacto directo con el mundo de su época, ese que incluía las teorías marxistas como una salida a las desigualdades y que su padre le inculcó desde pequeña. Y que nunca olvidó, ni siquiera cuando el mundo se le plantó de frente con una metralleta entre las manos.
Esas vidas enormes contenidas en cuerpos frágiles, merecen documentales como este, menudos en apariencia y contundentes en su alcance. Una de nosotras, de Soledad Castro Lazaroff, nunca levanta la voz para entronizar la obra de María Bernabela Herrera Sanguinetti, o Belela Herrera, nombre con el que ya pasó a la historia contemporánea. No lo necesita, y no sería justo hacerlo. Su obra pudo ser registrada y cuantificada en documentos, pero el registro no honra su verdadera dimensión. Belela Herrera, una mujer de clase alta que se casó virginísima, tuvo cinco hijos y tiene doce nietos, que dictó clases de inglés y fue la esposa del embajador uruguayo en Chile, se definió a sí misma cuando, casi a los cincuenta, le dijo en voz baja a Salvador Allende, el día de su asunción, que ella, la mujer de un diplomático de un gobierno de derecha, era de izquierda. En la década de los años setenta, ser de derecha o de izquierda definía el límite entre la vida y la muerte. Tanto como eso. Las dictaduras del Cono Sur y las luchas armadas en la América Central obligaron a esta señora a tomar partido, a desarrollar una vocación imposible para las mujeres de su condición, a hacerse cargo de enderezar ese mundo torcido que no quería habitar.
Quizás su obra fue poco visible, porque la conveniencia mediática selecciona qué (y cuándo) contarle a la gente sobre qué es lo que en verdad ocurre en la sociedad. Belela, gracias a su Fiat rojo con el que entraba y salía de la residencia del embajador en Santiago, posibilitó que cientos, miles, de refugiados políticos se asilaran en las representaciones de ciertos países para escaparse de la muerte. Es un acierto de la película de Castro Lazaroff no poner nombre a los dictadores ni individualizar a las víctimas, lo que hace que el trabajo de Belela Herrera (en Chile como punto de partida, en el resto de América después) normalice su épica y cause una impresión que maravilla a la distancia. Porque puede saberse que Belela Herrera fue una de las responsables del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, pero es difícil conocer, sin investigar un poco, que un campamento en el límite entre El Salvador y Guatemala se convirtió en Ciudad Romero gracias a la gestión de Belela.
Miles de personas le deben la vida a Belela, pero queda claro que para ella el heroísmo no tiene ninguna importancia. También la mayor parte de América le debe a Belela haber recuperado cierta paz política que la sacó de la violencia de Estado. Para ella su tarea fue la que cualquiera en su lugar, mujer u hombre, debía llevar adelante. Nada más que eso. No cree ser una mujer extraordinaria ni una esclarecida; es como cualquier otra que ha luchado (y que lucha) por el bienestar de sus semejantes. De sus dolores y de sus sentimientos también se hace cargo, pero prefiere no hablar. Y no hace falta, porque el cine documental necesita de las verdades sin estridencias para dejar huella, verdades como las que presenta esta película que debiera pasar a la historia o ser patrimonio de la humanidad, como los días de Belela.