No todo está perdido
Por Daniel Tomasini
En el siglo XIV, una influencia particular determinó un giro espectacular en la imagen plástica. Esta influencia fue del orden moral y su especial fuerza sobre un artista italiano estuvo determinada por una categoría universal y biológica que se denomina amor. Un pintor llamado Giotto ‒que originalmente era un pastor que dibujaba ovejas con carbón sobre las rocas antes de ser convocado ante el papa Bonifacio VIII‒ fue profundamente conmovido por la prédica y el ejemplo de San Francisco de Asís. El humanismo de este predicador cristiano abarcaba a todos los seres vivos del planeta. Su actitud de desprendimiento material –en aquel momento como protesta a los despilfarros de una Iglesia que demostraba más apego a lo terrenal que a lo espiritual‒ era compensada por un profundo sentimiento de amor hacia la naturaleza, lo cual hacía a este santo particularmente poderoso.
El impacto de su ejemplo fue reflejado en la humanización de la figura humana en la obra de Giotto, quien transgrediendo el hieratismo medieval colocó el sentimiento en las actitudes de sus figuras religiosas. Este sentimiento, traducido en formas pictóricas “expresivas”, fue una verdadera revolución cultural que abrió las puertas al Renacimiento. Junto con este cambio iconográfico, Giotto penetró en los misterios del espacio –que el orden medieval tenía prohibido investigar– al punto que imaginó un trazado perspectivo que fue perfeccionado una vez que la omnipotencia eclesiástica fue debilitada, a partir del nuevo orden social del Renacimiento, la era del Humanismo.
La presencia de San Francisco de Asís sigue vigente en la extraordinaria obra de Leandro Gómez Guerrero. Como una llama que no se extingue, esta presencia retoma la fuerza de denuncia –y también oficia de respuesta‒ hacia la condición planetaria actual que reclama reacciones urgentes (que no aparecen) de una situación que muchos sostienen que es irreversible. Leandro Gómez nos presenta una historia de amor y también de desesperación. Paradójicamente evoca a la esperanza. A través de dibujos técnica e impecablemente realizados con el modesto lápiz sobre papel, el artista nos presenta un verdadero planteo filosófico que se sostiene en la excelencia del particular enfoque del animal en cuestión, lo cual conforma toda una declaración de principios. La amplia experiencia en publicidad de este artista posiblemente ha determinado este perfecto punto de vista de la imagen idónea, necesario para trasmitir un concepto místico espiritual donde la forma conduce al contenido. Tarea nada fácil, no obstante Leandro Gómez, con un talento que justifica una sensación de extrema facilidad, lo logra.
El símbolo que acompaña a cada uno de los animales viene de la teología cristiana y consiste en el agregado de alas de ángel a las figuras. La solvencia del dibujo permite asimilar este agregado metafórico sin ninguna contradicción o sobresalto. Nos recuerda algunas pinturas de Caravaggio, donde sus ángeles –profundamente humanos por otra parte‒ se perciben como figuras naturales sin artificialidad. Si bien esta iconografía resume una ideología religiosa, el naturalismo hiperrealista con que el autor resuelve el tema hace que nos coloquemos por encima de parcialidades de todo tipo, lo cual indica el logro de una universalidad ‒palabra que curiosamente refiere etimológicamente a “catolicismo”‒, la genuina identificación del autor con el contenido ético de la obra. La imagen nos conduce a la empática relación con nuestros compañeros de viaje en esta etapa terrenal y concluye en que el drama de los animales es parte del drama de la naturaleza, que está sufriendo en manos de una humanidad que, en definitiva, depende directamente de la supervivencia de las especies naturales, lo cual es excesivamente obvio. Aunque lo obvio a menudo no se considere así, es muy claro que el destino del planeta está determinado por este equilibrio que al parecer los detentores del poder ‒los verdaderos causantes de esta situación‒ no aciertan, por motivos de ceguera moral o intelectual, a reconocer como una realidad que es más grave que lo que ellos nos quieren mostrar (o esconder) tras la seductora sonrisa de la sociedad de consumo posindustrial.
La obra de Leandro Gómez, exquisitamente sensible, es acaso el grito de un artista que ha tomado conciencia de este callejón sin salida, donde los animales son los primeros en ser conducidos a él. Un fuerte recordatorio a San Francisco de Asís, más como hombre que como religioso, se hace perentorio y el artista nos pide una reflexión sobre la angustia que todo individuo sensato sobre este planeta es portador cada día que se levanta para trabajar (sobre todo después de escuchar el noticiero). El trabajo de Leandro Gómez se coloca, por lo tanto, como un disparador para una toma de conciencia y pareciera inducirnos a hacer lo que podamos desde el lugar en que estemos, aun cuando este movimiento sea muy modesto. Esta exposición es, además, la demostración de que el arte puede ‒y debe‒ adquirir la dignidad moral y educativa para la que, en mi opinión, ha sido destinado desde el comienzo de las civilizaciones en un momento en que nos encontramos en límites peligrosos.
Imágenes de la inauguración de la muestra Animángeles en la UCU en: http://bit.ly/2Iy3neA